“Y a uno que pasaba por allí, que venía del campo, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que llevara la cruz de Jesús” (Mc 15, 21).
Simón de Cirene estaba muy cansado, cuando los soldados romanos, con modales bruscos y sin contemplaciones de ningún tipo, le conminaron a tomar la cruz y a ayudar a Cristo.
Sus hijos Alejandro y Rufo, regresaban con su padre, contentos porque la casa estaba ya cerca, y había llegado la hora de cenar y jugar un rato. Al ver lo que sucedía, se miraron. ¿Se escapaban y avisaban a su madre de lo sucedido; o acompañaban a su padre en la aventura, a ver en que paraba todo aquello? En la imposibilidad de hablar con su padre, decidieron seguirle hasta el final.
Simón de Cirene, una vez sobrepuesto a la sorpresa y al malestar; olvidado también el cansancio del día, clavó los ojos en el que iban a crucificar. ¿Quién era?
-“¡Si eres hijo de Dios! Líbrate de tus enemigos”
Las imprecaciones, los insultos se sucedían a lo largo de todo el camino.
¿Cómo se llamaba?
Lleno de curiosidad, Simón preguntó el nombre a una de las mujeres que Cristo saludó a la vera del camino.
-Jesús, el Cristo; fue toda la respuesta.
Cuando los soldados forzaron a Simón a hacerse cargo de la cruz, Jesús estaba caído en el suelo, sin posibilidad alguna de alzarse. El golpe había sido violento, y se quedó sin fuerzas para ponerse en pie.
Hasta el Calvario, Simón no apartó los ojos de aquel extraño personaje, condenado a una muerte ignominiosa.
Cristo caminaba lenta y pesadamente. Apenas encontró fuerzas para volver la cara atrás varias veces, y dirigir una mirada agradecida a Simón.
El alma de Simón fue agrandando sus horizontes paso a paso, a medida que llegaban al Calvario. Y, sin darse cuenta, cuando su misión terminó se encontró apenado, triste, con el corazón lleno de un gran cariño a aquel hombre, al que ya comenzaban a quitarle sus vestidos, para crucificarle.
Con la misma violencia con la que le habían forzado a llevar la Cruz, los soldados obligaron a Simón a abandonar el lugar. Su tarea había terminado.
Al ver a Cristo en la cruz, el corazón de Simón se convirtió en llanto. Permaneció en pie, a unos metros del Crucificado, acompañado por sus hijos, que no se separaban de su lado.
Una a una, las palabras de Cristo fueron cayendo en el corazón de Simón. Cayendo y asentándose en él. Una a una fueron abriendo su alma y abriéndose camino hasta lo más hondo de su espíritu.
“Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.
Simón bien sabía todo lo que habían hecho, y todo lo que continuaban haciendo. ¿Quién era aquel hombre que crucificado respondía con serenidad y paz a todas las afrentas, y les perdonaba?
Inmóvil, permaneció junto a la Cruz, hasta que oyó la petición del buen ladrón, y la respuesta de Cristo:
-“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Miró la cruz del ladrón; miró la cruz de Cristo. Y esperó. La noche iba cubriendo el Calvario. Los soldados comenzaron a recoger todos los instrumentos de la crucifixión. La hora de la muerte de los condenados estaba ya muy cerca. El ladrón de la izquierda fue el primero que murió.
Cristo elevó su mirada al Cielo, y exclamó:
-Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Y antes de que Cristo muriera, Simón sintió otra vez sobre sus ojos la mirada agradecida del Crucificado.
Muerto Jesús, el buen ladrón entregó su alma a Dios.
Simón de Cirene regresó pensativo y triste a casa. Sus hijos le siguieron cabizbajos, sin atreverse a romper el silencio.
-Verdaderamente, pensó para sus adentros, este hombre debe ser el Hijo de Dios, el Mesías anunciado.
Nunca se cansó Simón de contar a los primeros cristianos lo sucedido la tarde de aquel primer Viernes Santo. Hombres y mujeres le contemplaban admirados oyéndole hablar; y cuando terminaba su relato, mujeres y hombres querían besar las manos que habían ayuda a Cristo a llevar la Cruz.
Pasados los años, cuando Simón se preparaba para el encuentro definitivo con Dios, sus oídos le trajeron a la mente las palabras que oyó el buen ladrón de los labios de Cristo. Y, cerrando los ojos, revivió la sonrisa que Cristo le dirigió desde la Cruz. Y su corazón se llenó de Luz.