“Quizás haya pocas personas que, en algún momento de su vida, no hayan pensado o soñado en ser un mortal fuera del común, o en hacer algo extraordinario, con el deseo de salir del conjunto de seres parecidos que le rodean. Mirarse al espejo y encontrarse como una persona del todo normal y corriente, a algunos les puede producir un cierto desánimo. Y no hay ningún motivo: la normalidad es la más completa encarnación de la belleza.
La tentación sin embargo es grande: lo normal, lo corriente, siempre parece poca cosa. Lo que está al alcance de cualquier fortuna da la impresión de ser algo de poco valor. En ocasiones, incluso, es poco apreciado y no goza de particular buena fama. Parece más bien algo que hay que soportar, por aquello de que todos somos hijos de Adán, y no obstante la conciencia clara de que sin normalidad nos sería imposible vivir.
Se aprecia la exactitud de un reloj, la capacidad operativa y la precisión de la última generación de ordenadores, se ensalza la limpieza de una ciudad; cosas que pueden ser catalogadas entre lo más corriente y normal de nuestros días. Se aprecian, y a la vez se da por algo descontado; algo demasiado obvio para ser tenido en cuenta. Si todo marcha bien, no hay razón ni para extrañarse, ni para dar las gracias a nadie. Es lo menos que se puede pedir, pensamos.
De un lado, esta reacción no es de extrañar. Estamos acostumbrados a ver la cara oculta de la Luna, a seguir una sonda hasta Marte, a contemplar paseos en la estratosfera como si fuera un andar por los pasillos de una casa de vecinos. El macrocosmos y el microcosmos han comenzado a no maravillarnos, aunque esto lleve consigo que perdamos el buen principio de la sabiduría que es, precisamente, el asombrarse ante las cosas. En esta atmósfera ¿qué importancia puede tener el pan cotidiano, que un autobús no tarde demasiado, que llueva cuando conviene en invierno, que haga sol en verano?
De otro lado, estas cosas ordinarias y corrientes forman parte de lo que se ha dado en llamar la rutina de la vida cotidiana. Y esta vida de cada día no suele ser noticia ni argumento para grandes obras de la literatura mundial. Los novelistas recogen, sí, situaciones que pueden suceder, y que de hecho suceden; pero no llegan a dar relieve a lascosas corrientes y molientes.
Algo semejante se da también en la vida del espíritu. Pocos hay que vean el hondo sentido sobrenatural en el hecho de una madre que se sacrifica por sus hijos , que los alimenta y cuida , y luego los ve marchar , con una sonrisa y tragándose las lágrimas , para que sus hijos no sufran de verla llorar , siempre dando gracias a dios en medio también de la pena de la soledad.
Que uno lleve con una sonrisa las contrariedades de cada día, sean muchas o pocas, o que sepa compartir con los demás las alegrías, cosa a veces más difícil, se considera en definitiva dentro de la lógica normal de la convivencia humana; si acaso, se achaca al saber hacer, a la educación recibida, sin ir mas allá. Que uno, en cambio -y vaya dicho con la veneración que merece- se coloque una coraza llena de púas, de manera que se pinche al menor movimiento, como cuentan de un Santo Domingo, apodado precisamente el “acorazado”, es considerado como algo verdaderamente heroico y digno de alabanza y de veneración.
Esta poca estima de la normalidad, de las cosas corrientes, invade también a veces campos tan personales como puede ser el de la piedad, el de las relaciones con Dios. El sueño de que algo extraordinario va a ocurrir, o tiene que ocurrir para convencerse de que se es buen cristiano, está casi siempre como al acecho. Es difícil darse cuenta de que en la Persona de Cristo se descubren todas las grandezas de Dios. Hasta en ese diálogo de tú a Tú con Dios, que es el rezar, se anhela a veces salirse de los cauces normales de una conversación, y se buscan cábalas y vericuetos complicados, esotéricos, con el único deseo de dar más categoría al rezo.
Y no digamos, si nos metemos en le bien ordinario campo del trabajo, tan común y que tanto tiempo ocupa en la vida de los hombres. Parece como si a muchos no les fuera suficiente esforzarse en trabajar bien las horas correspondientes, y hablan de un trabajo que dura dieciocho, diecinueve, y hasta veinte horas al día ( la veracidad de declaraciones semejantes me parece siempre bastante dudosa ). No les basta hacer una cosa detrás de otra, y bien hechas; se enorgullecen de que son capaces de llevar cuatro o cinco asuntos a la vez, y concluirlos todos en un tiempo record (sin sentirse obligados a comprobar como quedan). Con lo bonito que es gozarse del trabajo hecho, y dar gloria a Dios, descansando después.
Me quedo con la armonía y la belleza de la normalidad, de las cosas corrientes.Con la salida y la puesta del sol, que son las cosas más comunes desde la creación del mundo. Con la lluvia menuda que no es noticia, y da fuerza para soportar la tormenta que devasta todo.
Ernesto Juliá Díaz