“De suerte que, quien está en Cristo (quien cree en Él; quien es en Él) (versión latina), es una criatura nueva: pasó todo lo antiguo y ahora todo es nuevo” (2 Cor 5, 17).
En la versión latina de la neovulgata de este pasaje de San Pablo, se lee: “qui es in Christo”; o sea “quien es en Cristo”. Para el comentario de este texto prefiero subrayar “en Cristo”, que tiene un sentido más entitativo que el “está en Cristo”.
He tomado estas palabras del apóstol San Pablo porque reflejan en muy pocas palabras todo el proceso en el que vivimos los cristianos: el misterio de nuestra conversión en Cristo.
Y vamos a considerar como ese misterio de nuestra conversión, que nos realiza verdaderamente como cristianos, tiene lugar, de manera única y muy especial, en la unión con Cristo, en Cristo, por Cristo, en la Eucaristía.
Damos por sabido que la conversión en Cristo es el fruto del desarrollo de la eficacia sobrenatural de la Gracia, “cierta participación en la naturaleza divina”, en nuestro ser, que nos confiere el don de la “filiación divina”, el ser hijos de Dios en Cristo Jesús.
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En ese pasaje, el Apóstol habla a los corintios del juicio que los hombres hemos de sufrir al final de nuestra vida en la tierra. En el juicio, cada uno “se encontrará con el bien y el mal que ha vivido”, y verá hasta donde ha llegado su espíritu en esa conversión en Cristo.
E, inmediatamente después, para animarles a presentarse ante el Señor en forma adecuada, les recuerda que deben morir al pecado viviendo la Caridad. La muerte al pecado abre el espíritu a la vida en Cristo.
“La caridad de Cristo nos urge”. La Caridad, primer fruto de la acción del Espíritu Santo en el alma del creyente, le urge. ¿A qué le urge? La Caridad mueve a amar más a Dios “con toda la mente, con todo el corazón, con toda el alma”, y al prójimo como lo ama Cristo. La Caridad, abriendo el alma del creyente a Dios y al prójimo hace posible llevar a cabo la voluntad de Cristo. Si Cristo ha muerto por todos, quiere que vivamos no para nosotros mismos, sino para Quien por nosotros ha muerto y resucitado.
Este vivir para Cristo, vivir en Cristo, es el proceso de la conversión que lleva al creyente a ser “nueva criatura”.
¿En que conoce el creyente que ha comenzado ya a convertirse en “nueva criatura”? ¿Cómo descubre que la acción de la Gracia está viva en su persona? ¿Cómo podemos decir, en definitiva, que en la vida de un cristiano se refleja la vida de Cristo?
El mismo apóstol nos lo dice con claridad, entre otros lugares de sus escritos, en dos pasajes de sus cartas: en la Primera Carta a los Tesalonicenses; y en la Carta a los Colosenses.
A los de Tesalónica escribe: “Damos gracias a Dios por todos vosotros y recordándoos en nuestras oraciones, haciendo sin cesar ante nuestro Dios y Padre memoria de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestra caridad, y de la perseverante esperanza en nuestro Señor Jesucristo, sabedores de vuestra elección, hermanos amados de Dios” (1, 2-4).
Y a los de Colosas: “Incesantemente damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, en nuestras oraciones por vosotros; pues hemos sabido de vuestra fe en Cristo Jesús y de la caridadque tenéis hacia todos los santos, por vuestra esperanza depositada en los cielos” (1, 2-5).
He subrayado en los dos párrafos la explícita referencia que san Pablo hace a la Fe, a la Esperanza, a la Caridad, porque expresan claramente el proceso de la conversión cristiana.
En efecto, la “nueva criatura”, el ser “hijos de Dios en Cristo Jesús”, queda de manifiesto en la vida de los creyentes, por la fe, la esperanza, la caridad que los creyentes viven.
¿Por qué da gracias el apóstol? Porque la inteligencia de los cristianos de Tesalonica y de Colosas, se ha abierto a la luz que envía directamente Dios, y vive de Fe; porque su memoria se ha anclado en la conciencia profunda de la vida eterna, y vive de Esperanza; porque su voluntad se ha introducido en el corazón de Cristo viviendo en nosotros, y el corazón del creyente se ha abierto, se ha engrandecido, para amar con el corazón del mismo Cristo.
El cristiano se convierte en la medida en que deja vivir a Cristo en su espíritu, en su “yo”. Este vivir hace posible que todo lo “viejo” en el hombre, fruto y consecuencia del pecado, se convierte en “nuevo”, se redima, porque lo “nuevo” es fruto de la Gracia.
Y, al convertirse, el cristiano ve la realidad a su alrededor con otros ojos; con los ojos de Cristo que quiere “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (I Tim 2, 4). Y espera con la mirada fija en la vida eterna, en Cristo resucitado, porque sabe que “esta es la vida eterna, que conozca al Padre y a Quien el Padre ha enviado” (cr. Juan 17, 3). Y ama con nuevo amor, porque ve a Cristo en los demás, y los ama con el corazón de Cristo.
¿Dónde se origina el proceso de conversión que se manifiesta en la Fe, en la Esperanza, en la Caridad?
El Apóstol no tiene la menor duda. La respuesta es: la vida de Cristo en el creyente: “En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y estáis llenos de El, que es la cabeza de todo principado y potestad, en quien fuisteis circuncidados con una circuncisión no de manos de hombre, no por amputación corporal de la carne, sino con la circuncisión de Cristo. Con Él fuisteis sepultados en el bautismo y en Él asimismo fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios que le resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros delitos y por el prepucio de vuestra carne, os vivificó con Él, perdonándoos todos los delitos, borrando el acta de los decretos que nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz; y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando de ellos en la cruz”. (Col, 2, 9-15).
Estamos, por tanto ante un proceso de conversión que se origina en el creyente al “estar lleno” de la Gracia: al ser “injertado” en Cristo en el Bautismo –“Porque, si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su Resurrección” (Rom 6, 5)-, y comenzar así a vivir con Cristo y en Cristo, en los Sacramentos. O sea, la conversión tiene sus raíces en la unión entitativa y vital del hombre con Cristo.
Y una última aclaración previa. La vida de Cristo no actúa desde fuera del hombre, como una sencilla ayuda externa para desarrollar nuestras cualidades para hacer el bien, sino en las mismas facultades con las que el hombre expresa su vivir natural. La inteligencia se enriquece con la Fe. La memoria agranda sus horizontes con la Esperanza. La voluntad se abre a Dios y a las criaturas con la Caridad.
Aunque el proceso de conversión tiene como fin la vida bienaventurada en el cielo, en la tierra la meta es llegar a decir con san Pablo: “Vivo, pero ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).
El cristiano vive en plenitud la muerte de Cristo, y prepara su espíritu para descubrir, y vivir, la Resurrección. Y vence la muerte y el pecado.
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Nuestra “novedad” es el fruto, la consecuencia de ese vencimiento sobre el pecado y sobre la muerte, que son “lo viejo”. Lo “viejo”, el pecado, ha pasado. Cristo lo ha vencido en la Cruz, y lo ha transformado, lo ha hecho “nuevo” en la Resurrección.
Ese fruto es nuestra conversión en Cristo que –repito- comienza en el Bautismo, donde vencemos el pecado y somos crucificados y resucitados con Cristo, se desarrolla en la Confirmación por la acción del Espíritu Santo y culmina en la celebración de la Eucaristía: en la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo Resucitado que recibimos en la Eucaristía. En la Eucaristía vencemos la muerte y gozamos de la Resurrección. La muerte es el último enemigo que hemos de derrotar. Y sólo podemos vencerlo desde la Resurrección, viviendo en nosotros la Resurrección de Cristo.
“Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación” (Es Cristo que pasa, n. 87).
Y san Cirilo de Jerusalén había escrito muchos siglos atrás: “Cuando participamos en la Eucaristía, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no solo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús” (Catecheses, 22, 3).
O sea, “Quien es en Cristo” había señalado antes. El proceso se origina en el encuentro del creyente con Cristo. Un encuentro que en la Misa se hace pleno y vital.
¿Por qué?
Recordemos que es el mismo Cristo –presente en el ministerio sacramental del sacerdote- quien celebra la Misa, con el sacerdote y con cada uno de los creyentes. Él invita al creyente a presentar, a ofrecer, a Dios Padre su vida, pasión muerte y resurrección. Y el creyente, movido por el Espíritu Santo, hace el ofrecimiento al Padre con Cristo, en Cristo, por Cristo, “injertado en Cristo” (cr. Rom 6, 5). Hecho el ofrecimiento, Cristo se une a cada creyente en la Comunión Eucarística, y anhela vivir toda la vida de cada discípulo con él.
Insisto. Si en el Bautismo hemos sido crucificados y resucitados con Cristo; en la Eucaristía vivimos con Él su victoria sobre la muerte y vivimos la plenitud de su vida al ofrecerla con Él al Padre. Y nos alimentamos de Él, para vivir toda nuestra vida con Él.
Al vivir la Eucaristía y alimentarnos de Cristo, tiene lugar una unión con Él que va a guiar nuestra vida a una continua conversión. San Josemaría Escrivá lo expresa claramente en este párrafo: “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente- , que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familias…” (Forja, n. 69).
Así lo recoge el Concilio Vaticano II: “Al participar (los fieles) en el sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella” (Lumen gentium, n. 11)
Y Juan Pablo II recuerda con estas palabras la realidad de esa conversión: “La incorporación a Cristo que tiene lugar en el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio Eucarístico, sobre todo cuando es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: “vosotros sois mis amigos” (Juan 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: “el que me coma vivirá por mí” (Juan 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo “estén” el uno en el otro: “Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Juan 15, 4). (Ecclesia de Eucaristía, n. 22).
Me atrevería a decir: más que “estén” el uno en el otro, Cristo y el discípulo “son” el uno en el otro. En la Eucaristía se realiza ese misterio de la cercanía de Cristo, el encuentro con Cristo, muerto y resucitado.
¿Cómo se manifiesta esa unión? ¿Cómo el discípulo, que “es” uno con Cristo; y Cristo uno en el discípulo, expresa esa unión?
Fe, Esperanza, Caridad
San Pablo recuerda la unión con Cristo en un solo cuerpo, cuando habla a los de Corintio: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?, y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10, 16-17).
El Catecismo de la Iglesia Católica confirma esta misma doctrina explícitamente: “Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo” (n. 1331).
Si la perspectiva de “ser en Cristo”, además de a la “comunión” la aplicamos, como ya hemos señalado, a toda la acción de Cristo en la Misa, podemos decir que la Misa es el ofrecimiento que hace Dios Hijo, de su vida, pasión, muerte y resurrección, a Dios Padre, en el Espíritu Santo. Y Cristo invita al cristiano a vivir con Él ese ofrecimiento.
En efecto, Cristo invita al cristiano a vivir y a ofrecer con Él, Su vida, pasión, muerte y resurrección a Dios Padre. Y, después, Cristo se entrega al cristiano en la “comunión”, para vivir con él. Y así, la vida del cristiano, injertado en Cristo, se convierte en vida de Cristo, que se ofrece al Padre en el amor del Espíritu Santo.
Al ofrecer a Dios Padre, con Cristo y en Cristo, la vida, la pasión, muerte y Resurrección de Cristo, movido por el Espíritu Santo, el cristiano está dejando actuar la Gracia –cierta participación en la naturaleza divina- en todo su ser natural humano, al hacerse uno-con-Cristo en el ofrecimiento al Padre. Esta es la gran “novedad”, el nuevo “fermento” que fecunda toda la “masa humana”.
La Gracia actúa, en primer lugar, si cabe expresarlo así, abriendo la inteligencia a los horizontes de la visión de Dios, a los horizontes de la Fe, sin dejar por eso, nada de su plena racionalidad. La Eucaristía es ya, en sí misma, un gran acto de Fe, al ser una acción que el creyente vive en unión con la mente y el corazón de Cristo; con la mente humana y divina de Jesucristo, y no pierde la perspectiva de la vida eterna sin caer en falsas ilusiones y sueños de la imaginación.
La acción eucarística sólo la puede realizar Cristo, y el hombre con Él, en la medida en que se abre a la invitación de Cristo para llevarla a cabo. Esa apertura de la persona humana es la que sostiene, en definitiva, la Fe.
La celebración de la Santa Misa se convierte en acto de Fe, en declaración de Fe, porque conlleva Fe en la Santísima Trinidad. Se comienza con una invocación a la Santísima Trinidad, y en su nombre; y se cierra con una bendición de las Tres Personas Divinas.
Fe, también, en la vida eterna, conscientes del gran misterio que encierra la Eucaristía. “La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio y no cesa de ser ocasión de división. ‘¿También vosotros queréis marcharos?’ (Juan 6, 67): esta pregunta del Señor resuena a través de las edades, como invitación de su amor a descubrir que sólo Él tiene “palabras de vida eterna” (Juan 6, 68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a Él mismo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1336).
Fe en la acción redentora de Cristo; Fe en la Iglesia; Fe en la Transubstanciación
A la vez, la Eucaristía es el acto más hondo y firme de Esperanza, que realiza un cristiano.
En la Eucaristía expresamos, entre otras cosas, la renovada confianza en Dios más allá de la carga de nuestro pecado y de nuestra miseria. Expresamos la Esperanza del triunfo total y definitivo sobre el pecado y sobre la muerte. La Eucaristía es la afirmación más firme de la Providencia divina, que vela y busca el bien de todos. En la Eucaristía el cristiano vive la esperanza definitiva de y en la vida eterna. Y esto, entre otras, por una razón clara.
El cristiano cree y sabe que Quien celebra la Eucaristía es el mismo Cristo; Cristo Resucitado. La Eucaristía no es sencillamente el recuerdo de una acción celebrada por Jesucristo hace ya cerca de 2.000 años. No. La Eucaristía es la acción celebrada por Jesucristo hace ya 2.000 años, que Cristo quiere vivir con cada creyente en el ahora del tiempo, sin dejar la eternidad. Cristo Resucitado es el sacerdote eterno. Y es en la Resurrección; mejor, en Cristo Resucitado, donde se apoya la Fe y la Esperanza del cristiano.
Viviendo la Misa, el cristiano vive ya un adelanto de la resurrección de la carne, de la gloria eterna.
Con esta perspectiva, en la Eucaristía vencemos todas las tentaciones de desánimo, de desesperanza. Y no porque consigamos alcanzar todo lo que nuestro corazón anhela para dar gloria a Dios, no porque podamos presentar al Señor las obras de nuestro cariño, de nuestro amor hacia Él. Tampoco, porque con la Eucaristía consigamos caminar con la fuerza de Elías, cuarenta días en el desierto hasta llegar al monte Horeb.
El triunfo sobre la desesperanza, sobre el desánimo, sobre la desilusión, no es solamente un premio que el alma recibe de la generosidad divina. El triunfo de la esperanza es el fruto de la donación de Cristo en la Eucaristía.
El Señor se dona, se da. Y es en la conciencia de tenerlo, de haberlo recibido, donde nuestra esperanza cristiana echa raíces de vida eterna.
“Es, más bien, la entrega que se convierte en don, porque el cuerpo entregado por amor y la sangre derramada por amor han entrado, por medio de la resurrección, en la eternidad del amor que es más fuerte que la muerte” (Ratzinger, “El espíritu de la Liturgia. Una introducción” (Ed. Cristiandad , 2 ed. Madrid, 2002, pág. 77).
Y es también en la Resurrección, en el vivir la Gracia, en vivir con Cristo su muerte y su Resurrección, donde acrecentamos nuestro corazón en la Caridad, y el Señor nos da la Fe; sostiene nuestro vivir en Esperanza. Sólo Él puede amar en nosotros como Él desea que amemos; y hace firme en nosotros la fe y la esperanza, al cultivar la caridad en el interior de nosotros mismos. En convertirnos, de alguna manera, también nosotros en amor.
La Eucaristía, de otra parte, es el mayor acto de Amor de Dios hacía los hombres.
En la Eucaristía, el cristiano vence en la Caridad las tentaciones de desamor que surgen en su espíritu al contemplar la acción del mal, al sufrir el dolor, al soportar las ofensas y las injurias, al enfrentarse a la mezquindad, a la miseria del corazón humano, al odio y a la barbarie, originadas en el pecado.
En la Eucaristía, el cristiano goza en la Caridad ante la belleza, para que dé a Dios toda la gloria, y ante la fealdad, para arrancar de ella el pecado y devolverla a la contemplación divina, con el resplandor de la mirada de un recién nacido.
El demonio conoce la grandeza del don de la Eucaristía, y quiere impedir a toda costa que la Eucaristía eche de verdad raíces en el alma, y sabe que el mejor camino para conseguirlo no es atacar directamente la Fe, ni siquiera lanzar decididamente contra la esperanza.
No. El diablo sabe muy bien que tanto a la fe como a la esperanza puede diezmarlas, si consigue que la caridad no eche raíces en el alma, si consigue que la Eucaristía no convierta al cristiano en “comunión de amor” con Cristo. Ese es el camino para que el creyente no viva los grandes mandamientos que Dios mismo nos ha dado: amar a Dios sobre todas las cosas, y amar al prójimo como Él lo ama.
En el mandamiento antiguo teníamos un punto de referencia para medir nuestro esfuerzo, una regla para examinar las disposiciones de nuestro corazón. Con el mandamiento nuevo, el amar a los demás “como a nosotros mismos” ya no nos abre los horizontes del corazón del Señor.
¿Cómo podemos amar con la medida del corazón de Cristo, si no es cambiando nuestro corazón por el suyo? Ya de antiguo Dios había prometido el cambio de corazón: “Y les daré otro corazón y les daré un espíritu nuevo, quitaré de su cuerpo su corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis mandamientos y observen y practiquen mis leyes, y sean mi pueblo y sea Yo su Dios” (Ez. 11, 19-20).
Con la Fe, con la Esperanza el cristiano se prepara al encuentro definitivo con Cristo, al doble encuentro con Cristo que tiene lugar continuamente en la Santa Misa, y que se consuma con la Caridad: encuentro de Comunión y de Adoración.
En la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Después de que nos unimos a Cristo para ofrecer su vida-pasión-muerte-y-resurrección a Dios Padre, el Señor viene a nosotros en la Comunión, se hace nuestro alimento, porque desea vivir ya siempre y toda nuestra vida con nosotros.
En la Adoración: adorar es el nuevo modo de vivir los hombres que Cristo ha traído a la tierra. Adorar a Dios es el acto de caridad más profundo que el hombre puede vivir. Adorar no aniquila nuestra libertad ante la omnipotencia de Dios. Adorar es en definitiva gozar en la grandeza divina, gozar en la belleza de Dios, gozar en el amor, gozar en ser amados por el Señor.
En este gozo, el Reino de Dios toma posesión del cristiano y viene a él. “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca” (Filp. 4, 4-5).
Adorar a Cristo Eucaristía, que es la caridad de Dios triunfando en nosotros, nos lleva a descubrir que pretendemos vanamente conseguir por nosotros mismos lo que Cristo anhela darnos. Que queremos robar algo que Cristo quiere darnos en su infinita Misericordia. Y nos gozamos ofreciéndole el reconocimiento de su divinidad, de su paternidad, de su creación, de su majestad.
Adoración que es, en definitiva la gran misión de la Adoración Eucarística, en las más variadas formas que se puede organizar.
Y en el corazón de Jesucristo, descubrimos la alegría de la caridad, del amor a los demás. “Alegres en la esperanza, pacientes en los sufrimientos, constantes en la oración, socorred las necesidades de los creyentes, practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Vivid en armonía unos con otros. No seáis orgullosos, poneos al nivel de los humildes. No os consideréis los sabios. No devolváis a nadie mal por bien. Procurad hacer el bien ante todos los hombres. En cuanto de vosotros depende, haced todo lo posible por vivir en paz con todo el mundo” (Rom 12, 12-18).
Viviendo la Fe, la Esperanza, la Caridad en medio de las tentaciones, y liberados del Maligno, porque el Señor está en nuestro corazón, descubrimos que el vivir es encontrar cada día a Dios, que se esconde en la plenitud de la creación, en la plenitud del Reino, y sale constantemente a nuestro encuentro en el Sagrario.
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¿Cómo se desarrolla, en la vida del cristiano, ese vivir cada día el encuentro-vida con Cristo de la Misa?
Nos puede ayudar a desentrañar algo de la luz de este misterio, pararnos un momento sobre lo que la doctrina común de la Iglesia recuerda a propósito de los fines por los que se ofrece la Eucaristía. Estos fines son: el latréutico; el propiciatorio, el impetratorio y el eucarístico.
Fines de la Misa
La Misa –lo recordamos de nuevo- es el acto más profundo de adoración que el hombre puede realizar ante Dios. Adoración que se prolonga después en la adoración eucarística ante Cristo Sacramentado. Es el fin latréutico.
“Que nadie diga ahora: la Eucaristía es para comerla y no para adorarla. No es, en absoluto, un “pan corriente”, como destacan, una y otra vez, las doctrinas más antiguas. Comerla es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. “Comerlo” significa adorarle. “Comerlo” significa dejar que entre en mi de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser uno solo” con Él (Gál 5, 17). De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella: la comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración” (Ratzinger. El espíritu de la Liturgia, cap. III, in fine).
Y ya en su tiempo San Agustín llegó a decir: “Nadie coma esta carne, si antes no la ha adorado. Pecamos si no adoramos” (Enarraciones de los Salmos, 98, 9).
Viviendo con Cristo su ofrecimiento al Padre de su vida, pasión, muerte y resurrección, en la Misa celebramos la vuelta a Dios de toda la creación, liberada del pecado de la muerte. La Misa es la “manifestación de la libertad de la gloria de los hijos de Dios” que está esperando toda la creación para dar a Dios toda la gloria.
“Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en el cielo”.
El cristiano adora, deja de buscarse a sí mismo, y centra su vida en dar gloria a Dios. “Por Cristo, con Él, en Él, a Ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amen”
Viviendo este ofrecimiento, toda nuestra vida, divinizada al ofrecerla en la Misa con la de Cristo al Padre, adquiere sentido y significado. La adoración da pleno sentido a todas las acciones del creyente.
De esta forma, nuestros sacrificios se unen a los sacrificios de Cristo; nuestras alegría se unen a las alegrías de Cristo; nuestra oración se engarza en la oración de Cristo, y todo en nuestra vida es propiciación por nuestros pecados, y por los pecados y las ofensas hechas a Dios en todo el mundo, por todos los seres humanos.
El cristiano repara por sus pecados, y vive un acto penitencial al comienzo de la celebración eucarística, para manifestar su rechazo del pecado y, creciendo en amor, redimir la ofensa a Dios en toda la creación. Este es el fin propiciatorio. Nada se pierde en la vida de un cristiano en “comunión” con Cristo. Ni las alegrías ni las penas, ni las enfermedades y dolores sufridos. Nada queda sin valor en el quehacer de un cristiano, en su vida que se convierte en la vida del mismo Cristo en la Eucaristía, y con Cristo vive la redención.
En la Santa Misa, el cristiano se convierte en corredentor con Cristo.
Y no sólo. El cristiano tiene hambre de dar gracias a Dios por todos los beneficios recibidos, por la creación, por la redención, por la perenne donación de Dios al hombre que el cristiano vive muy especialmente en la Santa Misa. Es el fin eucarístico. Y da gracias “con los dones y los bienes recibidos de Dios”.
Dentro de la acción de gracias, se subraya especialmente la necesidad de dar gracias por haber recibido la Comunión, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y es, ciertamente, un verdadero motivo de acción de gracias. Conviene, sin embargo, dejar claro que la acción de gracias ha de dirigirse especialmente a Cristo por haber invitado al creyente a vivir con Él el ofrecimiento de su propia vida al Padre.
El creyente responde a la invitación movido por el Espíritu Santo, y descubre una nueva realidad: que al vivir con Cristo la Misa, el Espíritu Santo prepara su corazón para vivir, ya en la tierra, el gozo eterno de la Redención.
Y realiza así el más hondo acto de amor a Dios de que es capaz su corazón. Porque el espíritu del creyente se engrandece en la medida en que se “deja querer por Dios”, y en la Misa acoge la mayor manifestación de amor que Dios le expresa en su vida terrena.
Acción de gracias, por tanto, porque en la Misa el cristiano vive una acción intratrinitaria. Participa, o mejor, vive dentro de la Santísima Trinidad, el misterio inefable de Amor del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo.
“Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir, en cierta medida, el aliento vital de Dios (cf. Gn 2, 7). Pero es Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3, 34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina. Jesucristo, pues, ‘que, en virtud del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha’ (Hb 9, 14), nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico” (Benedicto XVI, “Sacramentum Caritatis”, n. 8).
Y, por último, Cristo ofrece su vida, pasión, muerte y Resurrección al Padre, en el Espíritu Santo, para la salvación del mundo. Y, a la vez, pide al Padre que se haga su voluntad: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4)”. En la Eucaristía el creyente aprende a pedir con la humildad del publicano, porque descubre que todo lo bueno que recibe es don de Dios; y que Dios está a su lado para llevar la carga de todo lo malo que le acontece. Es el fin impetratorio, que el pueblo cristiano hace suyo y vive intensamente al rogar a los sacerdotes que recen por sus problemas, subrayando que recen en la Santa Misa.
En la Eucaristía, alimentado del “cuerpo y de la sangre de Cristo”, y en ese alimento, el cristiano se convierte a la Fe, a la Esperanza, a la Caridad, para llegar a ser el “mismo Cristo”. Y Cristo Resucitado; que le permite llevar la cruz de cada día con la fuerza de la alegría de la Resurrección.
¿Por qué y cómo nos transforma este alimento, que es el mismo Cristo?
Insisto. En la Eucaristía, todo lo “viejo” se convierte en “nuevo”.
“Lo antiguo pasó, ya ha llegado lo nuevo”
¿Conoce el cristiano alguna vez en la tierra, y en plenitud, el Reino que Dios nos quieres dar? ¿Llegamos alguna vez, aunque sea sólo un instante, y fugaz, a vislumbrarlo?
La respuesta es clara, Jesucristo instituye la Eucaristía; y en la Eucaristía, está Él siempre presente con nosotros, para seguir caminando también con nosotros, con cada uno de nosotros, y ayudarnos a descubrir al Padre. La “novedad” de la Eucaristía permanece siempre. El Señor ya lo había anunciado: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20). Hasta la “consumación” del mundo personal, para cada cristiano; y hasta el “fin” del mundo, para toda la creación.
La presencia de Cristo en la Eucaristía llevó a Santa Teresa de Jesús a escribir: “Compañero nuestro en el Santísimo Sacramento, que no parece en su mano apartarse un momento de nosotros” (Vida, cap. XXII)
“En la Eucaristía la gloria de Cristo está velada(…) Sin embargo, precisamente a través del misterio de su total ocultación, Cristo se hace misterio de luz, gracias al cual el creyente se ve introducido en las profundidades de la vida divina” (Juan Pablo II, “Mane nobiscum Domine”, n. 11).
Y en la Eucaristía, Cristo realiza sus palabras en el espíritu del creyente: “Esa es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único verdadero Dios, y al que tú enviaste, Jesús, el Mesías” (Jn 17, 3).
En la Eucaristía, el cristiano “ve” el rostro de Cristo, intercambia palabras con el mismo Cristo. De esta forma, considerada la nueva vida que Dios dona a los hombres, después de la Encarnación y de la Redención, la Eucaristía se nos descubre, y se nos confirma, “fuente y cima de toda la vida cristiana”, como ya hemos señalado (Lumen gentium, 11).
“Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (Presbiterorum ordinis, 5) (Catecismo, n. 1324).
Sin la Eucaristía no seríamos verdaderamente cristianos. En la Eucaristía encontramos y vivimos a Cristo; cada uno de nosotros, en la individualidad de su “yo”, de su persona, se une a Dios, conoce a Dios que, en Cristo se ha hecho presente en la historia de los hombres, en la historia personal de cada ser humano. Y que, en la Eucaristía –“prenda de vida eterna”- nos abre la puerta del cielo, y adelanta la invitación al banquete eterno.
“La fe nos pide que estemos ante la Eucaristía con la conciencia de estar ante el propio Cristo. Precisamente su presencia da a las demás dimensiones –de banquete, de memorial de la Pascua, de anticipación escatológica- un significado que trasciende, con mucho, el de un mero simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, por medio del cual se realiza de forma suprema la promesa de Jesús de permanecer con nosotros hasta el fin del mundo” (Juan Pablo II, “Mane nobiscum Domine”, n. 16).
Unidos a Cristo Eucaristía, en una verdadera unión de fe, de esperanza, de caridad, permitimos que El mismo Jesucristo nos ayude, viva con nosotros, la realidad de la nueva creación, la gracia. Y, convertidos a la “divinidad” injertada en nuestra “humanidad”, podemos, precisamente viviendo la Santa Misa “con Cristo, por Cristo, en Cristo”, introducirnos en la misión de Cristo: adorar, reparar, dar gracias, pedir gracias, a Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo.
Así lo expresa Josemaría Escrivá: “Vivir la Santa Misa es permanecer en oración continua; convencernos de que, para cada uno de nosotros, es éste un encuentro personal con Dios: adoramos, alabamos, pedimos, damos gracias, reparamos por nuestros pecados, nos purificamos, nos sentimos una sola cosa con Cristo, con todos los cristianos” (Es Cristo que pasa, n. 88).
El Reino es Dios, es la vida que nos da en la Eucaristía. El Reino es la riqueza que Dios Padre nos ofrece; y esa riqueza es Cristo. Conocer a Cristo y amarlo en el Espíritu Santo. Así, el cristiano se introduce en el diálogo eterno de la Trinidad, para rogar al Padre que nos envíe al Hijo, y que el Espíritu Santo lo traiga a nosotros. Es la Eucaristía.
“El que afirma estas cosas, dice: “Sí, yo voy a llegar enseguida” Amén. ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).Ante el Sagrario, en adoración de la Eucaristía, el cristiano estrena su alma en la esperanza de descansar en el Señor para siempre: “Venid a Mi todos los que estáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré” (Mt 11, 28).
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Conclusión
En resumen, y a modo conclusión, pienso que podemos decir, “en la libertad de la gloria de los hijos de Dios”, lo siguiente.
En la Santa Misa celebramos ya por adelantado –y en la esperanza- la consumación del “benévolo plan de Dios, realizado en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra” (Ef 1, 9-10).
En la Santa Misa se hace realidad la petición de Cristo al Padre: “que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti” (Juan 17, 20). En la Eucaristía, todos los cristianos somos con Cristo y en Cristo: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza: la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, el que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4, 4-5).
En la Santa Misa se anuncia, y se celebra, el gozo del Espíritu Santo al ver realizada su obra en la oración temporal de los fieles, convertida ya en eterna oración: “Recibid también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, mediante oraciones y súplicas, orando en todo tiempo movidos por el Espíritu” (Ef 6, 17-18).
Y así se hace realidad en la Eucaristía, hoy y ahora, el anuncio del Apocalipsis:
“El que estaba sentado en el trono dijo:
-Mira, hago nuevas todas las cosas” (Apoc. 21, 5)
Y el cristiano, con san Pablo, podrá decir:
“Vivo, pero ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” ( Gal 2. 20).
Ernesto Juliá Díaz