La Cruz y la Resurrección
La tristeza llenó el alma de los Apóstoles, avergonzados, desorientados, alejados de la Cruz, sin atreverse apenas a contemplarla.
El atardecer comenzó a transformarse en la tiniebla de la noche, mientras el Cuerpo muerto del Señor permanecía clavado en la Cruz.
Nicodemo, José de Arimatea, ayudado por otros hombres, han descendido ya el cadáver de Cristo, y lo han depositado en el sepulcro. Los Apóstoles siguieron desde lejos todo el acontecer, apresados por el temor y la pena, en lágrimas.
A la entrada del sepulcro, ante la losa que cerraba la entrada, comenzó su larga espera. Y se quedaron muy tristes.
Con los primeros rayos de luz que anunciaban la mañana de Pascua, su llanto abandonó el temor y la angustia.
¿Qué sucederá hoy? ¿Volverá todo a ser lo mismo? ¿Renacerá en ellos la confianza en Cristo?
En sus oídos todavía resonaban las palabras escuchadas de la boca del Maestro, poco antes de exhalar el último suspiro, el último clamor:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
¿Sería verdaderamente el último suspiro, la última palabra de Cristo sobre la tierra?
En la espera, recordaron las palabras que el Maestro les había dicho pocos días antes de su muerte:
“Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten y le crucifiquen, pero al tercer día resucitará” (Mt 20, 18-19).
Hasta aquel momento, todo había sucedido según el anuncio del Señor; sus ojos habían contemplado el escarnecimiento, lo azotes, la crucifixión. ¿Verían también sus pupilas hacerse realidad las palabras del Señor: “pero al tercer día resucitará”?
Quizá alguno de ellos llenó su memoria, en aquellas primeras horas de la mañana, con recuerdos de la resurrección de Lázaro, de la sonrisa del hijo de la viuda de Nain devuelto a su madre.
En el monte llamado de la Calavera, la cruz sin crucificado, vacía, se mantenía erguida entre las otras dos cruces, impregnadas todavía con despojos del cuerpo de los dos ladrones.
Una vez el alba se entronizó en la tierra, comenzaron a llegar hasta los oídos de los Apóstoles, reunidos y aislados como estaban “por temor a los judíos”, las primeras voces que hablaban de un sepulcro vacío.
Pedro, Juan, acompañados a cierta distancia por otros Apóstoles, salieron del refugio y se pusieron en marcha hasta llegar al lugar donde lo habían sepultado. Las mujeres tenían razón: el cadáver no estaba allí; ni el cadáver, ni ninguna huella de muerte. Ellos no creyeron todavía.
Al Señor vivo lo habían visto y creído en Él. Ahora querían ver al Señor resucitado, y volver a creer en Él.
Y lo vieron, y creyeron:
“¡Señor mío, y Dios mío!”.
Tomás dio voz al corazón de todos los Apóstoles, de todos los creyentes de todos los siglos, al meter sus dedos en las llagas del Señor resucitado.
La alegría volvió a su rostro, a su espíritu: Cristo cumplió una vez más su promesa.
El tiempo se revistió de eternidad; la muerte fue absorbida por la Vida. La Cruz quedará para siempre como el trono de Cristo, como la señal de los cristianos: “pues en ella quiso morir, para nos redimir”.
La Cruz, recuerdo de la Muerte de Cristo; anuncio perenne, por los siglos de los siglos, de la Resurrección en cuerpo glorioso, del Hijo de Dios hecho carne.
La Santísima Virgen, antes que María Magdalena, antes que los Apóstoles, tuvo el gozó de ser la primera criatura que contempló el rostro humano de Dios en Cristo recién nacido, y fue la primera en ver el rostro humano de Dios en Cristo Resucitado.
Ella fue la primera criatura que transformó la soledad de la Pasión, los sufrimientos de la Cruz, en la luminosa y eterna aurora del Resucitado.
Mirando a sus ojos descubrimos también nosotros a Cristo Resucitado, a Cristo vivo.
Ernesto Juliá Díaz
(sacerdote, escritor. Entre sus obras: “Con Cristo Resucitado”, ed. Palabra).