El anochecer estaba abriéndose ya camino. Para concluir unos trabajos, entré en una habitación amplia y bien aireada, que servía de despacho múltiple. En un ángulo, a la luz de un crepúsculo ya iniciado, Josemaría Escrivá estaba solo, en silencio, recogido en sus pensamientos, en sus oraciones.
Hice ademán de marcharme y no interrumpir aquellos instantes de sosiego. Josemaría Escrivá me sugirió que me quedase con él, que le hiciese compañía.
Pasaron apenas unos minutos, y comenzó a hablar y a hacerme partícipe de sus reflexiones. Estaba considerando el pasaje del Evangelio de San Lucas, que recoge la reacción y las palabras de Pedro, arrodillado ante Cristo después de la primera pesca milagrosa: “Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador”.
Josemaría Escrivá comentó que comprendía el estado de ánimo de San Pedro, deslumbrado por el milagro que acaba de contemplar, y a la vez, se daba cuenta de que él no podría decir al Señor nada semejante. La razón era clara: si se alejaba de Cristo, que era la Palabra y tenía palabras de vida eterna, ¿a quién iría?
Josemaría Escrivá ha sido un hombre que ha deseado, que ha buscado, y a quien se le ha concedido, donado, caminar con Cristo por los caminos de la tierra, todos los días de su vida. De “contemplativo itinerante”, le calificó Juan Pablo II el día en que lo beatificó.
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Los hombres, sus vidas y sus gestas, pueden ser contemplados y estudiados desde muy diferentes puntos de vista. Aunque no desde cualquier ángulo de observación se consigue la perspectiva y la visión más adecuada.
Alcanzar una visión completa, definitiva y adecuada de un ser humano está fuera de las metas que otro ser humano pueda conseguir.
La variedad de los hombres y de las mujeres es grande y ninguna clasificación llegará jamás a incluirlas todas. No parece arriesgado, de otro lado, afirmar que hay personas que pueden ser vistas y analizadas con unos parámetros de orden social, económico, cultural, político, artístico, etc., y quizá la perspectiva que se consiga llega a ser aceptable para un buen entendimiento del personaje.
En otros casos se hace necesario subrayar más algunas características personales, de nación, de familia, etc., para hacernos con el perfil, al menos, del personaje.
Y existen también otros seres humanos a los que sólo vale la pena tratar de analizarlos y de contemplarlos con los ojos de Dios; con la mirada con que Dios los ha visto en su mente, desde la eternidad y, después, ha seguido sus pasos desde su presencia en la tierra.
Dejando aparte, como es obvio, a la Virgen Santísima y a San José, a los apóstoles y, en especial a Pedro y a Pablo, no sería difícil incluir entre esos hombres a Agustín de Hipona, a Benito de Nursia, a Bernardo de Claraval, a Francisco de Asís, a Tomás de Aquino, a Juan de la Cruz, a Teresa de Jesús, Teresa del Niño Jesús; hombres y mujeres que Dios ha preparado y ha enviado al mundo para dejar una huella honda entre los demás hombres, porque les ha encargado de ayudar a los demás a descubrir nuevas luces, nuevos fulgores, de la insondable riqueza escondida en Dios. Estos hombres y estas mujeres lanzados, más que enviados, al mundo han alimentado todo su vivir con apenas otras fuentes que no fuesen la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Josemaría Escrivá fue uno de ellos. Y como a los demás, también a él Dios encomienda una misión dentro de la Iglesia que dejará honda huella en la Iglesia y en el mundo –que en la mente de Dios forman parte de un mismo proyecto, de una misma historia- hasta el fin de los tiempos.
¿Qué huella? Nadie está en condiciones ni siquiera de lanzar cualquier pronóstico, y mucho menos de analizar todos y cada uno de los pormenores de los rastros que estos hombres dejan a su paso por la tierra. ¿Quién podría pensar que Francisco de Asís iba a inspirar a Dante y a Giotto, y a hacer divina la humana pobreza?, ¿quién podría adelantar que Teresa del Niño Jesús iba a ser venerada en las misiones de todo el mundo?, ¿quién puede vislumbrar a quien y cómo inspirará Agustín de Hipona, una vez agotada la primera luz en torno a la Cristiandad, que los hombres han extraído de su obra?
La dimensión de este trabajo nos ahorra la tarea de lanzarnos a buscar hipótesis plausibles para elucubrar sobre la posible influencia de la vida y de las obras de Josemaría Escrivá a lo largo de los siglos, y nos limitaremos a tratar de responder –y de manera un tanto limitada- a la primera cuestión que surge de lo hasta ahora dicho:
¿Cómo conseguir ver a Josemaría Escrivá con los ojos de Dios, y a la vez, gozar también nosotros de la bondad y de la grandeza de Dios, que gozó él?
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Hace ya un buen número de años, paseando por el Lungotevere Mellini, con el Castel Sant’Angelo en la perspectiva, y la cúpula de San Pedro como telón de fondo, comentaba con un amigo la belleza de las “Florecillas”. Relatos breves que habían servido, y continúan sirviendo a lo largo de los siglos, como principales cauces para transmitir, de generación en generación, la singular riqueza humana y sobrenatural de Francisco de Asís.
-¿Por qué no os animáis a hacer algo semejante con Josemaría Escrivá?, me preguntó mi amigo.
No me cupo la menor duda sobre la conveniencia y oportunidad de mi respuesta; y todavía hoy pienso que tiene validez:
– Cada personaje, y cada santo, en este caso, requiere una propia presentación, un cuadro adecuado. Si cada ser humano es irrepetible, también son irrepetibles sus actuaciones, sus gestos. San Francisco, proseguí, llevó a cabo gestos que encerraban un germen de leyenda. Josemaría Escrivá, ni abandonó en público sus vestiduras, ni se entrevistó con ningún Sultán en la esperanza de convertirlo y hacer posible que se acabasen las cruzadas, ni se sentó sobre unas esteras, en el duro suelo, con cuatro o cinco mil de sus seguidores, ni se marchó a ningún monte en solitario, y sus manos permanecieron intactas hasta el fin de sus días. Además, tampoco era muy amigo de los animales, aunque apreciaba la belleza escondida en la naturaleza, en el firmamento, en la obra de la creación.
Mi interlocutor escuchó en silencio las objeciones presentadas, pero no pareció estar muy conforme con ellas.
– De acuerdo; pero permíteme una consideración. Quizá no es trate de escribir otras “Florecillas”; como a nadie se le ocurriría redactar de nuevo la Odisea, ni el Quijote.
Pero no me negarás la importancia de conseguir que a hombres que han llevado a cabo una gran labor dentro de la Iglesia, y Josemaría Escrivá es uno de ellos, se les reconozca por algunos detalles que les acerquen más a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos. Fíjate, insistió, que hasta el mismo San Agustín es más conocido por su diálogo con el ángel a propósito de las aguas del océano, que por sus comentarios al Evangelio de San Juan.
Al cabo de los años, y después de darle algunas vueltas a las consideraciones de mi amigo, he tratado de buscar una solución al problema, si realmente lo era. El diálogo de San Agustín con el ángel, y el vaso que no podía contener las aguas, no pasaba de ser una anécdota convertida en leyenda, dentro de una vida algo aventurada hasta la muerte de su madre en Ostia. Su conversión, además, era materia más que suficiente para sostener cualquier tipo de “florecilla”, y él mismo, de otra parte, se había encargado de hacerlo con sus “Confesiones”.
La existencia de Josemaría Escrivá, sin embargo, no daba pie a ninguna de esas creaciones imaginativas, y no son muy abundantes los textos de sus escritos en los que él hable de sí mismo. Toda su vida entra dentro de la más pura y sencilla normalidad de un cristiano, que transcurre sus días en su propia casa, viaja de vez en cuando, se encuentra en ocasiones con amigos y conocidos, comparte su tiempo con las personas que se le acercan.
Y sin embargo, hay una frase de Josemaría Escrivá que parece una invitación a lanzarse a la aventura de escribir algo semejante a unas “florecillas”.
¿Cuál?
– “Os aseguro que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intranscendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la transcendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día” (Conversaciones, n. 116).
Esa frase tomada literalmente encierra, en mi opinión, un pequeño engaño: ¿por qué ha de convertirse en endecasílabos la prosa ordinaria? ¿Acaso la prosa ordinaria no tiene belleza, no es arte, no es santificable? Si la prosa ordinaria, la escritura más corriente, la vida más normal no es santificable, el Opus Dei carece por completo de ninguna razón para existir, y tampoco Josemaría Escrivá tiene el menor sentido dentro de la Iglesia.
¿Qué quería entonces decir Josemaría Escrivá con esta frase?
Sencillamente, que el cristiano se enfrente a la tarea de descubrir la riqueza sobrenatural escondida en las cosas más pequeñas, en los acontecimientos más normales y corrientes de la vida. La tarea es digna de un artista, y está al alcance de todos.
En esta perspectiva y para expresar esos descubrimientos, para hacer brillar esos diamantes ocultos, quizá unas “florecillas” muy distintas de las franciscanas, puedan ser oportunas y hasta necesarias. No lo sé. Me limito ahora a recordar una frase suya que siempre me llamó la atención, y que he vuelto a considerar con frecuencia a lo largo de los años:
-“Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero que responderíamos si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey” (Es Cristo que pasa, n. 181).
¿Dan estas palabras el tono que pudieran llegar a tener esas posibles “florecillas”?
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Aclaro ya desde ahora que en estas breves páginas me ocuparé con preferencia de la persona; no de la obra, o mejor, no del contenido de la obra que Josemaría Escrivá llevó a cabo en la Iglesia, y en el mundo. Es cierto que Josemaría Escrivá de Balaguer está unido al Opus Dei en cuerpo y en alma; es cierto que Dios le ha dado vida para que fuera el fundador del Opus Dei; y es cierto también que él ha vivido siempre con el deseo de vivir en y con Dios, de vivir en y con la Iglesia, siendo Opus Dei.
Cuando al final de sus días en la tierra, comentaba de sí mismo que él se veía como “un trapo sucio, enarbolado por Cristo como banderín de enganche”, venía a subrayar que el mejor modo de conocerle era el de descubrir la razón por la cual él ha existido en la tierra, la razón que sostuvo sus luchas, sus triunfos, sus fracasos, sus virtudes, la razón a la que ha servido con todas sus energías: la llamada recibida de Dios, para hacer el Opus
Dei en la Iglesia; o sea, ser “un banderín de enganche” y no sólo para una determinada institución de la Iglesia, sino a “la llamada universal a la santidad”, para recordar a todos el deseo de Dios de venir y de hacer morada en cada ser humano, y de vivir con cada uno sus penas y sus alegrías, sus triunfos y sus fracasos, su amor.
El 2 de octubre de 1928 era un día preparado por Dios para llevar a cabo un nuevo gesto, que permitiría descubrir algunas riquezas ya desveladas en la Encarnación de Cristo, pero que todavía no habían sido conocidas por los hombres en la amplísima variedad de perspectivas adecuadas. Y siguen quedando todavía muchas riquezas por desentrañar.
Dios necesitaba un hombre que reuniera, al menos, estas condiciones: un poco de Fe en Dios Padre, para creer en una nueva locura Suya; un poco de Amor a Dios Hijo, para estar dispuesto a dar su vida por Él; una gran esperanza, que le llevara a vivir en docilidad al Espíritu Santo, para poder repetir a lo largo de sus años en la tierra el “Hágase en mí según Tu palabra”. Un hombre, en pocas palabras, dispuesto a no dejar de asombrarse ante Dios en la tierra, hasta verlo cara a cara en el Cielo.
¿Es demasiado osado pensar que Dios preparó ese hombre en Josemaría Escrivá? Pienso que no.
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Antes de seguir adelante vale la pena hacer un parón para dejar claro que Josemaría Escrivá es incomprensible, cualquiera que sea el punto de vista desde el que se le mira, sin esa dependencia de Dios, que le constituye en su ser y en su misión; y sin la intervención y ayuda de la Virgen Santísima –a quien veneró con renovada ternura cada día, y a quien acudía solicitándole un lugar en su regazo para poder dormirse en abandono de niño-, y mucho menos inteligible fuera de la Iglesia Católica.
Un hombre sorprendido por su propia fe.
Josemaría Escrivá fue un hombre de fe, de una fe que le llevó a estar pendiente de Cristo desde el primer momento en el que sintió cercanas las pisadas del Señor que le buscaban, hasta el último momento de su vida. Josemaría Escrivá había visto crecer en su alma de hombre joven la acción de la gracia divina, que lo iba preparando para recibir “algo”. En sus preguntas, en sus clamores -”ut videam, ut sit”, “que vea”, “que sea”- se escondía el clamor de su fe, consciente de que a Dios no siempre es fácil entenderle, y una vez entendido, es preciso crecer siempre en la fe para llevar a cabo lo que Él desea.
“La acción del Espíritu Santo pude pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”(Es Cristo que pasa, n. 130).
Y así se refiere a los comienzos del Opus Dei: “La Obra no se basa en el entusiasmo, sino en la fe. Los años del principio –largos años- fueron muy duros, y sólo se veían dificultades. El Opus Dei salió adelante por la gracia divina, y por la oración y el sacrificio de los primeros, sin medios humanos. Sólo había juventud, buen humor y el deseo de hacer la voluntad de Dios” (Conversaciones, n. 68).
Sorprendido por esa fe vivió hasta el final, siempre con el oído atento y la voluntad dispuesta para seguir las inspiraciones de Dios. Tres breves y sencillos momentos de uno cualquiera de sus días, pueden servirnos para asomarnos a su vida de fe en la normalidad cotidiana.
Con los ojos ya cubiertos por cataratas que tardaban en formarse del todo, apenas distinguía la luz del Tabernáculo desde el lugar que ocupaba en el Oratorio, e hizo un acto de fe, repitiendo en voz alta al Señor que creía en su presencia real en la Eucaristía más que si sintiera el aroma de sus vestidos, más que sintiera el palpitar de su corazón, más que si viera su rostro con sus propios ojos.
El hecho que narro ahora ocurrió durante una reunión en la que participábamos unas diez personas; todos sentados en torno a Josemaría Escrivá. Las dos habían apenas sonado, y la luz de un incipiente atardecer romano, llenaba la sala aquel mediodía de invierno. Cada uno llegamos con la carga de una mañana de trabajo más atareada que de costumbre, y después de una comida más frugal que suculenta. Yo me senté dispuesto a escuchar lo que los demás hablasen y con pocas ganas de intervenir en la conversación.
Después de los segundos necesarios para acomodarnos, y en la espera de una palabra que abriese el diálogo, la voz de Josemaría Escrivá comenzó a oírse. Era apenas un susurro, que se desgranaba pausadamente, como si ninguno de nosotros estuviese allí, como si su mente, su corazón buscasen morada más allá del tiempo y del espacio, y todo su ser se encontrase de pronto ante Cristo crucificado.
Durante unos veinte minutos sus palabras trataron de describir la posición de Cristo en los momentos de su agonía. El ceder el cuerpo sobre el costado derecho o sobre el costado izquierdo; el cambio de posturas que el desgarramiento de los clavos podía provocar en todo el cuerpo del Señor, en el doblarse de sus piernas, en el ahogo de sus pulmones.
El silencio inundó todo el ambiente; y ni siquiera lo resquebrajó una lejana llamada de teléfono. Cuando Josemaría Escrivá terminó de hablar, el mutismo de todos acompañó el eco de sus palabras, como si en aquel instante nos uniésemos a la consternación del
Cielo ante la muerte de Cristo en la cruz, al asombro apenado de los apóstoles al contemplar a Cristo crucificado en la tiniebla de la noche del Calvario.
Esta vez todo aconteció en mi lugar de trabajo. Eran las cuatro y media de la tarde. Yo me encontraba solo en el despacho, concentrado en hallar la mejor solución a un normal asunto del trabajo, aprovechando la quietud del instante, y la soledad. Josemaría Escrivá abrió la puerta de la habitación sin el menor ruido, y tomó asiento frente a mí, en la misma mesa del despacho. Sin abandonar mi ocupación traté de seguir sus movimientos con la mirada, sin decir palabra, respetando su silencio. Apoyó un instante su cabeza sobre la mesa, como si se dispusiera a descansar un rato, pero apenas pasaron unos segundos ya estaba de nuevo erguido y, sentado, comenzó a hablar.
El tema central y único de sus reflexiones fue el Cielo. Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. La alabanza, la adoración, el asombro de un hombre que se maravilla del amor que la Trinidad Santísima vuelca en su corazón, y no encuentra otro camino de corresponder que propagar este amor de Dios por todo el mundo. Yo asistía callado al abrirse de su corazón, y prestaba más atención a toda su persona que a sus palabras. El fluir de sus consideraciones era tan natural como su propio respirar. Pausado, mantenido, sin trabas, sin necesidad de vencer ninguna resistencia para encontrar la palabra adecuada a medida que avanzaba la contemplación.
Y con la Santísima Trinidad, la siempre Virgen María coronada por el Padre y el Hijo en la plenitud de Gracia del Espíritu Santo. Los Angeles y Arcángeles, y en unión de alabanza con los Coros celestiales, los santos y las santas. Josemaría Escrivá daba la impresión de encontrarse en medio del Cielo, en un adelanto de la resurrección de la carne.
Las agujas del reloj habían recorrido un cuarto de hora en aquellos instantes en los que el tiempo era apenas mensurable. Sonó el teléfono. Alguien preguntó si estaba allí Josemaría Escrivá. Al sonido del teléfono, Josemaría Escrivá dejó de hablar, y tras un rato de recogimiento preguntó quién llamaba. Le expliqué. Otro momento sin hablar, y levantándose añadió: “Ernesto, se acabó el encanto”. Y se fue.
Con esta fe, que fue creciendo en su alma hasta el final de sus días, Josemaría Escrivá mantuvo viva la disposición de escuchar a Dios, de confiar en Él y de llevar a la práctica lo que veía ser exigencia divina.
Dios no contempla los acontecimientos históricos de los hombres como los observamos nosotros. Sabemos sus planes de creación, de redención, de santificación del hombre, de “todo” el hombre, y de “todos” los hombres; pero no conocemos su mente en el desarrollo de esos planes, ni el modo divino para ir desvelando a lo largo de la historia humana la riqueza insondable escondida en Cristo Jesús.
Y en este su actuar libre y tantas veces inesperado, Dios sorprende a los hombres. ¿Era una novedad el Opus Dei? Sin duda alguna; y quizá más que una novedad, fue una auténtica sorpresa que Dios quiso dar al mundo, y el primero que recibió la “sorpresa” fue el mismo Josemaría Escrivá. Para llevar a cabo una acción semejante, necesitaba un hombre capaz de “gestionar” una sorpresa semejante.
¿Que quería Dios? Y subrayo la pregunta, porque es patente que Josemaría Escrivá jamás hubiera “inventado” el Opus Dei. Ni inventarlo, ni descubrirlo, y mucho menos imaginarlo; ni humana ni espiritualmente; no obstante la agudeza de ingenio y la hondura de inteligencia de que gozaba, y la formación teológica y espiritual de que disponía. El ser consciente de esa verdad le acompaño a lo largo de toda su vida: le fortaleció, le alegró, le consoló.
¿Por qué sorpresa, por qué novedad? ¿Era una novedad el Opus Dei? En 1928, como hoy, como en 1342, o en 2078, y también el año 2525, la novedad es y será siempre
Cristo Jesús, Señor nuestro, Hijo de Dios, Perfecto Dios y perfecto hombre. Jamás el hombre agotará la novedad de Cristo, de la Encarnación del Hijo de Dios.
¿Por qué es importante en la Iglesia, Josemaría Escrivá? ¿Por qué Pablo VI, un papa que amó entrañablemente a Josemaría Escrivá, dijo de él que había sido uno de los hombres que más carismas había recibido del Cielo?
Adelantando una respuesta, diría que la clave de esta importancia está en la docilidad ante Dios, docilidad crecida en la fe, para ir plasmando paso a paso, venciendo a la vez sus propios juicios, la plena realidad del Opus Dei, tal como Dios lo quería. Y
Dios, con las luces del espíritu que le estaba transmitiendo, fue ayudando a su inteligencia para ir abriéndose paulatinamente a la luz: 2 de octubre de 1928; 14 de febrero de 1930; 14 de febrero de 1943.
Esa fe le sostuvo y le hizo firme en su tarea, que fue llevando a la práctica poco a poco, paso a paso. Tarea, misión, que vamos a ponderar muy sucintamente aprovechando unas palabras del Card. Ratzinger, para ver mejor a Josemaría Escrivá como hombre de esperanza, de caridad.
Ratzinger habla de Josemaría Escrivá como de “un don Quijote”, por aventurarse a “enseñar en el mundo de hoy la humildad, la obediencia, la pureza, el desprendimiento de los bienes, la magnanimidad”.
Ciertamente esas palabras corresponden a la verdad; y es también cierto que hay que leerlas bien para entender al beato Josemaría Escrivá, porque se pueden aplicar a cualquier cristiano que trate de vivir con coherencia su Fe en Jesucristo Hijo de Dios vivo. Si su misión hubiera sido ésa, toda su grandeza habría consistido en haber llegado a convertirse en un buen predicador, en un buen vangelizador, como sin duda lo fue.
El horizonte y la perspectiva de la “quijotada” de Josemaría Escrivá llevan escondida una dimensión mucho más amplia, y significativa vinculada a la “sorpresa” que Dios quería transmitir, y que el mismo Cardenal no dejó de subrayar en la misma ocasión, en la Eucaristía del 19 de Mayo de 1992, en honor del recién proclamado Beato.
“Josemaría Escrivá fue un heraldo de Cristo: el único camino digno del hombre. Su predicación era una invitación ardiente, dirigida a todos los cristianos, para que abriesen de par en par las puertas de su propia alma al Señor; para que supiesen comprender y aceptar el sentido vocacional de su existencia cristiana; para que colaborasen en la misión evangelizadora de la Iglesia”.
Los subrayados son míos, y he subrayado esas frases porque recogen el núcleo del espíritu -no de unas labores y trabajos concretos que debería realizar: hospitales, colegios, etc.-, con el que Dios sorprendió a Josemaría Escrivá, y le encargó transmitir a todos los hombres, y desde el seno de la Iglesia, al moverlo a fundar el Opus Dei.
Por su fe, por su docilidad, Dios encontró en el alma de Josemaría Escrivá las condiciones requeridas para desarrollar la semilla que Él mismo había plantado en su corazón al crearle, y que le ha llevado a ese triple descubrimiento:
a) el abrir de par en par el alma al Señor; y no sólo el alma, todo su ser, trajo consigo ver con nueva luz la realidad de la Gracia -”verdadera participación de la naturaleza divina en el hombre”-; y descubrir la cercanía de Dios, cercanía que Josemaría Escrivá vivió con un profundo sentido de filiación y de libertad.
b) el comprender y aceptar el sentido vocacional de la existencia cristiana, con el vuelco tan grande que llevaba consigo del concepto de vocación, hasta entonces dado ya casi por completamente adquirido en la espiritualidad cristiana; le llevó a dar sentido a cualquier quehacer humano sobre la tierra, y muy especialmente, a vivir la cercanía de
Dios en cualquier condición de la existencia humana: trabajo, descanso, vida social, familia, etc.; sin necesidad de establecer condiciones de espacio o de tiempo especiales.
Todos los caminos de los hombres en la tierra pueden llevar al cielo, porque en todos ellos transita Cristo.
c) al ver a todos los cristianos como protagonistas en la misión evangelizadora de la Iglesia; el fundador del Opus Dei entendió que esa misión iba unida inseparablemente al deseo de santidad, de vivir “con Cristo, por Cristo, en Cristo”, que late en la raíz de la vida cristiana, desde que Cristo nos indicó: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. Sólo llevando en sí mismo la vida de Cristo, el cristiano podría ser evangelizador.
Es oportuno aclarar lo siguiente. Es cierto que ninguna de estas tres grandes luces cristianas se manifestaron claramente por vez primera en la historia del cristianismo en la predicación y en la vida de Josemaría Escrivá. Estaban escondidas en la Encarnación de Cristo, y desde entonces, en el seno y en el vivir de la Iglesia. La originalidad que el Espíritu Santo inspiró a Josemaría Escrivá fue la de engarzarlas, y fundar el Opus Dei, como un camino específico -dentro de la Iglesia- de vivirlas con espiritualidad propia, y para que su fulgor ni se apagase ni languideciese en el mundo.
Su fe viva le llevó a ser él primero en creer en la nueva realidad sobrenatural que la luz de Dios le descubrió.
Un hombre llamado en su esperanza
Desde el primer momento, se dio cuenta de que no podía quedar pasivo ante una invitación tan perentoria; y se descubrió llamado personalmente a vivir lo que se le había comunicado; y vivirlo en cualquier circunstancia y en cualquier momento de su existencia. Una decisión semejante sólo podía ser tomarla en esperanza, y en esperanza vivió a lo largo de su vida, llevando a su pensamiento y a su corazón las palabras de San Pablo a los Romanos, que usó frecuentemente en su predicación: “Que el Dios de la esperanza os colme de toda suerte de gozo y de paz en vuestra fe, para que crezcáis siempre más y más en la esperanza, por la virtud del Espíritu Santo” (Rom 15, 13).
Dios sostiene por caminos muy diversos la esperanza de las personas a las que encarga una tarea especial en la Iglesia y en el mundo. ¿Cómo lo hizo con Josemaría Escrivá?
Abriendo un día su alma en una reunión con miles de personas en Argentina, y lo había hecho antes y repetido después en muchas ocasiones, comentó cómo y dónde había encontrado la fortaleza que necesitaba su esperanza: entre los enfermos de los hospitales de Madrid, y entre los pobres de los barrios, entonces periféricos de la ciudad: hablando, consolando, atendiendo a pobres vergonzantes que apenas disponían de nada.
Josemaría Escrivá entiende que esta cercanía de Dios a cada hombre es la primera, y más inmediata, consecuencia de la Encarnación. Es una cercanía que se realiza en Cristo, en hacernos conocer nuestro nuevo modo de ser “hijos de Dios en Cristo”, raíz de toda la esperanza cristiana.
“Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado…Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos” (Camino,. n. 267).
Él vive de acuerdo con esta luz que le ha dado el Señor, tratando de descubrir esa cercanía de Dios como una cercanía familiar, y con la confianza plena y la libertad de un hijo con su Padre. Y esa cercanía familiar origina una atmósfera en su espíritu que llena toda la vida del hijo.
Cercanía de Dios que Josemaría Escrivá, consciente y gozoso de “participar de la naturaleza divina”, que eso es la Gracia, vive con un redescubierto espíritu de ser “hijo de Dios”, espíritu del que él mismo afirma: “La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei” (Es Cristo que pasa, 64). Filiación divina que es “una verdad gozosa, un misterio consolador” (ib. 65). Y subraya: “Todos los hombres son hijos de Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con El que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!” (ib. 64).
Una nueva luz para leer el Evangelio, le descubrió más y más facetas de esa “cercanía” de Dios. Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, había dicho San Agustín.
A Josemaría Escrivá le correspondió la misión de rastrear esa cercanía en todos los rincones de la tierra. No por azar habla de los sacramentos como “huellas de Cristo”, y este párrafo del Decreto sobre el ejercicio heroico de las virtudes, del 9 de abril de 1990, habrá sido especialmente de su agrado:
“Entre la variedad de caminos de santidad cristiana, la vía recorrida por el Siervo de Dios (Josemaría Escrivá) manifiesta, con particular transparencia, toda la radicalidad de la vocación bautismal”. La novedad del Opus Dei y la sorpresa de Dios venía de antiguo: la realidad santificadora de los sacramentos, de los siete sacramentos, sin excluir ninguno, que Josemaría Escrivá recibió una luz especial para recordarlo a los cristianos, y que los cristianos saborean de manera particular cuando los reciben con la conciencia de ser hijos de Dios.
¿Dónde encontrar al Señor cada día? ¿Cómo abrir de par en par las puertas del alma a Dios, para que entre en ella? En la Eucaristía, en la Santa Misa, que sin dejar de ser considerada como una obligación en la vida del cristiano, se convierte en el centro y la raíz de la vida interior, y el cristiano ha de convertir su día en una Misa.
La Confesión, Penitencia además de ser el sacramento de la Reconciliación con Dios, hace posible revestirse de Cristo: “‘Induimini Dominum Iesum Christum’ -revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. -En el Sacramento de la
Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos” (Camino, 310).
En no pocas ocasiones he oído personalmente a Josemaría Escrivá alabar la grandeza de la Reconciliación, y la conveniencia de vivirla con frecuencia. Y una mañana, en torno a las doce y media del mediodía, tuve la ocasión de verle practicar su recomendación.
Josemaría Escrivá sintió aquel día una cierta intranquilidad, un apremio, por la lentitud con que adelantaban unos estudios que había encargado, y para los que había dado ya algunas orientaciones de carácter general. Al recibir la información solicitada, manifestó claramente su disgusto no sólo por la lentitud sino, y principalmente, por la línea que estaban siguiendo los encargados de realizar los estudios, contraria a las orientaciones que había dado y a principios generales aplicables también a aquellos asuntos.
Expresó su malestar a quien dirigía el trabajo, y lo hizo con claridad y sin ambages de ningún tipo, y empleando un tono de voz que no dejaba lugar a ninguna duda. Poco tiempo después, me llamó la atención a mí, y de la misma manera, porque debería haber seguido todo aquel asunto más de cerca y evitar que se hubiera llegado a aquella situación. Le agradecí la corrección, y pedí perdón por el descuido.
Todavía estaba en el aire de la habitación el eco de sus palabras, cuando se retiró con Don Alvaro del Portillo, su principal colaborador, y su confesor, durante muchos años , a una habitación cercana. Volvió donde yo estaba, me tomó del brazo, me preguntó si sabía lo que había hecho con Don Alvaro en aquel momento, y al decirle que no, me comentó que se había confesado: le había rogado perdón al Señor por el modo en que había actuado, y a mi me pidió perdón por el tono que había empleado. Seguí sus palabras y añadí que no había motivo para pedirme perdón, porque si no hubiera hablado con tanta claridad quizá no hubiera entendido yo tan bien la lección. Sonrió, y se marchó.
Cercanía de Dios que Josemaría Escrivá -”contemplativo itinerante”, repito, que “sueña” que los hombres lleguemos a ser “contemplativos de Dios en medio del mundo” – desentraña particularmente y con acentos decididamente nuevos, el significado vocacional y santificador del Matrimonio, del vivir la Familia: “El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social…: es una auténtica vocación sobrenatural…:signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra” (Es Cristo que pasa, n. 23).
Cercanía de Dios que él mismo translucía. No se cansó de predicar a lo largo de su vida la necesidad de que el cristiano viva siempre “en presencia de Dios”, y no dejaba de materializar el modo de hacerlo, con ejemplos muy sencillos: recoger con paciencia unos trozos de papel caídos en el suelo; pararse un tiempo en adoración al pasar delante de un Sagrario; disfrutar de un rato de conversación, de un paseo por los pinares de los “castelli romani”.
Una mañana llegó a nuestro lugar de trabajo con un pequeño cuadro de una imagen de la Virgen. Nos recomendó que no dejásemos de dirigirnos a Ella durante el trabajo para pedirle ayuda, para darle gracias, para decirle lo que quisiéramos.
Unos días después nos trajo un pequeño reloj de mesa, y lo situó delante del cuadro de Nuestra Señora, y nos hizo otra sugerencia: cuando mirásemos el reloj, quizá cansados y deseosos de que fuera ya la hora de abandonar la tarea, no se nos olvidase de dirigirnos también a Ella.
Cercanía de Dios de la que Josemaría Escrivá gozó y se maravilló, agradecido, hasta el último instante de su vivir terreno. Pocos días antes del 26 de junio de 1975, asistió a una Exposición solemne del Santísimo Sacramento. El sacerdote que oficiaba la ceremonia llevaba ordenado apenas unos meses. Al alzar la Custodia y trazar en el aire la señal de la cruz, sus brazos temblaban. La emoción y el peso del Ostensorio explicaban con creces el estado del sacerdote.
Josemaría Escrivá lo saludó al terminar la ceremonia, y le dirigió unas palabras en la sacristía. Le agradeció el cariño y la compostura con la que había llevado a cabo la Exposición, y le bendijo por el temblor de sus manos. Luego, en voz baja, y como confesándose con el sacerdote, le comentó que también sus manos habían temblado en la primera Exposición que celebró, y la primera vez que tuvo que partir en dos la Hostia Consagrada, como exigen las rúbricas al celebrar la Santa Misa. Y añadió que, todavía en esos momentos, en esa altura de su vida, continuaba con ese temblor reverencial cuando debía tocar la Sagrada Forma.
Esa cercanía de Cristo era la raíz firme de su esperanza. Esperanza no en que el Señor haría grandes cosas para conseguir llevar a cabo lo que le había encomendado, ni en que Dios interviniera en su vida y en sus acciones con gestos patentes e inequívocos. “En vuestra vida toda, no deseéis cosas extraordinarias: nada hay más extraordinario que la Providencia ordinaria de nuestro Padre Dios”, me dejó escrito en un trozo de papel, el día 19 de noviembre de 1966.
Ni en gestos extraordinarios de Dios, ni en actuaciones extraordinarias de los hombres.
La esperanza, estando Cristo cercano, se alimenta del esfuerzo de cada instante, de cada día. En frase poética, escribió: “Si nos sentimos parte de esta Iglesia Santa, si nos sentimos sostenidos por la roca firme de Pedro y por la acción del Espíritu Santo, nos decidiremos a cumplir el pequeño deber de cada instante: sembrar cada día un poco. Y la cosecha desbordará los graneros” (Es Cristo que pasa, n. 160).
Un hombre enviado y transformado en la caridad El sentido vocacional de la existencia humana sólo es posible descubrirlo como fruto del amor de Dios Padre a todas y a cada una de sus criaturas, los hombres. Es ésta una verdad -latente también en la Encarnación del Hijo de Dios, y originada y arraigada en la filiación divina-, que Josemaría Escrivá ha ayudado a aclarar definitivamente, en el seno de la Iglesia, en la teología espiritual, y de la que todavía quedan muchas consecuencias y conclusiones que sacar.
“Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna” (Forja, 13).
¿Podemos resumir en pocas palabras la misión de Josemaría Escrivá en la tierra, en el seno de la Iglesia, y ante todos los hombres? Pienso que sí, y me atrevería a hacerlo de este modo.
Al recordar el sentido vocacional de la existencia humana, al afirmar que el nacimiento de todo hombre corresponde a una llamada de Dios, personal, única e irrepetible, Josemaría Escrivá pone al hombre ante la grandeza de ser criatura de Dios; ante la grandeza de ser cristiano, hijo de Dios; y manifiesta al cristiano la alegría y la grandeza de ser santo: de vivir por Cristo, en Cristo, con Cristo.
O sea; la grandeza que se encierra en la alegría de ser hombre, siendo cristiano que anhela ser santo. ¿Puras palabras, bonitas para hacer un póster y decorar una pared del despacho? Diría que no. Son palabras que manifiestan el fruto de desvelar en profundidad algo del misterio, inalcanzable al entendimiento humano, de la Encarnación del Hijo de Dios.
El Concilio Vaticano II lo dijo de forma inequívoca: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). A Josemaría Escrivá le correspondió el papel de mostrar un camino para convertir, desde 1928, este designio en realidad viva y practicable.
El sentido vocacional de la existencia humana es la lógica consecuencia de esta unión de Dios con cada hombre, que Josemaría Escrivá ha aplicado al “hombre total”. La unión con Dios, el estar el cristiano injertado en Cristo, lleva consigo que nada en el hombre es ajeno a Dios; ni ajeno ni indiferente.
Goethe entrevió al hombre – y su visión continúa vigente en muchos sectores del mundo europeo- como el equilibrio de tres dimensiones: naturaleza, personalidad, cultura. De ahí trae origen el hombre que pretende hacerse a sí mismo, y en esa misma concepción del hombre se produce, como lógica y vital consecuencia, la división de la unidad del ser humano en compartimentos estancos. La pérdida del sentido de la vida humana, y el cerrarse a la perspectiva de la vida eterna, vienen a ser la conclusión final del proceso.
Josemaría Escrivá recupera la unidad constitutiva, personal y vital del ser humano, al considerarlo, y verlo siempre bajo esa luz, como verdadero hijo de Dios, llamado a vivir en cercanía de Dios. Esa luz le llevaba a contemplar un “lucero” sobre la frente de ser humano, un “lucero” que era la estrella de Dios, la llamada de Dios. Y si Dios llamaba y confiaba en cada hombre, él no podía hacer otra cosa que depositar su confianza plenamente en quienes le rodeaban, en quienes compartían con el sus afanes, sus trabajos, sus fatigas, sus alegrías, su piedad.
Asentada en su espíritu la verdad de ser hijo de Dios, y de ser llamado a vivir con Cristo, por Cristo, en Cristo; adquiere toda su luz la conciencia de ser un hombre enviado en medio del mundo, para llevar a cabo la misión de Cristo; y si Cristo la realiza por Amor y en Amor, el camino de la caridad es el único transitable para un cristiano.
De ahí el tercer gran descubrimiento que Josemaría Escrivá aplica, como los dos anteriores, a todos los cristianos: colaborar por amor y en amor en la misión evangelizadora de la Iglesia, cada uno desde su lugar de trabajo, en su familia, en sus relaciones sociales, y en cualquier situación que se encuentre.
“Este mensaje de santificación en y desde las realidades terrenas se muestra providencialmente actual” ha comentado Cornelio Fabro al considerar la realidad del Opus Dei, y añadió: “Al desafío de la secularización, la Iglesia responde con Escrivá de la manera más radical y eficaz: no atrincherando al cristiano detrás de una barricada construida para defenderlo y tampoco enviándolo ingenuamente a abrazar una cultura hecha para cancelarlo; sino afirmando que la Encarnación del Verbo es el fundamento perennemente actual y operante de la transformación en Cristo del hombre, y a través del trabajo del hombre, de toda la creación”.
Josemaría Escrivá no piensa primero en la “secularización” de la sociedad, e inventa después el Opus Dei. El primero que habla es Dios, que le descubre un misterio divino escondido durante siglos. Sólo Dios escoge los tiempos para dar nueva luz a los hombres en el seno de la Iglesia, y para poner especialmente de relieve algunas facetas del insondable misterio de su amor a los hombres, para que las sucesivas generaciones podamos ir comprendiendo “con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Eph 3, 18).
Aclaremos antes de seguir adelante que toda y cualquier vida que se origine en el amor a Cristo, se sostenga en el amor a Cristo, y manifieste el amor a Cristo; que cualquier nueva luz que la Santísima Trinidad comunique a los hombres para seguir caminos del espíritu que sólo Dios define y establece, es actual ahora y lo será siempre. Tan vigente, y tan actual es ahora en la vida de la Iglesia el espíritu que Dios comunicó, a Antonio Abad , a Benito de Nursia, a Agustín de Hipona, a Francisco de Asís , a Catalina de Siena, a Felipe Neri, a Cayetano de Thiene, a Ignacio de Loyola, a Teresa de Jesús, a
Francisco de Sales, a Teresa de Calcuta, a Chiara Lubich, como el que quiso transmitir a toda la Iglesia con Josemaría Escrivá.
La novedad es Cristo viviendo en cada cristiano, ese Cristo tantas veces dormido en todo hombre de “buena voluntad” que Josemaría Escrivá tiene la misión divina de despertar, y de fundar el Opus Dei para que esa misión no deje nunca de estar presente en todos los ámbitos del mundo. Y lo despierta, recordando que todo cristiano ha de ser un apóstol, un evangelizador, no un predicador, ni un recordador de doctrinas, sino alguien que haga: “de su vida diaria un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal, sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve -con la coherencia de su vida- la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno derecho del único
Pueblo de Dios” (Es Cristo que pasa, n. 53).
Mantener a los hombres en la tensión sobrenatural que esta misión origina, sólo es posible por caminos sembrados de caridad. A veces se subraya la capacidad de gobierno y de decisión que caracterizaba a Josemaría Escrivá, y ciertamente eran dotes de las que no carecía. Se esforzaba , sin embargo, para no usarlas jamás solas sin vivificarlas en la caridad..
En una reunión con personas que le ayudábamos en las tareas de gobierno del Opus Dei, tareas siempre presididas por el respeto a la libertad de cada uno, nos recomendó que jamás pretendiéramos imponernos a los demás, que nunca quisiésemos obligar a alguna exigencia por la vía exclusiva del mandato. Y nos recordó que el único camino para sacar adelante la tarea que Cristo nos había encomendado no era otro que el de ir por delante, animando a todos, sirviendo a todos, siguiendo la indicación de San Pablo:
“hacernos todo para todos, para salvarlos a todos” (1 Cor 9, 22).
Caridad vivida con cada uno, y con afecto paterno. “Padre, ¿usted ha llorado?”, le preguntaron un día, y respondió que sí, aunque no era llorón, pero todos los hombres lloran alguna vez. Y recomendó a quienes estaban presentes que no se avergonzasen de llorar; porque sólo las bestias no lloran. Y concluyó sus comentarios diciéndole que tampoco se avergonzasen de querer; que el cristiano ha de querer con todo el corazón.
-“Pero fijaos –había escrito- que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos” (Es Cristo que pasa, n. 166).
A veces no resulta fácil expresar, en el momento y en la forma adecuada, los sentimientos que embargan el ánimo. Un cierto pudor, una cierta vergüenza, un cierto temor a entrar en campos reservados de la intimidad de las personas para no herir inútilmente sus sensibilidad, y tantas otras razones semejantes nos impiden manifestar nuestra cercanía a las penas y a las alegrías de quienes comparten su existencia con nosotros. Movido por la caridad, Josemaría Escrivá consiguió dar rienda suelta a sus sentimientos con libertad en no pocas ocasiones.
Se había recibido la noticia de la imprevista muerte de la madre de uno que trabajaba en Roma, lejos de la residencia de su familia. Josemaría Escrivá sabía que la presencia de aquel hombre en el entierro de su madre era físicamente imposible. No había forma humana de arreglar los planes de viaje para que pudiera llegar a tiempo.
Antes de que cayera la noche, y en el deseo de acompañar a aquella persona, Josemaría Escrivá se hizo el encontradizo con él, le habló con cariño de su madre muerta, le confirmó sus oraciones para que su madre estuviera ya gozando de Dios, y le dio dos besos diciéndole que eran besos que su madre le enviaba desde el Cielo.
En otra ocasión, Josemaría Escrivá me hizo partícipe de las gracias que había dado a Dios por haberse descubierto con un renovado “corazón materno”. El hecho que le procuró este descubrimiento fue el siguiente.
Una de las personas que vivía en la misma casa en la que habitaba Josemaría Escrivá estaba enfermo, con una dolencia que no había manifestado a nadie, quizá por una cierta pusilanimidad, no exenta de vergüenza natural. Aquel día, Josemaría Escrivá se cruzó con él en uno de los pasillos de la casa, y al saludarlo y mirarlo, percibió en el muchacho algo inusitado. No le comentó nada para no herir su sensibilidad. Al poco rato habló con el médico de la casa, y al decirle el doctor que no sabía que aquella persona estuviese enferma, Josemaría Escrivá le rogó que lo llamara y procurase averiguar qué le sucedía, si en verdad le pasaba algo. No fue necesaria una minuciosa investigación médica para descubrir la enfermedad, y comprender la reserva que aquel muchacho, de carácter algo tímido, había guardado sobre su mal.
Josemaría Escrivá me comentó lo ocurrido, sin aludir lógicamente a la identidad del interesado, en el deseo de que me uniera a su acción de gracias a Dios por haberle concedido la “mirada materna” que había dirigido a aquel hombre, que le había permitido ayudarle a poner remedio a su enfermedad.
Un hombre libre, enamorado, y en soledad con Dios
Sacar adelante esta tarea era, ciertamente, labor ardua e ingente, sobre todo por la necesidad de mantener la calma y la tranquilidad, para no desviarse en el espíritu recibido, ni a derecha ni a izquierda.
Dios necesitaba preparar un hombre capaz de gozarse siendo criatura ante el Creador; de gozarse siendo hijo ante su Padre Dios; un hombre dispuesto a amar a Dios y a los hombres en el corazón de Cristo, y gozarse en ser enviado. Un hombre de fe, de esperanza y de caridad, en definitiva, en condiciones de crecer todos los días en libertad y en amor.
En una palabra un hombre libre, muy normal, dispuesto a morirse amando, y por amor. Y es cierto que es necesaria mucha libertad de espíritu para ser un hombre normal; y la libertad de espíritu sólo puede llegar a enraizarse sostenida por la fe.
El Señor fue haciendo esa labor en el alma de Josemaría Escrivá armoniosa y pausadamente; dándole luces para arraigar más hondamente en su conciencia el saberse hijo de Dios, a la vez que permitía fracasos, rectificaciones y vueltas a comenzar en la tarea de asentar el Opus Dei. Y todo, guiándole por caminos de libertad.
Se subraya quizá poco el vínculo ontológico y vital de Josemaría Escrivá con la libertad.
No resulta fácil, es cierto, explicar claramente por escrito esa ligazón que tan bien ha vivido personal y cotidianamente. Él lo ha intentado y de manera admirable en su homilías “El respeto cristiano a la persona y a su libertad” y, especialmente, en “La libertad, don de Dios”; pero yo tengo mis dudas sobre el éxito alcanzado.
Hablando de los bienes derivados de la dignidad de la persona, que el cristiano debe defender, escribe: “Y existe un bien que deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal (…) Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros(…) integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad” (Es Cristo que pasa, n. 184).
“Sin libertad, señala en otro texto, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana” (Es Cristo que pasa, n. 184)
La libertad fue una tensión suprema en el espíritu de Josemaría Escrivá, que le llamó y le sostuvo en la dedicación de todo su ser y de toda su vida en el servicio a Dios, por amor; y que no sólo respetó en todos sus colaboradores, sino que alentó sin descanso.
Una mañana de mediados de enero de 1968, Josemaría Escrivá llegó a nuestra oficina a buena hora de la mañana. Le urgía la realización de cierto trabajo, y me entregó una hoja de calendario en la que había escrito con letra clara, y con bolígrafo rojo, una serie de puntos que nos rogaba siguiésemos estrictamente para el mejor orden de la tarea. Estudié el plan de operaciones más adecuado para seguir bien las indicaciones recibidas, y comenzamos a llevar a cabo el trabajo.
Los primeros pasos se desarrollaron con completa normalidad. Al llegar al cuarto punto de la nota, yo decidí un cambio sin ninguna razón particular, sencillamente por el nerviosismo del momento y la urgencia en concluir. En ese momento, Josemaría Escrivá se acercó al lugar donde nos encontrábamos y me preguntó por la marcha de las cosas.
Le informé del cambio realizado, y se enfadó. Me dijo que le parecía muy bien que en los trabajos que llevaba a cabo tomara las iniciativas que me pareciesen más oportunas, y que él se alegraba de que actuara siempre con esa libertad; pero en esta ocasión había hecho mal. Mi obligación, subrayó, era seguir el plan indicado, que había sido pensado por él y por otras personas, con antelación y detalle.
Le pedí perdón; y se marchó. Rectifiqué las órdenes dadas a quienes estaban llevando el trabajo, y volvimos a seguir con el orden establecido las indicaciones recibidas. Y así continuamos un cierto tiempo, hasta que otra vez, y sin ninguna razón de peso que lo justificara, volví a desconocer las sugerencias recibidas. Y otra vez, y precisamente en ese instante, Josemaría Escrivá se acercó a nosotros para comprobar en que estado se encontraba el trabajo. Cinco minutos después lo hubiera visto ya terminado; en aquel momento, yo no tuve otro remedio que decirle, con toda sinceridad, que había vuelto a cambiar el orden y la marcha. Una vez más, por pretender tomar un atajo, había perdido la carretera.
Josemaría Escrivá se puso serio, me llamó la atención de forma clara y rotunda, y con todo el derecho del mundo. La carencia de mala voluntad no excusaba la desobediencia y el desorden que se ocasionaba en otros lugares y en otros trabajos. Se marchó airado, mientras yo me limitaba a repetir una petición de perdón, ya concedido, que arreglaba poco las cosas.
Cuando un rato después le comuniqué por teléfono el buen final del encargo recibido, y de que cada cosa estaba en su sitio, y bien colocada, apenas me escuchó. Un cuarto de hora después se presentó en nuestra oficina con una sonrisa para agradecernos el esfuerzo realizado, y para recordarnos que obedecer en esos pequeños detalles es una muy buena señal del ordenado ejercicio de nuestra libertad. Unos caramelos dieron un tono relajado al momento.
¿No parece haber una cierta contradicción entre lo escrito hasta ahora, y en lo que diremos a continuación, y las afirmaciones recogidas en “Camino” a propósito de la obediencia?. Leamos, por ejemplo, algunos números:
“En los trabajos de apostolado no hay desobediencia pequeña” (n. 614),
“Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento –que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro-, seguros de que nunca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios” (n. 617).
Libertad y obediencia no son contrarias, ni siquiera contradictorias. Para obedecer es necesario ejercitar la libertad ; y la libertad se reafirma también obedeciendo. En cualquier vida humana la libertad y la obediencia conviven en armonía en mil detalles cotidianos. Cornelio Fabro, filósofo y teólogo, quizá una de las personas que mejor ha entendido la libertad de Josemaría Escrivá, ha escrito que: “no se trata de un libertad de repetición, y ni siquiera de pura imitación; sino de un empeño creador que está unido una y otra vez a los manantiales de la Fe”.
Yo diría más: a los manantiales de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad. Josemaría Escrivá fue un auténtico pregonero y apóstol del “porque me da la gana” -la razón más sobrenatural-; que no es un voluntarismo vacío; sino una profunda manifestación de amor: es la libertad del hombre que se une a la libertad de Dios, porque lo ama como hijo, y descubre el amor que Dios ha tenido con nosotros al crearnos en libertad, con libertad y concedernos la gracia de ser libres.
Algunas personas han hablado de Josemaría Escrivá como de un santo del siglo XX; y es cierto que cronológicamente lo es. Vincular a un santo con un siglo no me parece del todo adecuado, entre otras razones porque los santos, los cristianos, aun viviendo en medio del mundo, y en los afanes del mundo, son siempre actuales.
Josemaría Escrivá es y será siempre una novedad, estará siempre de actualidad, porque es un hombre que ha comprendido que la libertad es el más claro reflejo del amor con que Dios ha creado al hombre, y crea a cada hombre, y el Amor de Dios es siempre actual. Y ha comprendido también que la libertad está en el centro mismo esencial y existencial de la persona humana y jamás puede reducirse ni limitarse a las libertades en el campo social, cultural, político, etc., libertades obvias, de otro lado, en el contexto vital occidental de hoy.
Josemaría Escrivá entendió que la libertad no es puro ejercicio de facultades, ni el empleo de la capacidad de elección entre las distintas posibilidades vitales que se le presentan al hombre. Comprendió que la libertad y la verdad son inseparables, si se quiere pensar en el “hombre total”; y que “la verdad os hará libre”; y ha creído que la Verdad tiene un nombre: Cristo Jesús”; por eso habla siempre de la libertad “con la que Cristo nos liberó”, de la “libertad que Cristo nos alcanzó en la Cruz y en la Resurrección”; que no es exclusivamente liberación del pecado y libertad ante el pecado para no caer en la tentación. Es libertad para no poner límites al amor a Dios y a los hombres.
Libertad vivida con Dios y con los hombres. Libertad en las quejas y en las peticiones al Señor, en la adoración. Libertad ante la autoridad eclesiástica y civil, en defensa siempre del espíritu recibido, de los derechos de Dios. Libertad con los hombres, al no pretender jamás imponerse innecesariamente ni siquiera a sus más cercanos colaboradores, y a no imponer su propia vida espiritual a los demás. Libertad en el amor a Dios como hijo pródigo; y libertad de corazón enamorado que sabe vencer la vergüenza de declarar su amor.
Libertad de y para servir a todos descubriendo cada día los mil modos nuevos en los que el cristiano puede vaciar su afán de servir; y él lo hizo vaciando el vaso de noche de un enfermo, esforzándose en sonreír cuando el rostro anhelaba otra figura, dando las gracias por los servicios más nimios que se le pudieran prestar .
La profunda normalidad de su vivir llevó a Josemaría Escrivá, hasta el momento en que sus ojos pudieron ayudarle a la tarea, a coserse personalmente los botones de su sotana.
A primera vista no parece la labor más adecuada para un hombre que tiene que ocuparse de trabajos apostólicos en todo el mundo, de cuidar la vida espiritual de miles de personas. El lo hacía, y llevaba a cabo la tarea como si fuera la cosa más importante que tuviera que realizar en aquel momento. Se pinchaba a veces al pasar la aguja, pero al fin el botón quedaba en su sitio. Un día descubrió mi habilidad para enhebrar agujas, y desde entonces yo le preparé en no pocas ocasiones aguja e hilo. Su agradecimiento por este servicio quedó plasmado en un trozo de papel en el que, además de estar visibles los dos agujeros que un día sostuvieron la aguja que me devolvía, aparecen escritas de su puño y letra estas palabras: Ernesto, grazie tante!
Libertad de expresar su agradecimiento y cariño, arrodillándose ante una campesina mejicana de rodillas ante él, para besarle la mano y devolverle la manifestación de afecto. Libertad para inventarse los caminos diarios de servir: desde contestar con prontitud la correspondencia, o esforzarse para conversar en el tono más adecuado para hacer más grata la vida de los demás, hasta ayudar a recoger el agua del suelo, en caso de necesidad.
Una tarde de un cálido día de julio, Josemaría Escrivá estaba en su habitual lugar de trabajo enfrascado en el intento de resolver algunas cuestiones que le urgían. La tormenta veraniega estalló con violencia y la lluvia dejó un buen reguero de agua en el cuarto de baño de la habitación: por descuido, las ventanas habían permanecido abiertas.
Josemaría Escrivá se acercó al baño, y al notar el charco de agua, me llamó para que le ayudara a recoger el agua, porque en aquel momento no le pareció oportuno solicitar ese servicio a alguna de las mujeres que se ocupaban de la administración de la casa. Me acerqué a la habitación cargado de cubo y bayeta –en aquel entonces el mundo no se había beneficiado del insigne invento de la “fregona”- dispuesto a llevar a la práctica alguna de las enseñanzas de los tiempos militares.
Al llegar al lugar de la inundación, me encontré a Josemaría Escrivá con las mangas de la sotana remangada, que me pedía una bayeta. No dije nada. Sabiendo que eso podía suceder, había tomado solamente una bayeta, y así se lo hice notar. No se quedó muy convencido. Viendo mi disposición de no obedecerle, sonriendo me comentó que a él no se le caían los anillos por recoger el agua; y yo, con la mirada, que tuvo en ese momento la fuerza expresiva de sus mejores días, le dije que a él no se le caerían los anillos, pero que a mí se me caería la cara de vergüenza si le daba una bayeta, y permitía que a sus sesenta y ocho años estuviera metido en esos menesteres.
Convencido de que no le obedecería, me dio las gracias, y me dejó hacer.
Hemos señalado ya la recuperación del “hombre total” que Josemaría Escrivá lleva a cabo, recuperación que es la lógica consecuencia de subrayar que el hombre es “hijo de
Dios”, como hizo a lo largo de toda su vida. Y no nos sorprende ahora que uno de sus biógrafos, Peter Berglar le llame “un libertador”. Estas son sus palabras; y dejo un comentario más extenso de este párrafo para otra ocasión.
“Una y otra vez he llamado a Josemaría Escrivá de Balaguer un “libertador”, tanto en un sentido personal como referido a toda la Cristiandad. Insisto en este vocablo. ¿Por qué? Cerrar el abismo que media en el corazón y en la cabeza de muchas personas (tal vez de la mayoría hoy en día), el abismo entre fe y ciencia, racionalidad y sentimientos, y sobre todo entre la ‘la vida cotidiana normal’ y la filiación divina, el cerrarlo a partir del conocimiento, a partir de la voluntad e indicando el camino y los medios – éste es un hecho liberador inconmensurable que todavía no ha sido comprendido del todo ni mucho menos” (Mi encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer, en ”Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei”, ed. Eunsa, Col. Teológica, n. 34, pág. 380).
* * * * * *
Con la libertad, el amor. Tampoco es muy corriente hablar de amor al comentar aspectos de la vida de Josemaría Escrivá; y me temo que tampoco en este caso él mismo consiga descubrir en sus escritos la grandeza de su corazón. Un corazón que sabía llorar ante el dolor ajeno, y que sabía participar en las penas que afligían a personas que convivían con él., que se abría en gozo ante las alegrías de los demás.
Alguien que le conocía de cerca se ha referido a él como “un volcán de amor de Dios”.
Prefiero la imagen de la “fontana pura” que canta Fray Luis de León, en su “Vida retirada”, porque esa es la impresión que yo he tenido al vivir con Josemaría Escrivá:
“una fontana pura/ hasta llegar corriendo se apresura./ Y luego sosegada,/ el paso entre los árboles torciendo,/ el suelo de pasada/ de verdura vistiendo,/ y con diversas flores va esparciendo”.
Hablando de la necesidad de amar para vivir la vida de cristiano, escribió: “Amar es tener el corazón grande, sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas”(Es Cristo que pasa, n. 159).
Su capacidad de amar se alimentaba del amor vivido con Cristo al celebrar la Santa Misa. El día 14 de noviembre de 1970, refiriéndose a la Misa celebrada ese día, comentó que había recordado la primera vez que tocó al Señor en la Hostia Santa. Era Diácono, y estaba desarrollándose una procesión eucarística. Al revivir ese momento, le había dicho al Señor, sin ruido de palabras, que no se acostumbrase jamás a estar cerca de Él; que le quisiera como aquella vez, cuando le tocó temblando de fe y de amor.
“El amor echa fuera el temor”, solía comentar. Él personalmente no sentía temor ante nadie, y mucho menos ante Dios, “que es mi Padre”, subrayaba. “No me gusta hablar de temor, porque lo que mueve al cristiano es la Caridad de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera;…Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros -hoy, ahora- una gran mudanza…Nos llama a cada uno por nuestro nombre, con el apelativo familiar con el que nos llaman las personas que nos quieren. La ternura de Jesús, por nosotros, no cabe en palabras…Cristo nos quiere con el cariño inagotable que cabe en su Corazón de Dios”. (Es Cristo que pasa, 59) “La Trinidad se ha enamorado del hombre” (ib. n. 84).
Quizá esta faceta de su personalidad, la de ser hombre cariñoso haya mucha gente que no la conoce, o que la conoce con poco detalle, no obstante algunos escritos que estudian este tema, y entre ellos, dos artículos de quienes le han seguido a la cabeza del Opus Dei, Alvaro del Portillo y Javier Echevarría.
Ciertamente puedo asegurar que Josemaría Escrivá fue un hombre verdaderamente enamorado de Dios, de la Santísima Virgen y de los hombres.
Y, ¿por qué en soledad? Es cierto que la soledad acompaña a todo ser humano durante su caminar en la tierra. Ningún hombre es una isla, se repite con frecuencia; y las invitaciones a la fraternidad, a la solidaridad, a la caridad, en una palabra, son abundantes y variadas. Ninguna de esas realidades exime al hombre de su soledad.
Alguien puede considerar que los santos, los hombres que buscan a Dios “como el ciervo las fuentes de las aguas”, sienten siempre, y constantemente, la cercanía de Dios, el aliento de Dios. Nada más lejano a la realidad.
“Aun humanamente hablando, confesó en una ocasión, soy el hombre menos solo de la tierra; sé que en todos los sitios están rezando por mí, para que sea bueno y fiel. Y, sin embargo, a veces me siento tan solo…”
Una tarde, apenas cumplidas las siete, llegó a nuestra oficina cargado de esa soledad. Saludó, se sentó en el único lugar de la mesa que estaba vacío, y permaneció en silencio un buen rato mientras los tres procuramos seguir con nuestros quehaceres y respetar su silencio y su soledad.
Llegó otra persona que traía un regalo para Josemaría Escrivá: una caja de pasas.
Tuve la impresión de que su corazón materno quería abrirse para que le acompañáramos en su soledad, y nos invitó a abrir la caja y probar la fruta. Los otros dos aceptaron su invitación; yo me negué. Me preocupó más en aquellos instantes la urgencia de concluir unos trabajos que el hacer compañía a un hombre de Dios.
El silencio se prolongó todavía unos minutos, hasta que me di cuenta de mi error: era mucho más importante acompañar al Padre, como le llamábamos familiarmente, y ya descubriría el tiempo necesario para ponerme al día en mi trabajo. Apenas le dije que yo también aceptaba el probar las pasas, y me dio un racimo, me miró sonriente y me dijo:
-Ernesto, me alegro de que cooperes.
Se levantó, y se fue: entre nosotros quedó su soledad.
* * * * * *
A medida que avanzo en estas páginas descubro que son más y más los detalles de la persona llamada Josemaría Escrivá que se podrían poner de relieve, para conseguir realizar un boceto más comprensible de su retrato. Tendré que dejar ese trabajo para otros escritos, que a buen paso todo se andará. No puedo, sin embargo, concluir estas líneas –porque en realidad más se trata de líneas que de páginas- sin añadir otras dos breves consideraciones.
¿Una pregunta sin respuesta?
¿Llegó a realizar Josemaría Escrivá la misión a la que fue llamado, y para la que fue preparado por Dios? ¿Su cercanía a Dios, el sentido vocacional de su vida; el saberse sorprendido y llamado a ser hijo de Dios…, le hicieron posible llevar a cabo la labor encomendada?
Lástima que a semejante pregunta nos tengamos que contentar, en esta ocasión, con apenas un esbozo de respuesta.
Al final de su vida comentó en más de una ocasión que él se veía como “un puñado de polvo” que el viento levanta, y que el Señor hace brillar a la vez que permite ver la poca consistencia de la propia vida humana delante de Dios. En esos momentos le venía a los labios el afirmar “que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada, que no soy nada, que no sé nada”. Palabras que denotan la profunda conciencia de la maravilla que el hombre santo adquiere ante la grandeza de Dios, ante la misericordia de Dios, ante al amor de Dios.
Quizá no sea muy osado pensar que está más allá de los límites del ser humano el poder llevar a cabo con toda plenitud, cualquier misión encomendada por Dios a un hombre, a una mujer; y esto, sin quitar nada a la plenitud de la respuesta a los dones recibidos.
Pienso que esta afirmación tiene vigor especialmente cuando se trata, como en este caso, de reverdecer un espíritu “viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo”, vivido con tanta fidelidad ya por los primeros cristianos, que había que volver a poner en el corazón de tantos cristianos, de tantos hombres, para que llegaran a estar en condiciones de gozar en saberse queridos y amados por Dios.
Esta incapacidad radica, en mi opinión , en el hecho de que toda “misión”, encargo de Dios, comporta dos facetas: la primera realizar lo mandado; la segunda, convertirse en Cristo, al llevarlo a cabo.
La primera faceta es quizá más asequible, siempre con la conciencia muy clara en los fundadores, y ciertamente en Josemaría Escrivá, de la verdad de las palabras de San Pablo: “Yo planté, Apolo regó: pero quien dio el incremento fue Dios. Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que da el incremento” (I Cor, 3, 6-7).
Pocos días antes de morir y hablando con hijos suyos que quizá no se daban cuenta de que estaba despidiéndose de ellos, y transmitiéndoles sus últimas palabras, les recordó que, con lo que había hecho hasta ese momento, les había dejado el espíritu del
Opus Dei dibujado, esculpido, teológica, espiritual y jurídicamente. Y que por lo que habían rezado todos, estaba convencido de que el Señor daría a quienes le sucedieron al frente del Opus Dei, la gracia de mantener el espíritu fundacional, sin alteraciones, adiciones o reducciones de ningún tipo. Y les confesó que estaba convencido también de que ya no era necesario, ni lo había sido nunca.
Palabras que, por últimas en la tierra, están llenas de esa sinceridad que el alma adquiere únicamente en soledad ante Dios.
“Todo está hecho; todo está por hacer”, fueron palabras de sus últimos días, a propósito de la obra que Dios le había encargado. Él sabía muy bien que los trabajos encomendados por Dios no se dejan siquiera a medio hacer: el hombre apenas consigue iniciarlos. Y esta conciencia se conjuga perfectamente con la seguridad de haber transmitido íntegro e incólume el espíritu recibido.
La segunda faceta es más ardua de dilucidar. ¿Hay acaso alguna criatura, salva siempre la Santísima Virgen María, que pueda decir que ha cumplido en todo la voluntad de Dios, y que se ha convertido plenamente según el corazón de Cristo, en Cristo mismo?
A la primera faceta de la pregunta que hemos formulado, Josemaría Escrivá -aun siendo, verdaderamente, un “instrumento fidelísimo para fundar el Opus Dei”, transmitiendo íntegro el espíritu recibido, y dejándolo, en palabra suya, “esculpido”- hubiera respondido quizá con una sonrisa, diciendo: “Para Dios toda la gloria”. Y hubiera seguido pidiendo al Señor la gracia de crecer, con Cristo, “en edad y en sabiduría”., delante de Dios y de los hombres.
A esta segunda faceta, su respuesta hubiera sido claramente un No. “Me voy a morir sin haber aprendido las lecciones de amor que Dios me ha dado”, comentó pocos días antes de su muerte. Y esto, sin empacho de reconocer y de admitir que Dios había hecho algo maravilloso contando con él.
Pienso -con libertad y amor- que la respuesta de Dios ha sido afirmativa. Como buen y dócil fundador, al implantar el Opus Dei encontró dificultades…y vio germinar la semilla aun en campos que invitaban a la esterilidad plena: así se convenció de que todo era de
Dios, y nada suyo: su corazón vivía en el Corazón de Cristo.
Juan Pablo II lo dijo con palabras entrañables: “El Señor le concedió contemplar, ya durante su vida terrena, frutos alentadores de su apostolado, que Josemaría Escrivá atribuía exclusivamente a la bondad divina, considerándose siempre un “instrumento inepto y sordo” y dando prueba de una humildad extraordinaria, hasta el punto de que, al final de su existencia, se veía “como un niño que balbucea” (18 de mayo 1992).
Alguien puede preguntarse cómo se puede afirmar que Josemaría Escrivá ha llevado a cabo la primera faceta de la misión, si no alcanzó a obtener de la Santa Sede la solución jurídica definitiva para el Opus Dei.
La cuestión es, sin duda, pertinente; y por serlo, la respuesta puede servir para subrayar que Josemaría Escrivá recibe el Opus Dei de Dios. Y así lo reconoce, cuando toma conciencia de que esos son los planes de Dios; que él se morirá sin verlo, y que hijos suyos llevarán a cabo lo que él ha vislumbrado y ha dejado por escrito. Y lo reconoce con gozo; porque sabe que de esta manera Dios reafirma una vez más que el Opus Dei es obra suya, y que él ha servido “como trapo sucio”, de banderín de enganche; y como sobre que lleva una carta, que sirve para que no se altere ni el contenido ni la escritura del mensaje.
Josemaría Escrivá, buen conocedor de la Escritura, meditó muchas veces el pasaje de Moisés contemplando desde la altura del monte Nebo, en compañía de Yavé, la tierra prometida.
Unas huellas grabadas en mármol
En un patio de Villa Tevere, la casa romana en la que vivió y murió Josemaría Escrivá, se conserva una losa de mármol que tiene grabadas en bajo relieve las huellas de sus pies desnudos. Ese recuerdo quizá desaparezca algún día; las huellas de su vida, permanecerán. ¿Por qué?
No ciertamente por las obras que ha impulsado acá y allá, en el universo mundo, desde la universidad de Navarra, hasta Warrane College en Sidney, Australia; Seiko Institute en Osaka, Japón; Kianda College en Nairobi, Kenya; la Universidad de la Sabana en Bogotá, Colombia; sino porque lo que vivió y predicó no pierde nunca actualidad. El hombre no deja nunca de ser criatura, de estar abierto a Dios, a Cristo, de ser llamado a ser santo. Y el Opus Dei existe para recordarlo a lo largo de los tiempos, en todas las circunstancias del vivir de los hombres, de todos los hombres.
Es, y será, actual más que por haber fundado un “camino de santidad”; por haber recordado a los hombres que en la mente y en el corazón de Dios, están abiertos todos “los caminos divinos -de santidad- de la tierra”; es más, que todos los caminos de la tierra, con la Encarnación del Hijo de Dios, Cristo Jesús, pueden ser caminos de santidad, caminos al cielo, para todos los hombres que anhelen descubrir hasta que punto les obliga, y les enriquece, la vocación cristiana.
Encarnó un espíritu que él sabía que no era suyo, que era de Dios, que cada ser humano, cada cristiano está llamado a encarnar personalmente, “ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual -son infinitas-, en medio de los afanes del mundo” (Amigos de Dios, n. 308).
Con ese espíritu, Josemaría Escrivá enseñó al cristiano a “trabajar con la alegría de quien se sabe hijo de Dios”. A trabajar consciente de estar en la “casa de su Padre”, de hacer posible que toda la creación dé gloria a Dios; y con el afán de recuperar el mundo para Dios y para el hombre, y gozar con Dios de la misma creación. “La creación espera la manifestación de los hijos de Dios”. De ahí, “santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo”.
Y el hombre, con el horizonte de ser santo, de poder y de querer vivir cada día “con Cristo, por Cristo, en Cristo”, consigue desarrollar las raíces humanas y divinas de su espíritu, y manifestar la grandeza divina y humana de vivir según el orden de Dios
Creador, y más allá de cualquier fundamentalismo e integrismo, los verdaderos pilares de la vida humana: la Persona; la Familia; la Sociedad al servicio del hombre; la profesión, el trabajo.
En cierto modo, el Opus Dei viene a ser un instrumento para llevar a la práctica el efectivo reinado de Cristo del que habla de San Pablo: que todas las cosas queden sometidas a Cristo y, “entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a Él todo lo sometió, para que sea Dios todo en todo” (1 Cor, 15, 28)
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¿Vale la pena hacer un brevísimo resumen para cerrar por ahora estas páginas? Me he hecho yo la pregunta, y también yo la respondo: Pienso que sí.
Josemaría Escrivá fue un hombre a quien la fe, la esperanza y la caridad, le llevaron a vivir una cercanía de Dios a lo largo de toda su vida. Y con Dios, con Cristo, vivió encuentros normales y corrientes especialmente en la piedad, en el trato con los enfermos, en la relación con sus hijos.
Una mañana recibió la visita de un matrimonio que, por diversas causas, había tenido que esperar un par de días para ser recibido. Josemaría Escrivá comenzó el encuentro pidiéndoles perdón por el retraso en verles, aunque el retraso fuera debido a causas mayores. La visita fue muy cordial, y el matrimonio quedó agradecido de haber podido charlar un rato con él, y abrirle sus corazones en plena confianza.
Poco después, Josemaría Escrivá celebró la santa Misa. Al arrodillarse para comenzar su acción de gracias, recordó el agradecimiento del matrimonio por haberle visto a él; y, avergonzado y a la vez gozoso, le dijo al Señor que si él quisiera comenzar a darle gracias por haberle permitido celebrar la Santa Misa y haberle recibido en la Comunión, tendría que postrarse delante del Sagrario, y permanecer así todo el día, con corazón “contrito y humillado”.
La enfermedad ha sido una constante en la vida de Josemaría Escrivá. Después de recibir a un familia con un hijo enfermo, y haciendo referencia al sentido sobrenatural con que los padres llevaban el malestar del hijo, nos comentó que debíamos agradecer al Señor estar sanos, porque así podíamos ayudar a los enfermos a llevar con serenidad su mal.
Ya desde el comienzo de poner en marcha la misión recibida, se encontró de lleno con la enfermedad. Tiene un hondo sentido espiritual y teológico el hecho de que la primera mujer del Opus Dei fuera una enferma; y que haya sido en los pasillos de los hospitales donde Josemaría Escrivá y los primeros miembros del Opus Dei encontrasen la fortaleza de Dios para seguir adelante.
Viéndose ante la tarea que tenía por delante, se refería a sí mismo como un “sacerdote que tenía 26 años, la gracia de Dios , buen humor y nada más. No poseía ni virtudes, ni dinero . Y debía hacer el Opus Dei”
¿Cómo pudo?
La respuesta la dio él mismo en Chile, en una reunión con un grupo numeroso de personas: “Por los hospitales. Aquel Hospital General de Madrid cargado de enfermos , paupérrimos, con aquellos tumbados por la crujía, porque no había camas. Aquel
Hospital del Rey, donde no había más que tuberculosos, y entonces la tuberculosis no se curaba …¡Y esas fueron las armas para vencer! ¡Y ése fue el tesoro para pagar! ¡Y esa fue la fuerza para ir adelante!” (Salvador Bernal, “Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei”, pág. 189).
Y los hijos. Ya hemos recordado la confianza que Josemaría Escrivá vivió con las personas que se unían a él en la tarea de ser y de llevar a cabo la misión del Opus Dei; consciente de que aquellos hombres y mujeres “eran hijos e hijas que Dios le daba”.
Como buen padre, su mayor alegría era verles leales con Dios, y saber que llevarían adelante la voluntad de Dios, fielmente. Como así ha sido. Y también como buen padre agradeció a Dios la ayuda que sus hijos le prestaron durante toda su vida y, en especial, a aquellos que a su lado le manifestaron más claramente la fortaleza de Dios, que necesitó en varios momentos de su vida.
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Cerramos ya estas líneas. Soy consciente de que apenas he hecho nada para descubrir algo de la grandeza de alma de Josemaría Escrivá. Su naturalidad, su vida corriente, embebida de la “cercanía” de Dios no se refleja en grandes gestos.
Cuando en su vida el Señor se ha presentado de manera extraordinaria, como en el momento del nacimiento del Opus Dei, o el de grabar a fuego en su alma la conciencia de la “filiación divina”, Josemaría Escrivá se ha ocultado, también ante sí mismo, para que la majestad y paternidad de Dios fuera más patente. Esos instantes están llenos de la luz de Dios, que Josemaría Escrivá recibe deslumbrado, abriendo plenamente su alma a la Fe, para recibir la misión que Dios le encomendó.
De ese deslumbramiento divino y humano en la “cercanía” de Cristo, los hechos que hemos recogido en estas páginas son si acaso una pequeña muestra de la acción de la gracia de Dios en su alma, y de su agradecimiento por la confianza que Dios depositó en él.
Y esa “cercanía”, y esa misión le hicieron comprender, y vivir a lo largo de toda su vida, las palabras de Juan el Bautista: “Conviene que Él crezca, y que yo disminuya”.
Ernesto Juliá Díaz
“Josemaría Escrivá: vivencias y recuerdos”.
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