El católico, político, ante una ley injusta e inmoral.
Es afirmación generalizada, que podemos encontrar en las palabras de muchos gobernantes, que el fin de la tarea política es el “servicio al ciudadano”, “servicio al pueblo”.
El deseo y la intención parecen óptimos; ha de añadirse, sin embargo, que “servir al ciudadano” no es algo obvio, y mucho menos que todos los ciudadanos sepan lo que mejor les conviene, y mucho menos, que la mayoría de los políticos sepan que es lo que les conviene a los ciudadanos.
Como la tarea de descubrir en qué consiste el “servicio al ciudadano”, es compleja y ardua, normalmente, es fácil que algunos políticos caigan en la tentación de no se tomarse el trabajo necesario para averiguarlo, y considerarse “representantes” también de la conciencia y de la inteligencia de los ciudadanos, título que nadie les ha concedido.
En esos casos, se limitan a intentar imponer, a través de las leyes, lo que consideran más oportuno según las circunstancias y las “estadísticas”.
Podemos aceptar que, en el marco del “servicio al pueblo” está el de proveer leyes adecuadas para que los ciudadanos puedan desarrollar eficazmente sus derechos, y se sientan protegidos en ese desarrollo.
No hemos de olvidar, sin embargo, que “es tarea de la política poner el poder bajo la medida del Derecho, y establecer así el orden de un empleo del poder que tenga sentido y sea aceptable”. Este es el tema de la controversia entre Habermas y Ratzinger, que sería muy interesante examinar con detalle, pero que ahora no parece el caso.
En la sociedad política actual nos encontramos con un vacío que no pueden llenar las leyes: este vacío es la carencia de un acuerdo sobre la Verdad del Hombre, y por tanto sobre la verdad del servicio que la política ha de prestarle.
Pienso que es oportuno aclarar que este “vacío” no va unido a lo que se ha dado en llamar “sociedad pluralista”; sino a que en la sociedad actual occidental no hay verdaderamente un “pluralismo de culturas”, o un “pluralismo de valores” como prefieren decir algunos; sino un individualismo radical y total que no reconoce ninguna cultural, ningún valor, salvo él mismo y lo que a él mismo se le ocurra en cada momento.
Para soslayar de entrada cualquier “individualismo”, parece oportuno considerar al pueblo, no como un grupo indefinido de individuos, sino como un conjunto de personas armónicamente relacionadas.
Un político católico sabe que su servicio al ciudadano está centrado en cinco grandes verdades que se han de respetar y custodiar siempre; salvo lógicamente, casos de emergencia social total, en los que, en cualquier caso, nunca cabe tampoco el arbitrio total: el derecho a la vida humana desde su concepción hasta su muerte; la dignidad de la persona; la libertad de la persona; la familia libre; la enseñanza libre.
Y la verdadera labor del Estado está, precisamente, en hacer posible que en la sociedad esos cinco fundamentos, no sólo estén en pie, sino que sean como los pulmones que dan vida a la sociedad. Si no hay un acuerdo de base sobre esos cinco pilares, la convivencia se hace prácticamente imposible; y el Poder tenderá a dominar, a imponer, a la Dictadura.
Mantener firmes esos puntos de referencia ayudará a todos los políticos a descubrir que su misión está en servir a los hombres de su país, no de manipularlos en una dirección o en otra.
Por eso es muy importante subrayar que en política se puede no decir toda la verdad; pero no se debe, ni se puede, mentir nunca
Se abusa quizá demasiado de la afirmación de que gobernar es “el arte de lo posible”, aunque es preciso reconocer que, en vista del vacío que señalábamos anteriormente, y si se tratara de la necesidad de compaginar las múltiples culturas que conviven en cualquier sociedad actual, la política se convertiría ciertamente en un verdadero “arte de lo posible”, para conseguir la convivencia pacífica de los ciudadanos. La generalización del individualismo, que hemos señalado, hace esta tarea muchísimo más difícil, por no decir imposible.
Después de este preámbulo vayamos a la cuestión que nos trae hoy aquí, y que podemos resumir en esta pregunta:
¿Puede un político católico dar su voto a una ley radicalmente injusta?
Como modelo de leyes radicalmente injustas, o sea, injustas en su raíz, podemos considerar dos: la del aborto, y la de los así llamados “matrimonio homosexuales”.
Y consideramos estas leyes radicalmente injustas no porque así las considera la Moral Católica, que también; sino, y fundamentalmente, porque van directamente y en pleno contra el derecho a la vida de toda persona humana; y contra la familia.
Sobre lo que es justo e injusto, y debido al individualismo reinante, no existe un acuerdo en la sociedad actual. El Estado se asume el poder establecer lo que es justo e injusto mediante las leyes, llegando a considerar que todas las leyes son justas. ¿En qué se fundamenta para un juicio semejante?
Volviendo a la pregunta, la respuesta parece obvia: NO. Y aquí comienzan los problemas y las cuestiones.
El político católico que vota No a una de esas leyes, se puede plantear una segunda cuestión.
Si el partido en el que milita impone a todos los diputados votar que Sí, por intereses políticos de cualquier tipo, ¿puede someterse a la disciplina del partido con recta conciencia?
En plena consideración moral, la respuesta sigue siendo NO. La verdad de la vida del hombre, la verdad de la persona humana, la conciencia del político que sabe que diciendo No defiende realmente los intereses verdaderos de los ciudadanos, están por encima de cualquier disciplina de partido.
Antes estas reacciones netas y claras, el ambiente político puede comenzar a tachar al político católico de fanático, de fundamentalista, de retrogrado, de extrema derecha, etc., etc.
Y, sobre todo le acusaran de que pretende imponer su visión de la sociedad y de la persona a todos los ciudadanos, cosa que va directamente en contra de los principios democráticos.
Estas acusaciones se presentan de modo muy sutil, y están ligeramente llena de insidia, porque pretenden apoyarse en lo que la gente común suele entender por “libertad”, y por “principios democráticos”.
No hemos de olvidar que estamos en unas cuestiones que afectan directamente a lo que durante siglos, y hoy en día se vuelve a hablar cada vez con más insistencia y racionalidad: la realidad del hombre que solemos conocer como la “naturaleza humana”.
El aborto como práctica ha existido siempre; a nadie sin embargo se le había ocurrido, hasta ahora, ponerse a racionalizar su bondad, y mucho menos a considerarlo “un derecho fundamental de la mujer”. Los “derechos fundamentales” se suelen aplicar y exigir. Si todas las mujeres hubieran exigido semejante “derecho”, ninguno de nosotros estaría aquí, aunque alguno que los médicos abortistas que les asistiera les hubiera dicho que esos “trozos de carne” nada tenían que ver con el “hombre”.
Homosexuales y lesbianas han existido en todas las civilizaciones, aunque ni mucho menos con la abundancia con la que algunos pretenden presentarlo hoy. A ninguno de los gobernantes de las innumerables civilizaciones originadas por el hombre sobre la tierra, se le ha ocurrido considerar las relaciones homosexuales, masculinas o femeninas, como “matrimonio”, y tampoco se le han concedido el mínimo derecho a nada.
El paso que se ha dado en varios países –en algunos han comenzado también a dar marcha atrás- ¿hemos de considerarlo como progreso, como retroceso, o sencillamente como un paso equivocado?
Como la cuestión que está encerrada en esa pregunta es el problema de la Libertad; si parece lo tocamos en otra reunión.
Volvamos al argumento de hoy. Pero antes de entrar de nuevo en materia, permitidme recordar que entre los políticos que en su momento pusieron las bases de un entendimiento político entre los pueblos europeos, estaban tres que eran, y se manifestaban en todas las ocasiones, como verdaderos católicos: Robert Schumann, Conrad Adenauer, Alcide De Gasperi.
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Ante la oposición a votar leyes semejantes, la dirección del Partido puede tomar una cierta represalia apelando a que esos diputados han ido en contra de la “unidad del Partido” y lo han debilitado.
¿Qué actitud se espera entonces de un diputado que sea católico?
Defenderse y tratar de aclarar las ideas, también a sus propios jefes políticos, y dar las batallas oportunas en su propio partido para que se alcance un acuerdo sobre estos puntos capilares del buen gobierno.
Si no lo consigue, no “pasarse” a la mayoría sin más. Continuar con constancia en sus manifestaciones de opinión, etc., acabará llegando a ser un punto de referencia en su propio partido. En ningún caso ha de dar la batalla por perdida.
Otra posibilidad por la que podría optar el político católico es la de abandonar el partido. ¿Es una buena solución?
Teniendo en cuenta que moralmente no hay nada que objetar a una decisión semejante, la prudencia invita a considerar despacio todas las circunstancias que concurren en la vida política. No se puede olvidar que en el sistema actual de juego democrático ninguna actuación de un político en la gestión del gobierno, sea desde el gobierno como desde la oposición, es neutra.
Otra cuestión semejante a la señalada, se puede dar cuando no se trata de la aprobación de una ley injusta, sino de modificar alguna ley injusta para evitar algunas de las malas consecuencias que conlleva su aplicación.
Como ejemplo de esto podemos señalar: una ley que limite los periodos de tiempo en los que, según la ley, el “aborto es legal”; o una ley que modifique algunos puntos de lo legislado sobre “matrimonio homosexual”.
La respuesta en estos casos es SI, siempre y cuando las modificaciones que se quiere aprobar lleven consigo una reducción del mal que esas leyes provocan.
Se podría objetar a esta respuesta que, de esa manera, parece que se da por aprobada la ley injusta. La objeción, sin embargo, no tiene fundamento, porque el objeto de la votación no es la ley en sí, sino una corrección a algo existente, y con el deseo de mejorarlo.
En resumen, podríamos señalar que el político católico, milite en el partido que milite, tiene obligación de formar su opinión sobre las cuestiones en debate, no sólo teniendo en cuenta la oportunidad y la prudencia política, sino, y muy especialmente, contrastando las propuestas de ley con la realidad de la “naturaleza humana”. Realidad que no toca a los políticos ni establecer, ni definir, sino sencillamente aceptar, dar por supuesto.
Y todo esto, con la conciencia de que ante quien debe responder de sus actos es Dios, no el Partido, y mucho menos, el presidente, el secretario del Partido. La actuación de Sir Thomas More ante Enrique VIII es un claro ejemplo, y más en aquel entonces cuando la teoría del “poder divino” de los reyes tenía fuerza práctica en los gobiernos de Europa.
Ernesto Juliá Díaz