¿Cuál es la razón última del dolor de Cristo?
. ¿En qué consiste la razón última del dolor de Cristo en Getsemaní? ¿Es acaso el camino pensado por Dios, conmovido por habernos dado la carga del vivir, para que el hombre recupere la confianza en Él; confianza perdida en el paraíso?
La respuesta a esta cuestión nos servirá de guía en todo el resto de nuestro acercamiento al misterio de Getsemaní.
Es un hecho indudable el sufrimiento de Cristo en Getsemaní. El que la imagen popular de Getsemaní que muchos cristianos tienen grabada en el espíritu esté demasiado influida por la visión del sudor de sangre de Cristo, nada quita a la realidad del hecho.
El sufrimiento físico de Cristo en el Huerto se nos impone de forma patente. Es lógico pensar que Cristo no desea sufrir por el simple hecho de sufrir; y, a la vez, es claro que acepta plenamente el sufrimiento. El sufrimiento físico, sin embargo, es apenas una parte de la realidad. Su apariencia y grandiosidad no deben impedir que nos adentremos en el verdadero sentido y origen del sufrir de Cristo.
El padecimiento de Nuestro Señor no se agota ni concluye, ciertamente, ni en el dolor físico, ni en el dolor moral. Para alcanzar nuestro objetivo hemos de tratar de descubrir el verdadero motivo delsufrimiento, y no fijar nuestra atención sólo ni principalmente en el dolor físico, que es un hecho relativamente de segundo orden, en todo el conjunto de la Pasión
Fillion escribe: “Pero, ¿qué era lo que Jesús veía en el cáliz puesto ante sus ojos, para que experimentase aquel temor tan grande y aquella repugnancia que le hacía estremecer? Veía, en primer lugar, su pasión y su muerte, con sus horribles circunstancias, y harto era ya esto para acongojarle…Pero no era ésta la causa única ni aun la principal de las angustias de Cristo en Getsemaní; suponerlo así sería inferir agravio a su corazón, dispuesto a todo heroísmo… El peso enorme de nuestros pecados le abrumaba y le obligaba a pedir merced a la divina justicia. Tenía, pues, razón Bossuet al decir: ‘Oh, Jesús, a quien no me atreveré ya a llamar inocente, Pues Te veo cargado de más crímenes que los más insignes malhechores; Te van a tratar según tus méritos. En el huerto de los Olivos, Tu Padre Te abandona a Ti mismo…Baja, baja la cabeza, y llevarás todo tu peso; pagarás largamente la deuda, sin remedio, sin misericordia”.
¿No reduce notablemente Fillión, y todos los autores que más o menos siguen estas líneas de interpretación, el sentido del sufrimiento del Señor?
Tres afirmaciones previas:
La primera: la escena de la oración en el Huerto está descrita de tal manera que no cabe pensar que haya sido sencillamente fruto de la imaginación de los apóstoles.
La segunda: también podemos afirmar sin la menor duda, que Jesús no sufre por el hecho de cumplir la voluntad del Padre.
La tercera: que probaremos más adelante con detalle, no estaremos tampoco muy lejos de la realidad si pensamos en la unión del Padre con el Hijo en el sufrimiento de Getsemaní.
Nadie sufre por cumplir la voluntad de quien ama, aun cuando el llevarla a cabo le comporte el sacrificio de la propia vida. Esta es una verdad que podemos apreciar claramente en el plano humano por muy ardua y trabajosa que sea su realización; y con mucho más convencimiento podemos establecerla en el seno mismo del actuar de la Santísima Trinidad.
Cristo viene a redimir, y sabe que la redención se va a realizar en su vida, en su muerte y en su resurrección, con su vida, con su muerte, con su resurrección. Es enviado por el Padre, y es acompañado por el Espíritu Santo para llevar a cabo su misión, a la vez que viene de su plena voluntad.
Y, demos también por asentado que Nuestro Señor Jesucristo sufrió en la plenitud de su persona, en el núcleo central de su “yo”. Las palabras claras de san Lucas, la agonía y las gotas de sangre, que ya han recibido la adecuada explicación médica por tantos autores, no dejan el menor lugar a ninguna duda, no obstante lo raro del acontecimiento del que apenas han quedado brevísimos testimonios escritos en la historia de la medicina. Quizá podemos decir que el cuerpo de Cristo no pudo soportar como hombre, lo que su espíritu contempló como Dios. No sólo sufrió el cuerpo de Cristo; y los sufrimientos que reflejan los padecimientos en la carne, en todo su organismo, no llegan a reflejar el dolor de su espíritu.
Acerca de la causa del sufrimiento
¿Puede haber sufrido Cristo sencillamente por el normal temor a la muerte? No parece esta la respuesta más adecuada. No pocos hombres, e incluso apartados de cualquier honda relación con Dios, y aun considerando –en la medida que lo pueda considerar verdaderamente algún ser humano- que toda vida acaba en el sepulcro, han recibido la muerte con serenidad y calma.
Séneca y Sócrates no serían en este caso ejemplos adecuados. Y no sólo por la capacidad de consuelo que podrían recibir de sus propias filosofía; sino también porque, aun de forma imprecisa mantenían una esperanza de una cierta vida futura, más allá de la muerte, en la que todos los afanes de su espíritu llegasen a ser calmados.
Podemos añadir que ha habido personas que se han presentado serenas ante la muerte, siendo conscientes de su aniquilamiento, en la falsa convicción de que no había ningún más allá. O sea, habían apagado en su interior –al menos de forma aparente- toda ansia de eternidad, de inmortalidad.
En buena lógica de fe no se puede afirmar que Cristo haya padecido un oscurecimiento tal de su inteligencia humana que haya llegado a perder toda luz sobre la Resurrección, toda luz de su triunfo sobre la muerte. Aceptar ese oscurecimiento equivaldría a dar por supuesto un abandono casi total de la Humanidad de Cristo de parte de la Divinidad, cosa imposible siquiera por un instante.
Las consideraciones que se acercan a una explicación psicológica del sufrimiento de Cristo, como la de Mauriac que recogemos a continuación, parecen también muy reduccionistas.
“Todo hombre, en ciertos momentos de su destino, en el silencio de la noche, ha conocido la indiferencia de la materia ciega y sorda. La materia aplasta a Cristo. Prueba en su carne el horror de esta ausencia infinita. El Creador se ha retirado y la criatura no es más que un fondo de mar estéril; los astros muertos están dispersos en la planicie. Hay en las tinieblas gritos de bestias devoradas…El Hijo del hombre ha quedado reducido a este movimiento de péndulo, del sopor del hombre a la ausencia de Dios, del Padre ausente al amigo adormecido” (Mauriac)
En Getsemaní, ni el Creador se ha retirado, ni descubre el abismo vacío de la criatura. Cristo conoce bien, y desde siempre, la nada de la criatura sin Él.
Ana Catalina Emmerich escribe en su “visión” de Getsemaní: “Se me permitió ver una imagen de Dios, pero no como tantas veces sentado en su trono, sino en una forma luminosa; yo vi la naturaleza divina del Hijo en la persona del Padre, y como si hubiera sido apartada de su seno”. Es el alejarse del Padre, no la interna división de Cristo, del Hijo.
No parece admisible ni siquiera imaginar que Cristo sufriera un trastorno tal de su personalidad que, por un instante, se produjera en el núcleo de su persona una división, una esquizofrenia. Y no ya en la unión de la divinidad y la humanidad, sino en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y que rechazara el haberse encarnado, el haber asumido la naturaleza humana en su plenitud.
Parece también algo contradictoria la afirmación de Santa Catalina de Siena cuando escribe que Cristo en la Cruz: “se hallaba feliz y afligido: afligido al soportar la Cruz, sufriendo en el cuerpo los trabajos y deseos de satisfacer por el pecado del género humano, y feliz porque la naturaleza divina, unida a la humana, no podía sufrir, y constantemente hacía feliz a aquella naturaleza humana, al mostrársele sin velo alguno”.
Para continuar nuestra reflexión y nuestra búsqueda, insistimos en que no nos conviene olvidar que Quien muere es el Hijo de Dios hecho hombre. Dios va a redimir la muerte desde ella misma, viviéndola.
Es el mismo, y único Yo de Cristo, quien es hombre y Dios el que sufre en Getsemaní. Sin el Yo divino, sin el Yo de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la unidad humana del cuerpo yalma se resquebraja y muere.
Si San Pablo puede decir serenamente: “¿Dónde está oh muerte tu victoria, dónde está oh muerte tu aguijón”?; ¿cómo podemos pensar que Cristo sienta agonía ante la propia muerte? ¿Qué sentido tiene entonces: “Mi alma está triste hasta la muerte”?
Cristo está viviendo el pavor de la muerte que, en algún momento de su vida, en mayor o menor intensidad, sufren todos los hombres. Y a la vez, sufre en medio de la oración; no huye de Dios. Y sufre con la intensidad que reflejan los Evangelios porque Cristo ha querido vivir también la desesperanza del pecador en su plena totalidad.
Aceptado el pavor y el miedo ante el abismo de la muerte como motivo de los padecimientos de Cristo; no parece estar en ese temor, y tampoco parece lógico buscar la explicación en los sufrimientos por los dolores que le tenía reservada la inminente Pasión. La intensidad de la agonía de Getsemani es vivida en presente. Cristo sufre en el Huerto por hechos y realidades actuales, pasadas y futuras, que se hacen presentes en ese instante.
Si la amargura de la muerte no explica el sufrir de Cristo, menos fuerza parecen tener esos dolores ya previstos lógicamente.
Acertado el hecho y descartados los temores a la muerte y al dolor como explicación adecuada, tratemos ahora de seguir el análisis de la verdadera naturaleza del dolor de Cristo.
Queda claro que no se reduce ni a dolor meramente físico acompañado de una fuerte reacción nerviosa, como manifiesta el sudor de sangre; ni a ningún tipo de desequilibro psíquico o mental. No parece, de otro lado descaminado, hablar de que el sufrir del Señor incluye todas las diversas facetas del sufrimiento humano: Dios quiso también redimir desde dentro las raíces de cualquier sufrimiento de los hombres, fruto como son del pecado.
El dolor físico comporta sensaciones psíquicas, nerviosas, que dejan en algunos momentos al hombre fuera de su propia capacidad de control de sí mismo. Sin la menor duda, cabe pensar en el profundo abatimiento de Cristo, en su incapacidad de tenerse en pie, en su desgaste corporal. De ese vaciamiento físico al sufrimiento en agonía hay un paso que el simple dolor, por muy fuerte y agudo que sea no explica del todo.
Quizá no sea demasiado osado decir que el padecer físico de Cristo no haya sido el mayor, en intensidad, en extensión, en profundidad, que haya sufrido un ser humano. Físicamente es posible, y se habrán dado sin duda muchos casos a lo largo de la historia de la humanidad, en los que un hombre, una mujer, haya sufrido en su cuerpo más que Cristo en el Huerto de los Olivos, y en los días de la Pasión.
Y, a la vez, no podemos olvidar que Cristo redimió todos los dolores del hombre, en número y profundidad. Cristo ha sufrido todos los sufrimientos del ser humano en su corazón y en su carne. Resulta lógico, por tanto, que se pueda decir del Siervo de Jahvéh: “no hay dolor como mi dolor”, dolor que ha llevado consigo rescatarnos del poder de las tinieblas ( cfr.Col 1, 13-14)
El sufrimiento de Cristo, a la vez, es de un orden diferente del que puede vivir cualquier ser humano. ¿Cómo? ¿En qué es diferente? ¿Es de otro orden solamente por ser Cristo Dios hecho hombre, y gozar de una sensibilidad diferente a la de cualquier mortal?
Si aceptamos que el sufrimiento es de otro orden, pretender resolver la cuestión acudiendo a una “sensibilidad diferente”, nos llevaría a quedar envueltos en una cuestión meramente psicosomática de la que es imposible salir y que, de otro lado, no lleva a ninguna parte, y no supera el plano natural humano del sentir de Cristo.
El sufrimiento de Cristo no se limita al ámbito humano. Cristo no deja de ser nunca Dios y hombre verdadero, sufre, por tanto, su Yo divino, y no sólo en su naturaleza humana, si no también en su naturaleza divina, en su Persona.
Siendo la persona de Cristo una Persona divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, todas las categorías psicológicas que puedan aplicarse de forma más o menos generalizada a todos los hombres, porque corresponden a la medida y a los límites de la naturaleza humana, quedan sin valencia alguna para intentar cualquier explicación del sufrimiento de Cristo en Getsemaní.
Aunque en su plenitud humana, Cristo reacciona también como hombre, y son muchos los ejemplos que encontramos en los evangelios, Cristo no es sin embargo Dios en la cárcel de un cuerpo humano; Cristo no es la plenitud de la divinidad encerrada un la humanidad. Cristo es Dios, y al vivir, no como hombre, sino siendo hombre, sin dejar de aceptar los límites de la humanidad –“¡hasta cuando tengo que vivir con vosotros! (Mt 17, 16)-, insistimos que los presupuestos de cualquier explicación psicológica quedan inservibles.
Guardini lo vio con mucha claridad: “En este punto la psicología no tiene ninguna aplicación. No se puede negar que la ciencia psicológica es muy útil cuando sirve de instrumento a un corazón apasionado y se guía por una actitud de respeto a los demás. En este sentido, es un medio para la mutua comprensión entre los seres humanos, pues todos compartimos una misma naturaleza. Pero en el caso que nos ocupa, la psicología tendrá que confesar su inutilidad….En este campo, cualquier intento de explicación psicológica está abocado al más estrepitoso fracaso…Para progresar en este sentido, lo único indispensable es una fe ilustrada por la revelación”.
El camino parece, al menos, despejado. Sólo Cristo, en su plenitud divina y humana, tiene la explicación de la realidad de su dolor; y solamente penetrando en su espíritu, en la contemplación y meditación de los gestos en los que expresó sus vivencias en Getsemaní, podemos hacernos cargo, siempre dentro de los límites de la inteligencia humana, de lo acontecido en Cristo en la noche de Getsemaní.
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Ratzinger ha comentado así la escena de Getsemaní:
“Yo veo ahí una cierta lucha entre el alma humana y el alma divina de Cristo. Jesús ve el abismo de la suciedad y de espanto humanos que ha de soportar y recorrer. Desde esta perspectiva, que transciende con creces nuestro entendimiento – también nosotros podemos sentirnos horriblemente mal si observamos las atrocidades de la historia humana, el abismo de la negación de Dios que destruirá a las personas -, desde esa perspectiva, Él ve la espantosa carga que se le avecina. No es sólo el miedo al instante de la ejecución, es el enfrentarse al atroz y abismal destino humano que Él debe asumir”.
Y continúa: “El teólogo griego san Máximo el Confesor expuso con gran penetración este proceso: muestra cómo durante la oración del monte de los Olivos se realiza “la alquimia del ser”. La voluntad de Jesús se hace una con la del Hijo y, por tanto, con la del Padre. Esta oración manifiesta la resistencia de la naturaleza humana, que se opone a la muerte y a los horrores que Él ve. Jesús tiene que superar la resistencia del ser humano frente a Dios. Tiene que superar la tentación de actuar de otra manera, una tentación que alcanza aquí su punto culminante. Sólo la quiebra de la resistencia se convierte en aceptación. La desaparición de la voluntad propia, humana, desemboca en la voluntad de Dios y con ellos en la petición “Mas no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
¿Es suficiente esa explicación? ¿Marca acaso un límite que es muy arriesgado sobrepasar? ¿Desaparece realmente la voluntad “propia, humana” de Cristo? Quizá no sea demasiado osado responder negativamente a los tres interrogantes.
Recordamos una vez más que en el Huerto de los Olivos, y más allá de los dolores físicos, psíquicos, morales que sufre la humanidad de Jesús, es todo el ser de Cristo quien padece. El Yo divino de Cristo sufre en, y con su naturaleza humana. No es solo una parte de la persona de Cristo la que va a sufrir.
La Agonía del Huerto de los Olivos, vivida por Cristo en su naturaleza humana, solo pudo ser vivida por Cristo en su plenitud de Dios y Hombre. ¿Por qué? Si realmente desaparece la voluntad humana de Cristo, además de comportar una cierta división en su Persona, llevaría consigo una consecuencia de mayor alcance: comportaría que Cristo Dios queda solo, queda “desencarnado”.
Cristo, “hecho pecado”
Hemos afirmado que sólo sufre quien ama. Cristo ha venido a la tierra por amor. El Amor de Dios Padre nos ha creado en el amor de Dios Hijo; el amor de Dios Hijo nos ha redimido en el amor del Espíritu Santo.
¿Cómo ha redimido Cristo, cómo nos ha hecho irreprensibles ante Dios? No cargando sencillamente con nuestros pecados, con nuestros dolores; sino asumiéndolos, “haciéndose pecado, haciéndose dolor”.
“Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo, porque Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él, todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos. Y vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él” (Col, 1, 18-22).
¿Cómo una persona que ama como ama Cristo puede no querer beber el cáliz en el que se contiene todo su amor de redención?
La respuesta nos ha de llevar en buena lógica divina a pensar que el cáliz que Cristo ruega al Padre que lo aparte de sus labios no es el cáliz del sacrificio, del dolor, de la muerte redentora. ¿Qué cáliz, entonces?
Quizá nos puede servir para poder responder la siguiente afirmación con la que San Pablo concluye la exhortación a los Corintios para que se arrepientan y se reconcilien con Dios: “En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 20-21).
La aclaración de la Biblia de Jerusalén parece que no osa enfrentarse con el gran misterio que encierra esta frase. Dice así: “Identificó jurídicamente a Jesús con el pecado e hizo que pesara sobre él la maldición inherente al pecado”., y en apoyo de esta explicación añade la nota una referencia a otras palabras de san Pablo: “Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne” (Rom 8, 3). Se entiende lógicamente que está hablando de la carne de Cristo.
Y el apóstol dice en otro pasaje: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito todo el que está colgado de un madero”(Gal 3, 13).
Cristo es “maldito”, ¿solamente porque carga externamente con nuestros pecados, porque se le imputan jurídicamente?, ¿solamente porque se ‘identificó jurídicamente con el pecado’?
Para comprender Getsemaní es preciso aceptar que la identificación de Jesucristo con el pecado no se quedó sencillamente en una imputación jurídica. Y que no solo la Humanidad de Cristo “fue hecha pecado”; es el Yo de Cristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad quien, en su ser Hombre, es hecha pecado, se hace pecado, vive desde su más honda conciencia el pecado de las criaturas creadas a su imagen; y no sólo “carga” con los pecados de los hombres sin llegar nunca acomprometerse con ellos.
El Yo de Cristo se “hace pecado” no sólo para lavar, purificar en las criaturas la imagen de Dios Trino oscurecida y deformada por el pecado; sino también, y muy especialmente, para que la criatura pueda recibir y vivir en la plenitud de todo su “ser humano”, el gozo de ser criatura. Así, en el gozo de la criatura, el gozo de Dios queda colmado, cumplido (Cfr. Juan 15, 11).
Cristo se hace pecado en toda la plenitud de la ofensa a Dios. Cristo se hace pecado sin “hacerse pecador”. Cristo nunca ruega al Padre para que le perdone a Él. La identificación plena con el pecado no le convierte en pecador, y lógicamente no pide perdón en nombre propio.
El poder de las tinieblas
Para encontrar un camino de comprensión al padecer de Cristo en Getsemaní, algunos autores hablan del poder de las tinieblas, al que el mismo Cristo hizo referencias algunas veces a lo largo de su vida. ¿Qué clase de tinieblas pueden tener poder sobre la mente y la voluntad de Cristo?
Algunos consideran que se podría tratar de una prueba semejante a lo que los autores de espiritualidad califican de “noche del espíritu”: una auténtica crucifixión interior, experimentada y puesta de manifiesto por hombres y mujeres a lo largo de la historia, ya que la “noche oscura” es también fruto del pecado.
¿Se puede aplicar a Cristo una experiencia humana semejante, de la misma manera que se habla de su cansancio, de su sed, de su hambre?
En la experiencia humana “mística” de la “noche oscura”, la iniciativa es de Dios, y con el fin de purificación honda de las raíces de pecado en el espíritu de quien la padece. Ningún ser humano puede concederse a sí mismo una “noche oscura”.
Lógicamente, nada semejante se puede relacionar, referir, directamente a Cristo.
De otro lado, podemos ciertamente afirmar que Cristo ha vivido en Getsemaní todas las “noches oscuras” que están plasmadas en el dolor que se origina en el alma al vivirse separada y alejada de Dios. La “noche oscura” es, repetimos, fruto del pecado, no del pecado personal de quien la padece, aunque la haga suya por su unión con Cristo, sino del pecado de todos los hombres, y en la “noche oscura” se vive el dolor de la “redención”.
Esta vivencia es la expresión en el hombre de la división de Jesucristo entre el ser de Dios y el abismo del Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, aunque hemos de descartar que Dios Hijo viva una experiencia semejante en relación con Dios Padre, por la simple razón de que Dios no se oculta a Dios.
¿Por qué esta división? Lo veremos más adelante, descartemos ahora una opinión protestante algo extendida entre los cristianos.
Para Lutero, en la cruz se da una total y absoluta sustitución del hombre por Cristo. Cristo no solo toma sobre sí nuestros pecados, sino que se convierte Él mismo en pecado y en maldición. Jesús habría padecido el mismo rechazo y la misma desesperación que el condenado en el infierno. Es el reverso de la conocida fórmula simul justus et peccator, aplicada a Cristo: también Él habría sido al mismo tiempo justo y pecador.
¿Sustitución? No. Cristo se identifica con el hombre pecador, no lo sustituye. Ese concepto de “sustitución” apenas si es algo más que la “imputación jurídica” de la que ya hemos señalado sus limitaciones.
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Llegados a este punto, tenemos ya suficientes datos para seguir adelante.
Sabemos que el motivo del dolor es claramente el pecado del hombre. Sabemos también que Cristo desea redimirnos del pecado. Podemos ya tratar de comprender porque es dolorosa la Redención.
Cristo vive el pecado del hombre en la doble vertiente de ofensa a Dios y de daño y mal para el ser humano. Cristo, haciéndose pecado, y sin ser pecador, vive el mal del pecado en toda su plenitud, y en todas sus consecuencias. Y lo vive dentro de sí mismo, en la unidad de la Santísima Trinidad. Vive la ofensa a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, en su Yo divino, en su Persona, no sólo en su naturaleza humana, como ya hemos recordado.
Y vive la ofensa que el hombre se hace a sí mismo, que es en realidad el gran dolor de Dios hecho hombre, que ve que el hombre le abandona para seguir el pecado.
Estas razones de por sí podrían servir para explicar el porqué del dolor de la Redención,
Pero, además, Cristo vive y sufre la ofensa y el dolor causado por el hombre a Dios y a sí mismo; vive también, y a la vez, la inutilidad de su sacrificio, la esterilidad de su amor, para aquellos que a lo largo de los siglos van a rechazar su amor, su entrega, la redención que se les ofrece. Cristo vive en la perspectiva eterna de su vida, la desesperación de los condenados, y el “fracaso” de Dios en cada condenado.
Cristo viene a redimir, y sabe que la redención se va a realizar en su vida, en su muerte y en su resurrección. ¿Cómo puede soportar el que va a Resucitar, ser anunciador de la muerte eterna?
En Getsemaní Cristo vive el sufrimiento de los condenados y la imposibilidad de redimirlos, porque la omnipotencia de Dios encuentra de frente la libertad del hombre afirmada en rechazarle. Con Cristo, el tiempo es redimido en la eternidad. En el infierno, la eternidad es reducida a la muerte. Y Cristo vive y sufre en su alma, en su ser divino, el triunfo de la muerte sobre su Resurrección en cada uno de los condenados.
Cristo vive en Getsemaní y en la Cruz todas las “noches oscuras” de todos los santos, de todos los que sufren en amor a Dios Padre.
La razón del sufrimiento de Cristo
Cristo no sufre por ser rechazado; sufre por el mal que se hacen los pecadores, los obstinados contra el Espíritu Santo; y, porque, quienes se apartan de Él no gozan de la Redención. Cristo sufre por el dolor de Dios Padre al no poder dar a todas las criaturas la plenitud de la Redención de la salvación.
“Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón de nadie lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9).
Una persona que ama sufre no por algo que le afecta sola y personalmente a ella; sufre más bien por algún mal, algún dolor, que padece la persona amada. El sufrimiento que se centra en el propiodolor es egoísta e impropio de un verdadero amante. Una madre sufre por sus hijos, no por ella. El padre del hijo pródigo padece la miseria y las penas de su hijo, no por haber sido abandonado.
Cristo en Getsemaní es el amador del mundo que sufre. No sufre ni por la muerte que se le avecina, ni por los dolores de la pasión ya anunciada. Ni siquiera sufre por los pecados de los hombres, por la ofensa a Dios que los pecados comportan.
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Habiendo aclarado la realidad del sufrimiento de Cristo, podemos proseguir nuestro análisis preguntándonos que sentido tiene la petición de Cristo al Padre de que pase de Él el cáliz. ¿De qué cáliz se trata?
En la Escritura el cáliz se entiende como la ira de Dios por las ofensas de los hombres “Si alguno adora a la Bestia y a su imagen, y acepta la marca en su frente o en su mano, tendrá que beber también del vino del furor de Dios, que está preparado, puro, en la copa de su cólera” (Ps 75, 9 , Apoc 14, 10).
Es cierto que el alma de Cristo vive el juicio de Dios sobre el pecado. El sufrimiento en la Pasión de Cristo es una manifestación de la realidad del bien y del mal, en su perspectiva más objetiva y más allá de cualquier subjetivismo.
“Hecho pecado”, sabe que ese “cáliz” ha de beberlo para redimir el pecado. Podemos excluir, por tanto, que no ruega para que ese cáliz “pase de él”. ¿A qué cáliz entonces se refiere Cristo?
El “cáliz” que Cristo ruega que “pase de Él” no es el cáliz de su muerte. Tampoco es el cáliz de la ira de Dios, que es el cáliz de justicia que deja claramente diferenciados el bien y el mal.
Me parece que la respuesta es: Cristo ruega que “pase de Él” el tener que beber el cáliz del “dolor de Dios Padre”.
La humanidad de Cristo en Getsemaní vive el infinito abismo de la misericordia divina. Vive el dolor de Dios Padre por el mal que los hombres se hacen en el pecado. Dios no se preocupa de las ofensas recibidas. Se las recuerda a los hombres, para que no olviden nunca dónde está el bien y dónde está el mal, y se arrepientan: su corazón misericordioso siempre los acogerá.
Es por la compasión –padecer-con- de Dios Padre en el padecer de Dios Hijo, por lo que la humanidad de Cristo sufre hasta “el sudor de sangre”. El hombre Cristo está ante el dolor y la pena en la Santísima Trinidad. Es el rechazo de los hombres al amor de Dios Padre el cáliz de dolor que ha de beber Dios Hijo, y que le gustaría no tener que beber, no por el dolor del sufrimiento de las ofensas de los hombres a Dios Padre; sino por no ver sufrir a Dios Padre porque su corazón no puede derramar todo su amor en el corazón de los hombres, cerrados por el pecado.
Dios no puede ver realizado su sueño, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tim 2, 4).
Cristo sufre por el dolor de la persona amada, Dios Padre, que ha venido a revelar con toda plenitud al hombre. Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, como hombre sufre por Dios; como Dios sufre por el hombre; y sufre con gozo.
Si esta explicación es verosímil, ¿por qué, en la carta a los Hebreos se lee: “El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal, ruego y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente” (5, 7)?
Si Cristo ha de beber el cáliz, ¿en qué fue escuchado?; ¿hay contradicción entre “beber el cáliz”, y “ser escuchado”?
“Fue escuchado” en que la Cruz arrancará del corazón de los hombres el falso temor de Dios; en que la Cruz atraerá por el amor de Dios clavado en ella.
Cristo es escuchado cada vez que un pecador se arrepiente y hace penitencia: “Más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Luc, 15, 7-10).
Cristo no “se angustia” por el rechazo del hombre, ni por la muerte, ni por la tiniebla; “se angustia” por el vacío del hombre que Él ha creado y que le rechaza. Vive en todos los pecadores el “vacío de Dios” en su corazón; en todos los ateos el vacío de Dios en su inteligencia; en todos los que rechazan a Cristo, “sin saber lo que hacen”, el vacío de Dios en su memoria.
Cristo hombre vive, y sufre, la soledad de Dios Padre ante el don de su Amor rechazado por el hombre; Cristo vive y sufre la soledad del hombre que rechaza el amor de Dios Padre, y la soledad de Dios Padre en no poder abrir sus entrañas misericordiosas sobre el corazón de cada criatura: “Yo quise, y ellos no quisieron”.
Después de Getsemaní; Cristo cargará su cruz, llegará con ella al Calvario; y repetirá una y otra vez: “Perdónales, porque no saben lo que hacen”.
Con esas palabras, Cristo no está parando la cólera de Dios Padre contra los pecadores, porque el Padre ya ha perdonado en Dios Hijo, en Cristo Jesús, a todos los hombres. Cristo está sosteniendo la “paciencia de Dios”; está viviendo hasta “las heces del cáliz” su anhelo de que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” ¿Qué Verdad? Cristo, que ha venido a traer a la tierra el fuego del amor de Dios: el Espíritu Santo, para que ya no quede jamás una higuera estéril.
En Getsemaní Cristo baja a los infiernos con el dolor de no poder liberar a todos los que ya están definitivamente en las manos del diablo, en la lejanía de Dios. Libera al mundo del pecado. Y Él, que es el origen de toda vida, en Quien fueron creadas todas las cosas, todos los seremos humanos, se ve convertido en “el olor de la muerte que lleva a la muerte” (2 Cor 2, 16). ¿Podemos entender los hombres este dolor de Cristo?
Es en esta perspectiva donde podemos quizá vislumbrar entender el “contraste de voluntades”entre Dios Padre y Dios Hijo, que examinaremos con detalle después.
Lejos de ver la Pasión de Cristo como una “exigencia” de Dios Padre para “cancelar” las deudas del pecado y “restablecer toda justicia”, es posible pensar de esta otra manera.
En la unidad de la Trinidad, el Padre quiere vivir con el Hijo todo el dolor de la Redención, y no dejar por tanto sólo al Hijo en su sufrimiento. Cristo, a la vez, ruega al Padre llevar él solo el dolor, y que Dios Padre no sufra por la condenación de quien rechaza la redención que Él ofrece. Cristo ruega que pase de Él ese “cáliz”. El “cáliz” es el sufrimiento porque ese dolor de Dios permanece siempre en el corazón de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo.
Si esto es así, ¿cómo se entiende la queja de “¿Por qué me has abandonado?”
Quizá la respuesta está en las palabras de abandono de Cristo al Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Sólo Cristo puede “hacerse pecado”, ya que como hombre vive el pecado de toda la humanidad. Y en este “hacerse pecado”, Dios Padre no puede con-vivir con Cristo su sufrimiento. Dios Padre con-padece por la muerte; no puede con-padecer por el pecado.
Dios Padre quiere vivir con Dios Hijo la muerte que Dios no ha creado, para vencer la muerte. Dios Padre vivió con su Hijo la “redención de la muerte”, y lo dejó sólo en la “redención del pecado”. Es en ese instante en el que Cristo vive la soledad plena de los hombres santos ante Dios. Volveremos sobre este punto más adelante.
El abandono, la soledad, que Cristo Dios vive plenamente como Cristo hombre, le acercan si cabe más a Dios Padre; y surgen entonces de sus labios las palabras “en tus manos encomiendo mi espíritu”; señal de confianza plena en Dios Padre misericordioso, que Cristo en la Cruz enseña a vivir a todos los hombres.
Jamás está el hombre más cerca del amor de Dios que, después de sufrir la “noche oscura del espíritu” que vence al pecado, vence también todo temor al castigo, a la muerte, y entrega su alma serena y confiadamente a Dios.
Quien muere con Cristo, resucita ciertamente con Él.
Todo este texto son las páginas 37-65 del libro. Los títulos que aquí están en cursiva y en letra pequeña, se han convertido en capítulos. Al volver a leerlos, reconozco que el que considera “el olor de la muerte…”, que corresponde a la pág. 63 del libro, me ha estremecido. No pensaba haber llegado a tanto.
Además de los párrafos en negrita, te adjunto otros de páginas posteriores, en los que quedan mejor reflejados el sentido del sufrimiento y del dolor.
“En la lógica de la Encarnación y de la Redención, el sufrimiento de Cristo es inevitable. El sufrimiento de Cristo no es la consecuencia del pecado, sino el triunfo del amor de Dios que sufre, insisto, para hacer llevadero el sufrimiento de los hombres, y devolverles la esperanza”(pág. 70).
En torno a la unión de Dios Padre al padecer de Cristo, te copio dos párrafos de la pág. 73, que son los más claros:
“Dios Padre puede “con-padecer” la Pasión y Muerte para redimir la muerte; y quitar así para siempre el aguijón de la muerte. Dios ha creado al hombre y como Padre que ama entrañablemente vive con sus hijos, en Su Hijo, las consecuencias del mal que se ha provocado por el pecado: ese mal es la muerte.
Dios Padre no puede “con-padecer” con el hombre la acción del hombre en contra de Su Hijo, en contra de Dios: el pecado. “Hacerse pecado” con el hombre sólo puede vivirlo Cristo, porque sólo Él se ha encarnado”
Y para subrayar la unión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con el hombre, en el sufrimiento y en el dolor, te copio las págs. 76-77, que también me han sonado a nuevas, aun aceptando haberlas escrito.
“El Señor no deja solo al hombre ni en su pecado, ni en su dolor. Después del pecado, el hombre solo puede tener confianza en un Dios creador que sufra con él, y que sufre hasta los últimos frutos del pecado, que no lo deje solo nunca con su pecado, con su muerte.
En Getsemaní, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo manifiestan al hombre su amor, en el dolor de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, crucificado.
Dios Padre padece el amor sacrificado de Cristo, y sufre con Él; porque en Getsemaní, el amor al mundo que mueve el corazón del Padre para enviar al Hijo, se encuentra mudo, en silencio, ante el odio del infierno.
Parece poco acertada la afirmación de algunos autores que comentan que no hemos sido redimidos gracias a la muerte de Jesús, sino a pesar de ella, porque Dios no desea que los seres humanos sufran.
Es cierto que Dios no quiere que suframos y, a la vez, no quiere quitarnos la libertad para que no nos hagamos sufrir los unos a los otros. Dios contempla con dolor los sufrimientos que los seres humanos nos hacemos ofendiéndole a Él, y no obstante la muerte redentora de Cristo. El hombre tarda en descubrir que “Dios nos quiere felices en la tierra y en el cielo”, con palabras de Josemaría Escrivá.
Cristo nos redime, por tanto, no “a pesar de su muerte”. Cristo vive su muerte y redime nuestra propia muerte.
El amor comporta siempre sufrimiento. Nuestra pequeña capacidad de entender el amor de Dios se hace grande en el sufrir por amor, y en el amar sufriendo. Cristo no desea sufrir por sufrir, y acepta el sufrimiento para hacer vida sus palabras de que “Nadie ama tanto cómo aquel que da la vida por sus amigos”.
Y, por último, te copio ahora textos de las págs. 89-90, que centran la cuestión del sentido del dolor de Cristo.
“La tristeza de Cristo sólo puede tener su causa en algún dolor, en algún sufrimiento de Dios mismo. Ni siquiera en alguna posible y probable ofensa a Dios que comporta la acción humana pecaminosa, sino en el dolor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo por no poder comunicar al hombre el bien que le tienen reservado desde la creación, el bien para el que ha sido creado, y es amado por Dios.
Es por tanto el Amor, y no el pecado, lo que hace posible Getsemaní. Cristo sufre al ver que los manantiales de amor que saltan hasta la vida eterna, y que se abren en su Corazón traspasado en la Cruz, no llegan –por el rechazo del hombre- a saciar la sed de todos los seres humanos, no llegan a transmitir esa v ida que ha venido a traer en abundancia, hasta llenar de luz y de amor el corazón de la última criatura “hija de Dios en Cristo nuestro Señor”.
“Cristo sufre en Getsemaní porque es consciente de la omnipotencia de su amor redentor para redimir al hombre de su pecado y, a la vez, de la impotencia de su amor santificador, que no llegará a dar vida al corazón de muchos hombres.
No es el pecado la causa de la Pasión de Cristo, aunque ciertamente la Pasión de Cristo redime al hombre del pecado. No. Es su amor a los hombres, que lleva a Cristo a “con-padecer” con los hombres todos los sufrimientos que viven en la tierra, a consecuencia del pecado”.
Ernesto Juliá Díaz
(las citas son del libro del autor, “La agonía de Cristo en Getsemani”, ed. Cristiandad)