Dos frases de la Escritura me van a servir para dar cauce a esta breve reflexión sobre Judas Iscariote.
La primera es del Evangelio de San Juan: “Así que Judas salió, dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios ha sido glorificado en Él” (Juan 13, 31-32).
La segunda es de los Hechos de los Apóstoles, en ocasión de la elección de Matías al apostolado: “Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuál de estos dos escoges para ocupar el lugar de este ministerio y el apostolado del que prevaricó Judas, para irse a su lugar” ( 1, 24-25).
Aunque las dos frases están en lugares diferentes, y han sido escritas por evangelistas también diferentes, tienen una vinculación interna que las hace, en cierto modo, inseparables.
En el momento en el que Judas abandona el Cenáculo se puede decir que comienza a andar definitivamente el camino que le va a llevar “a su lugar”. Y al marcharse a “su lugar”, cierra la capacidad de abrirse a los nuevos horizontes que Cristo abre a los hombres. Se aísla de Dios.
¿Cuáles son esos “nuevos horizontes”?
Judas abandona el Cenáculo, y poco después el Señor promulga el “mandamiento nuevo”. Si cabe pensar –como hace el autor de esta Confesión, en la línea de pensamiento también de Santo Tomás y otros comentaristas– que Judas estaba presente en la institución de la Eucaristía, se hace más difícil suponer que también estuvo presente en el instante en el que Cristo abre plenamente su corazón y lo transmite a sus discípulos. Y, de hecho, no permaneció allí.
En efecto. Cristo está tratando de introducir al hombre en el “lugar” de Dios, en el “corazón” de Dios. La Encarnación del Señor quedaría muy reducida de sentido si no llevara consigo la inserción del hombre en Dios. Ya desde el comienzo del reflexionar teológico, los Padres de la Iglesia han comprendido bien esta perspectiva: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (San Atanasio).
¿Cuál es ese “lugar” al que se dirigió Judas?
Judas, abandonando el cenáculo, rechaza ese “inserción” en Dios, en Cristo, que lleva consigo el “mandamiento nuevo”; y se marcha definitivamente “a su lugar”. Podemos caer en la tentación de considerar ese “lugar” de Judas como el “lugar del hombre” con contraste con el “lugar de Dios”, aunque en Cristo y en los que son de Cristo ese contraste desaparece.
Nos parece más lógico, sin embargo, considerar que Judas es consciente de que Cristo es el “lugar de Dios en y con el hombre”, y “el lugar del hombre con Dios”. Judas es también consciente de esa nueva realidad, que Cristo instaura definitivamente en la historia del hombre, pero no la acepta. Prefiere ser el “lugar del hombre consigo mismo, lejos de Dios y sin relación con Dios”.
¿Busca Judas un lugar propio y exclusivo para el hombre? Mi opinión es que no. Judas sabe que ese “lugar”, en el que el hombre se “explique” a sí mismo, no existe.
Cabría pensar, sin embargo, lo siguiente: sabiendo que el hombre no tiene un verdadero lugar completamente autónomo e independiente; si podría, en cambio, querer “apoderarse”, del “ser como dioses”, en la reducida y falsa imagen de Dios, que el demonio inspira en la mente y en el corazón de quien aspira a ser “como dios”.
No parece, sin embargo, que Judas haya caído en semejante tentación.
Siguiendo este razonamiento, podemos considerar que Judas, al encontrarse de frente al verdadero Dios, y con la conciencia clara de que es de “verdad” el verdadero Dios, toma también conciencia de no poder reducirlo a su “imagen”. Le queda solamente una solución: “se va a su lugar”.
Judas tiene la clarividencia intelectual necesaria para darse cuenta de que el hombre no puede, en absoluto, “inventar” a Dios. Y, a la vez, tiene la misma clarividencia para darse cuenta de que no vale la pena “inventar” a Dios.
Esta sería la razón para afirmar que el “mandamiento nuevo” no es para él. Ese mandamiento lleva en su propia enunciación el compromiso de Dios de abrir el corazón del hombre, de modo que adquiera la capacidad de amar como ama Dios. El “mandamiento nuevo” es la glorificación de Dios en el hombre; es el triunfo pleno de la Redención en el pecador.
Aceptar el “mandamiento nuevo” conlleva que el hombre vive en él la glorificación de Dios.
Con esta perspectiva, y si esto es así, podemos responder a la pregunta tantas veces formulada a lo largo de los siglos.
Si los apóstoles estaban siendo formados para ser testimonios del “mandamiento nuevo”, ¿Qué sentido tiene la presencia de Judas en el ámbito de los apóstoles? Judas, como cualquier otro ser humano, pudo muy bien no haber existido. El hecho de que Dios le concede el vivir y le llame con nombre y apellidos a una misión, tiene que encerrar algún sentido. No cabe duda de que Judas tenía vocación de apóstol, había recibido una llamada a la que personalmente había respondido Sí.
Parece lógico afirmar que Dios no se equivoca, y que por consiguiente, Cristo no se equivocó al elegirlo. Judas, como cualquier otro ser humano ha existido en el lugar, en el tiempo y en las circunstancias queridas por Dios Padre para el bien de cada hombre; para su propio bien, por tanto.
¿Se equivocó Cristo al darle la luz necesaria a su inteligencia y a su corazón para que se convirtiera en Apóstol? Ciertamente, no.
Con respeto a la acción de Dios, podemos decir que Dios no se equivoca, y que todo lo hace bien; y a la vez, podemos afirmar también que no siempre alcanza el fin que se propone.
Pero aunque no alcance su fin, no cabe duda de que dentro de la lógica divina, nada de lo que acontece en el ámbito humano-divino es del todo estéril o inútil, y esto, con más rotundidad si cabe, desde que el pecado ha sido redimido. Por tanto, la vida de Judas, la presencia de Judas apóstol encierra un sentido.
Quizá sea suficiente decir, como respuestas a la pregunta, que la vida de Judas es una contraprueba de la libertad con la que actúa Dios, y del respeto a la libertad del hombre que mueve todas las actuaciones divinas.
De las causas y motivaciones del actuar de Judas, el autor deja al propio Judas explicarse en primera persona. A mi me toca solamente reflexionar para tratar de desentrañar el misterio del “irse a su lugar”, a la vez que me permito señalar al lector el Apéndice IV, de “La muerte del Mesias”, estudio bíblico de Raymond E. Brown, dedicado por entero a la figura de Judas.
Volvamos ahora al “mandamiento nuevo”, y su relación con el Iscariote.
El “mandamiento nuevo” viene a ser la indicación para poner en marcha todo el plan de redención de Cristo. Cristo, no lo olvidemos, es la Redención, no sólo el Redentor.
Como Redentor, Judas podía todavía entablar un diálogo con el Señor para intentar sonsacarlo. Sin embargo, en cuanto ve la plenitud de la Redención en la persona de Cristo, lo rechaza. No cabe diálogo. Sabe muy bien que aceptar el “mandamiento nuevo” es aceptar a Cristo.
Judas conoce la plenitud de vida de y en Cristo. Contemplando a Cristo solamente como Redentor –como ofrecedor de redención- todavía podía hablar de “buen ejemplo”, de “hombre excepcional”, de “servidor fiel”, y hasta de “amigo”, y cabrían, quizá, otras interpretaciones de su actuar, por no decir otros modelos a los que paragonar sus conductas.
Sabiendo que Cristo es Redención, es la Redención, es “el camino, la verdad y la vida”, Judas corta toda relación con Él; desaparece toda posibilidad de diálogo. Se va “a su lugar”; se “encierra en su lugar”; se “encarcela en su lugar”; bien consciente de que la Verdad es la que establece Dios. Judas no pretende “ser su propia verdad”, ni se le pasa por la cabeza siquiera establecer “una verdad”. En esto Judas nunca será del agrado del agnóstico, o del ateo, que pretenda verse a sí mismo como “verdad” para sí mismo.
No estar presente en la promulgación del “mandamiento nuevo”, e irse a “su lugar”, lleva consigo la señal clara de “no conversión”. Nadie se puede convertir a Cristo mientras persista en “su lugar”. Judas no se convierte; y podemos incluso decir que no se convierte a Cristo. No acepta la Redención. Judas, como ya hemos apuntado, es una manifestación de que Dios permite que su actuar con y en el hombre pueda quedar limitado por el mismo hombre.
Insisto, en las actuaciones de Judas queda expresado el respeto de Dios por la libertad del hombre.
Pero dentro del ámbito de las relaciones del hombre con Dios, podemos dar un paso más. El que Dios respete la libertad en llevar adelante el mal, no quiere decir que toda obra mala carezca de algún valor, sea absurda, no tenga sentido. La misma traición de Judas tiene un significado. ¿Cuál?
Nadie traiciona a “nada”. Nadie traiciona a “nadie”.
En la perspectiva de su libertad, Judas ha podido reaccionar de diferentes maneras.
En el texto, Judas confiesa como actuó y da su propia explicación de su actuar. No podemos negar, de otra parte, que las acciones del hombre pueden ser contempladas desde fuera de él mismo, con otra perspectiva que la de las motivaciones de su hacer. Y esto es lo que pretendo.
Judas pudo abandonar a Cristo sencillamente, como hicieron los que se fueron de su lado ante el anuncio de la Eucaristía, y quizá tantos otros que lo siguieron un tiempo y se alejaron después. No le abandona, y tampoco le niega. En este sentido, Judas no hace una afirmación de ateismo. Podría haber negado a Cristo tranquilamente, y dejarlo.
Si Judas no hubiera creído en la divinidad de Cristo, no lo habría traicionado. Si Judas hubiera sido consciente de estar delante solamente de un hombre, no hubiera actuado como lo hizo.
Teológicamente, quizá no sea muy osado afirmar que Judas comporta también una contraprueba de la divinidad de Cristo; y señala el límite de la acción del hombre contra Dios. El hombre puede traicionar a Dios; no puede negarle.
Por eso Judas es un personaje también molesto para un ateo. Si se hubiera marchado desentendiéndose de la muerte de Cristo, hubiera pasado inadvertido sin más. Al traicionarlo, manifiesta la impotencia del hombre ante Dios: no puede pasar sin hacer referencia a Él; en palabras pobres, el hombre no consigue nunca “quitarse de encima a Dios” y tampoco liberarse del deseo de “apoderarse” de alguna “imagen de Dios”.
Además de lo señalado hasta ahora, y para seguir tratando de desentrañar el sentido de la traición, hemos de preguntarnos:
¿Por qué es glorificado el Señor con la marcha de Judas?
No ciertamente por alejarse un pecador, ya que Cristo se ha hecho a sí mismo pecado, y su gloria está en que el pecado sea vencido en todo el hombre, en todo hombre; en el arrepentimiento y en la conversión del pecador.
Glorificado, no en el triunfo de su amor sobre el endurecido corazón del apóstol traidor. Cristo es glorificado en la traición de Judas; porque esta traición ensalza majestuosamente al “traicionado”. ¿En qué sentido?
Si alcanzamos a responder a la pregunta ¿Por qué lo vende?, quizá lleguemos a penetrar ese “sentido”.
La venta es el último intento de Judas de manejar a Dios, de comprarlo, de convertir a Dios en una mercancía. Y lo vende al Sanedrín, autoridad eclesiástica, espiritual, si se prefiere, contrapuesta a Cristo, y la única verdaderamente llena de sentido hasta ese momento.
Judas ha podido entregar a Cristo a la autoridad civil acusándole sencillamente de alterar el orden, y alegar, por ejemplo, que ponía en peligro la estabilidad del poder político. No lo hace así, y quizá no sólo por ser los romanos extranjeros no queridos, sino más bien, para aprovechar la oportunidad de vincularse de nuevo al Dios hasta entonces conocido en el ámbito judío, y tal y como lo había conocido en su pueblo; y a las personas que lo representaban según la Ley.
Judas no rechaza a Cristo. No lo niega, deja de esperar y por consiguiente no lo ama. Vendiéndolo, intenta la plenitud del pecado; como si Dios se pudiese convertir en una mercancía manipulable.
En esta acción de Judas queda patente también que el mal influye sobre la inteligencia humana, pero no la obnubila. Si el gran pecado de la traición hubiera dominado la inteligencia de Judas, no habría reaccionado tirando las monedas de la traición sobre el suelo del templo. ¿Por qué lo hace?
Es el momento de la gran soledad de Judas en la tierra. Él ha rechazado a Dios, y ve como su referencia “divina-eclesiástica” lo rechaza a él. Conocido Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nadie, tampoco Judas, puede volver a su antigua imagen de Dios.
Judas se convierte en el hombre que, sin Dios, y después de “vender” a Cristo, pierde todas las raíces en el cielo y en la tierra; ya no encuentra “lugar” para él, ni en el cielo ni en la tierra.
Quizá se pueda pensar que ningún suicidio ha sido tan pleno, tan fríamente decidido, tan libremente realizado, y por todo esto, tan lleno de rechazo de Dios, como el de Judas.
La actuación de Judas, ciertamente, es un hecho que deja patente ante cualquier hombre la inutilidad de pretender reaccionar frívolamente ante la gravedad del pecado.
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Como judío, la esperanza del Mesías entraba en el horizonte mental y espiritual de Judas. Y como hombre de su tiempo, vivía también la tensión de la “espera” del Mesías. Judas es el hombre consciente de que a Cristo o se le acepta o se le rechaza en toda su plenitud. No cabe reducción alguna; ni tratar de llegar a acuerdos.
Judas será, por tanto, y siempre, un punto de referencia para todo ser humano que se encuentre con Cristo.
Quizá no esté demasiado fuera de lugar afirmar que a personas que nada quieren saber de Cristo, les hubiera gustado que Judas no hubiera jamás existido. Podrían haber pensado que para ellos todo hubiera sido más fácil.
Y no sólo como testimonio de Cristo por contraste. Judas, en último término, es un aldabonazo al mundo; un recuerdo vivo para que nadie llegue a tranquilizar su espíritu, pensando que a Dios se puede tratar con frivolidad.
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Soy consciente de que a esta reflexión sólo puede seguir el silencio, el recogimiento interior. Y en el silencio, formular a Judas, y no al mismo Dios, una pregunta, sin esperar respuesta: ¿Por qué?