“No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que cuanto pidiereis en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Juan 15, 16)
“Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer” (Juan, 15, 15).
San Juan recoge estas palabras del Señor en el contexto del discurso de despedida, e inmediatamente después de recordarles el “mandamiento nuevo”, que el Señor les ha dado, y en el que Cristo manifiesta la nueva y definitiva medida de la caridad: que los hombres se amen los unos a los otros, como Él, el Señor, les ama.
El Señor ha hecho, hace –porque la voz de Dios permanece siempre-, cuatro grandes llamadas a cada ser humano, que quedan bien reflejadas en las palabras de san Juan con las que hemos comenzado nuestra reflexión. Y una carta llamada que podemos considerar como complemento, y a la vez, el fruto de las otras tres.
En cada uno de esas cuatro “llamadas de Dios al hombre”, se esconde todo el Amor que Dios tiene a sus criaturas. Y, ¿cómo ama Dios a los hombres? “Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo Unigénito” (Juan 3, 16). Y hemos de tener presente que Quien habla con los Apóstoles es el mismo Cristo, el Hijo Unigénito. Prueba viva del amor de Dios a los hombres.
La primera llamada es a la vida humana, a vivir: la llamada de la Creación.
La segunda llamada es a la vida humana-divina: la llamada a ser “hijo de Dios en Cristo Jesús”.
La tercera llamada es a la vida intratrinitaria: a vivir la redención y la santificación del mundo, de toda la Creación, con el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo.
La cuarta llamada es a la unidad en la Iglesia, en la que el cristiano vive el mandamiento nuevo: “amaos los unos a los otros”.
La llamada a la vida.-
La primera y definitiva llamada de Dios al hombre. Definitiva, en cuanto origina, engendra, al hombre. Una llamada a vivir. En cierto modo podríamos no denominarla “llamada”, porque el hombre comienza a vivir precisamente al pronunciar Dios su nombre. El hombre no puede escuchar la voz de Dios que le llama a la vida. Esta primera llamada de Dios no espera ninguna respuesta para originar la vida; si la espera, después, es más, la necesita, para desarrollarla y llegar a su pleno cumplimiento.
La llamada de Dios a la vida, sin embargo, no es nunca una llamada una llamada tiránica, dictatorial. Es, sí, una llamada “impuesta”, creadora. Y a la vez es una llamada vinculada a la libertada. El Señor llama al hombre siempre en libertad.
En esa llamada está toda la “verdad” del hombre. Y el hombre llega a descubrir esa llamada amorosa de Dios a la vida, en la medida en que considera el vivir como un verdadero “don de Dios”. “Don”. Ni siquiera una bendición, una gracia. Un “don divino” que constituye hombre, al hombre.
Una llamada que sostiene toda la profundidad del “misterio de la vida humana”. Es una “llamada” que da todo su sentido a la vida del ser humano. Sin un Creador, la criatura se desvanece.
Dios ha creado al hombre para “que le conozca, le sirva y le ame en esta tierra, y goce con él para siempre en el cielo”.
Si el hombre no descubre en lo más íntimo de su espíritu esta “llamada”, o si al descubrirla la rechaza; y pretende, en su más radical posición vital, “hacerse a sí mismo”, se encontrará con la amarga sorpresa de no explicarse jamás nada de sí mismo; y hasta el propio deseo de “realizarse”, lo llegaría a descubrir como carente absolutamente de sentido.
La decisión del hombre sobre sí mismo, en el sentido más radical, es la de aceptar o de rechazar la llamada de Dios a la vida, en unas condiciones, circunstancias, y con unas capacidades que el hombre puede utilizar, desarrollar, pero no puede en absoluto prescindir de ellas, ni sustituirlas por otras más o menos semejantes.
La respuesta a esta llamada, es la conciencia de saberse “criatura de Dios”, “criatura a su imagen y semejanza”. Y en esa respuesta está también incluida la aceptación de una tarea que desarrollar y la búsqueda de un fin, una meta que alcanzar.
¿Qué tarea? Dios crea por amor, y con inteligencia. Esta primera llamada, y las dos que veremos a continuación, se originan en el amor de Dios, que nos amó primero. Nacemos en el amor de Dios, y en el anhelo de Dios de hacernos participar de su vida, de su gloria, de su amor.
En esta llamada, y precisamente en esa “imagen y semejanza” que la criatura humana tiene con Dios, y que es “un don de Dios”, radica todo el “misterio del hombre”: un ser llamado por Dios, para conocerle, amarle, servirle en el tiempo, y en las particulares circunstancias en las que el hombre se encuentra viviendo, para gozar de Dios plenamente en la eternidad”.
Esa es la vocación del hombre. “Vocación” es llamada, y descubrir el sentido “vocacional” profundo de la existencia de cada ser humano, es descubrir en definitiva el verdadero sentido de nuestra vida. “Nos hacemos” partiendo de una realidad en la que nos encontramos viviendo, y de la que vamos descubriendo el significado y llenándolo de sentido. ¿Cómo? En la medida en que el Amor que movió el corazón de Dios al crear al hombre, va llenando el corazón del hombre, y el hombre va actuando movido por el Amor de Dios.
Originados en una llamada amorosa de Dios a la vida; el ser humano descubre su verdadero sentido, y realiza todas sus potencialidades y riquezas, en la medida en el también el Amor mueve todas sus acciones. “Ama y haz lo que quieras”. San Agustín puede hacer esa afirmación al descubrir que el Amor, la Caridad, siempre moverá al hombre a “amar a Dios sobre todas las cosas”; y “al prójimo, como lo ama Cristo”.
Llamada a la vida con Dios: la filiación divina.
La llamada a “conocer” a Dios, afecta al hombre en lo más hondo de su ser. No es una invitación a un simple enriquecimiento de la inteligencia para descubrir la inmensidad de Dios, y “las obras de sus manos”. Es una invitación, un clamor divino, para conocer a Dios Padre.
La llamada a “conocer” a Dios Padre, que va indisolublemente unida a la llamada a “amar y servir” como “ama y sirve” Dios Hijo, lleva consigo una participación en todo lo que Dios hace, en todo lo que Dios ama, en todo lo que Dios sufre por amor a sus criaturas.
Ya desde el primer mandato que Dios dirige al hombre y a la mujer “creced, multiplicaos y llenad la tierra”, les invita, les llama, a participar con Él en el misterio de la vida de todos los seres humanos que nacerán de ellos. Todos recibirán el mismo espíritu con el que Dios dio vida a nuestros primeros padres.
Y después de la caída, del pecado original, la llamada a participar en la transmisión de la vida, se enriquece con el anuncio de que todos los humanos, siendo “imagen y semejanza” de Dios, se convertirán en hijos de Dios. Y no como hijos sencillamente “adoptados” –siendo, en verdad, hijos por adopción- que permanecen fuera y alejados de Dios, sino hijos que viven la vida de Dios Padre, con Dios Hijo, en Dios Espíritu Santo.
Con la venida del Hijo de Dios a la tierra no solo se renueva el vínculo que Dios Padre ha querido establecer con los seres humanos en el momento de la creación, sino que los quiere introducir en su propia vida, para que puedan vencer de verdad el pecado, y hacerse uno con Él, como Jesús pide en su oración sacerdotal:
“Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos, y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a mí” (Juan 17, 22-23).
“Hijos en el Hijo”. La “imagen y semejanza” se transforma en “filiación divina”. Desde el bautismo, el cristiano recibe esa savia divina, “una cierta participación en la naturaleza divina”, la Gracia, que lo constituye verdaderamente en “hijo de Dios en el Hijo, en la Gracia de Cristo”.
“Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 133).
El resultado de la acción de esa “nueva vida” en cada cristiano es el de hacer posible que Cristo viva en él; y que él viva en Cristo, con Cristo, por Cristo. Eso comporta una decidida colaboración del hombre con Dios, en plena libertad, para que la semilla de esa nueva vida crezca siempre en su espíritu. ¿Cómo se consigue? ¿Cómo puede el hombre colaborar con Dios?
La respuesta es sencilla, aunque se requiere toda la vida del ser humano para llevarla a cabo, para ponerla en práctica; sencillamente porque es una colaboración que no termina nunca. La respuesta es: la oración.
El hombre no aporta nada a Dios; el hombre ofrece a Dios su amor, su docilidad a que Dios actúe en él; y en él, con él, y por él, lleve a cabo su “obra”, la “obra de Dios”, en el mundo.
Esa docilidad, esa disponibilidad es el fruto más inmediato y duradero de la “oración”, que hace posible que el amor a Dios eche raíces en el corazón del hombre, y germine en su espíritu una “nueva vida”. “Nueva vida” en la que se recrea el hombre al ritmo de su “oración”.
Esa es la nueva vida del cristiano: “La vida de Cristo es vida nuestra, según lo prometiera a sus Apóstoles, el día de la Última Cena: ‘Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amaré, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él’ (Juan 14, 23). El cristiano debe –por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, ‘non vivo ego, vivit vero in me Christus’ (Gal 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí” (Es Cristo que pasa, n.103).
La llamada a la redención, a la santificación
La llamada a la “filiación divina”, que enriquece la primera llamada a la “vida”; lleva consigo una tarea, una invitación a cooperar con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la Redención y en la Santificación del mundo, una vez que se ha comenzado ya a colaborar con Él en la Creación,
Una cooperación que el cristiano realiza en la medida en que su vida se va convirtiendo en “vida de Cristo”.
“Vivir” la vida de Cristo, por Cristo, en Cristo es el núcleo central de la llamada universal a la santidad; llamada que va indisolublemente unida a la llamada a la filiación divina.
Y ¿qué es la santidad?
“Ser santo no comporta ser superior a los demás; es más, el santo puede ser muy débil y cometer muchos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios, el hacerse amigo de Dios: es dejar obrar al Otro, al Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Por eso, cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia de no haber hecho por sí mismo cosas increíbles, sino de haber dejado obrar a Dios” (Ratzinger, L’Osservatore Romano, 6-X-2002).
La unión vital con Dios, que el cristiano necesita para cooperar con Dios en la gran tarea recibida -“Y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”-, requiere en el creyente una disposición para mantener dentro de sí mismo el espíritu de una ”conversión permanente”. ¿Por qué?
Los enviados han de dar testimonio no de sí mismo, sino de que Cristo está vivo. Un testimonio no sólo de palabra, al nivel que sea, y mucho menos, de trasmisores de una doctrina. El testimonio de los “enviados” ha de ser vital. Sencillamente, porque el cristiano es testigo vivo de la veracidad de unos hechos.
Cristo dijo de sí mismo: “El que cree en mi, no cree en mi, sino en el que me ha enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado” (Juan 12, 44-45).
De forma semejante, Cristo envía a sus discípulos, a todos los hombres y mujeres que creen que Él es “el Hijo de Dios hecho hombre”, para que anuncien esa Verdad –la venida de Dios a la tierra- y quienes crean, se salvarán.
No los manda a convencer a quienes les escuchan de una serie de reglas de comportamiento, o un elenco de doctrinas. No, eso será una consecuencia de dar a conocer la vida de Cristo, los hechos que ha realizado en sus años con los hombres, sus gestos, sus milagros.
Se repite a menudo que la evangelización lleva consigo un “encuentro”; en primer lugar un “encuentro”, que queda muy bien reflejado en la conversación de Cristo con los de Emaús: Después del encuentro, Cristo resucitado les explica las Escrituras; y una vez que el corazón de los discípulos se llena de afán de Verdad, de fuego del Espíritu, y le invitan: “Quédate con nosotros”, el Señor se queda para siempre con ellos, con cada uno.
El cristiano confirma con su vida los hechos en los que cree: la Encarnación de Cristo, su Pasión, Muerte y Resurrección; la vida eterna. Y en la medida que anuncia, se convierte; y una vez convertido, su testimonio “deja fruto”: “quien treinta, quien sesenta, quien ciento” (Mc 4, 20). Un fruto que el mismo Cristo prometió; que el mismo Cristo hace posible.
“Volvieron los setenta y dos llenos de alegría, diciendo: Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre. Y Él les dijo: “Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder enemigo, y nada os dañará. Mas no os alegréis de que los espíritus os estén sometidos; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lc 10, 17-20).
Llamada a una conversión redentora y santificadora, por tanto, que exige una conversión a la Fe, a la Esperanza, a la Caridad, para participar con Cristo, y vivir con Él, la Redención y la Santificación. “He venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué quiero sino que se encienda?”
¿Como puede mantener el cristiano el ritmo de la conversión y reflejar con palabras y con la vida, la palabra y el vivir de Cristo, y hacer posible que ese “fuego”, la acción del Espíritu Santo, no se extinga nunca?
Hemos recordado antes la primera parte de la respuesta: la Oración. Elevación del alma a Dios, que prepara el corazón y la inteligencia del “enviado” para estar atento y comprender las palabras de Quien le envía. Y poder después decirle con libertad y amor: “Señor, quédate conmigo”.
“Con la oración abrimos nuestro espíritu a las luces que nos da Dios, que el Espíritu Santo hace eficaces facilitando el germinar de la Gracia recibida en los sacramentos”
La segunda parte de la respuesta es: la Eucaristía.
“De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros los fieles, con Cristo mediante la comunión” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharista, n. 16).
“La Eucaristía en cuanto es participación activa del cristiano en la vida, muerte y resurrección de Cristo, es el cauce para una “identificación con Cristo en espíritu y en verdad”, que queda refrendada con la recepción de la Comunión: un encuentro personal con Jesucristo resucitado que viene a nosotros para hacer morada en nosotros, porque, con nuestras disposiciones y quizá también con nuestras palabras, le hemos rogado: “quédate con nosotros” ( E. Juliá, ‘La belleza de ser cristiano’, pág. 181).
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Unidos así a Cristo, y conscientes de que la alegría más profunda del cristiano es la de saber que “su nombre está escrito en el cielo”, en la tarea de “ir y dar fruto”, es necesario no perder de vista una realidad con la que es preciso contar siempre, en la misión que Cristo nos encarga llevar a cabo.
Las llamadas son personales; y a la vez, los enviados son los Apóstoles, y con ellos todos los cristianos. Se hace preciso, por tanto, que cada llamado tome conciencia de una cuarta llamada que está latente en las otras tres:
La llamada a la unidad en la Iglesia
Apenas surgen las primeras discrepancias entre lo que deben enseñar los cristianos, los Apóstoles toman una decisión que va a indicar el camino de la evangelización de la Iglesia a lo largo de los siglos: convocan el Concilio de Jerusalén, y deciden lo que se ha de decir a los gentiles, y a todos, porque “hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros”.
Pedro y los Apóstoles se encuentran llenos de la autoridad de Dios, y con la gracia del Espíritu enseñan lo que de se ha de creer, y de llevar a cabo en la predicación de Cristo. Y deciden en un clima en el que la caridad entre ellos permite que sus mentes estén despejadas y preparadas para comprender la verdadera voluntad del Espíritu Santo.
Llamada a la unidad de la Iglesia que es una realización práctica del “amaos los unos a los otros”, del “mandamiento nuevo” que el Señor les da precisamente en el momento de “enviarles”. Los primeros cristianos llamaban la atención de quienes observaban sus actuaciones porque reflejaban la unidad profunda ente ellos: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y nadie consideraba suyo lo que poseía, sino que compartían todas las cosas” (Act. 4, 32).
Unidad entre los cristianos, unidad de todos los cristianos en la Iglesia fundada por Cristo, que “subsiste en la Iglesia Católica”; unidad entre todos los creyentes en la cabeza que es Pedro; y en Pedro, con Cristo. Así, el Señor bendecirá siempre el empeño apostólico con nuevos frutos.
Unidad y amor entre los cristianos, en la Iglesia, que refleja y transmite el amor de Dios que han de trasmitir a toda la humanidad. En esta tarea, el cansancio, el desaliento, la desorientación, y hasta la desesperanza, quizá, en ocasiones, por la tardanza del florecer de los frutos, son el peor enemigo del cristiano.
San Pablo pudo sentir esa sensación de rechazo, de frialdad, en el ambiente que le escuchaban con atención en Atenas hasta que comenzó a hablar de la Resurrección.
En el ambiente actual, las insidias del diablo que alimenta y da vigor a “las simientes de una convivencia misteriosa con el mal” que late en el corazón de los hombres por el pecado, y que Benedicto XVI nos recuerda en su Mensaje para la Cuaresma de este año, pueden llevar a un abandono de la misión; a ver agrandadas las dificultades de llevar adelante el encargo de Cristo.
Una vez más, a través de las palabras de Benedicto XVI es el mismo Señor que nos renueva el mandato de ir “que vayáis”. La cita es larga, y a la vez vale la pena. Me parece que es el mejor modo de concluir estas reflexiones sobre las Llamadas de Dios al hombre, porque son una invitación a no acostumbrarnos a esas llamadas de Dios, que son, en definitiva, llamadas a vivir con Dios Padre la alegría de la creación; con Dios Hijo el gozo profundo de la redención; con Dios Espíritu Santo la bienaventuranza de la santificación.
“Os animo a perseverar en el testimonio del amor de Dios, del Hijo de Dios que se hizo hombre, del hombre agraciado con la vida de Jesús, del único Bien que puede saciar el corazón de la gente, pues “más que de pan, el hombre de hecho necesita de Dios”. Conseguiréis así, hacer frente al ‘desierto interior’ del que hablé al inicio de mi ministerio petrino, invitando a la Iglesia, en su conjunto, a “ponerse en camino para conducir a las personas fuera del desierto, a lugares de vida, de amistad con el Hijo de Dios, de Aquel que da la vida, la vida en plenitud (…) Nosotros existimos para mostrar a Dios a los hombres. Y sólo donde se ve a Dios comienza verdaderamente la vida” (Homilía, 24.IV-2005). Si “la boca habla de lo que el corazón rebosa” (Mt 12, 34), podéis conocer vuestro corazón a partir de vuestras palabras. “Reconciliaos con Dios”, de manera que vuestras palabras sirvan sobre todo para hablar de Dios y a Dios” (Benedicto XVI, 8-II-2010).
Ernesto Juliá Díaz
Sacerdote, escritor