Al terminar los oficios del Viernes Santo, y en espera del cántico de Gloria en la Vigilia Pascual, La Virgen Santísima parece quedar oculta en su Soledad.
La devoción popular guarda un contenido y amoroso silencio ante la Madre de Dios. No descubre otro camino para manifestarle el respeto por su llanto, por su dolor.
La advocación mariana con la que la saludamos en la Letanía, y que llena el corazón de muchos cristianos de fe, de esperanza: Causa de nuestra alegría, se hace lejana y casi sin sentido alguno, en la desolación del Calvario, en la muerte del Redentor.
Los poetas se han hecho eco, dando palabra al sentir del creyente. “Huyeron loa asesinos./ ¡Qué soledad sin colores!/ ¡Oh Madre mía, no llores!/ ¡Cómo lloraba María!/ La llaman desde aquel día/ la Virgen de los Dolores/ (Gerardo Diego)
Una de las estrofas del Stabat Mater expresa el sentir del pueblo ante la Virgen Dolorosa: “¡Oh cuán triste, oh cuán aflita/ se vio la Madre bendita, / de tantos tormentos llena,/ cuando triste contemplaba/ y dolorosa miraba/ del Hijo amado la pena!”
¿Dejó de ser la Madre de Dios, siquiera por un momento, Causa de alegría para los cristianos?
Se comprende bien que la Virgen transmita a los pastores y a los magos, el gozo divino en el Nacimiento del Hijo de Dios hecho carne. Y se comprende también que nosotros nos preguntemos, acompañándola en la Vía Dolorosa, y en la pena en la muerte de Cristo: ¿deja de ser María transmisora de luz y de gozo, al pie de la Cruz, en su Soledad, cuando está viviendo su Mayor Dolor y Traspaso?
La piedad del pueblo cristiano nos ayuda a descubrir, también aquí, la verdad.
Un anochecer de Sábado Santo estaba yo viviendo en la Plaza de San Lorenzo de Sevilla, la recogida en su templo de la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad. Mientras en la obscuridad de la plaza, iluminada solamente por la penumbra de los cirios, la Madre de Dios, vuelto su rostro a todos los presentes nos dirigía el último saludo, un anciano a mi lado musitó entre dientes una frase que sólo debimos oír la Virgen, él y yo: “María no llores. Resucitará”.
La respuesta a la pregunta que nos hemos hecho sólo puede ser: No. Llena del Espíritu Santo desde su Inmaculada Concepción, la Virgen no deja ni un instante de su vida de manifestar los frutos del Espíritu Santo, que enriquecen la belleza de su espíritu, de su cuerpo, de todo su ser.
Al pie de la Cruz, María se convierte en la primera criatura que adelante el testimonio de la Resurrección de Cristo. Y la Resurrección encierra el canto glorioso de la creación, el gozo cristiano de la Redención, el verdadero sentido de la vida, de la muerte, de la resurrección de la carne, de la vida eterna.
¿Cómo es posible entender esto, si al pie de la Cruz María está sumida en el sufrimiento más profundo?
En los momentos gozosos del vivir, el hombre saborea la alegría casi sin ser consciente de toda la riqueza espiritual que esconde.
Al pie de la Cruz, la alegría de la Santísima Virgen se trasluce en su serenidad, en su paz, en su preocupación por sostener la Fe, la Esperanza, la Caridad en los Apóstoles, desorientados y confundidos ante la muerte de Cristo.
Francisco de Quevedo lo comprendió bien. Termina así un soneto a la Virgen Dolorosa: “Pues aunque fue mortal la despedida,/ aun no pudo, de lástima, dar muerte,/ muerte que sólo fue para dar vida”.
El sufrimiento, la muerte de Cristo es para dar vida. Vida que llena de sentido todo sufrir, de dulzura cualquier amargor, de gozo hasta la pena más honda. Al pie de la Cruz, la Virgen Dolorosa vive con el Hijo el gozo de la Redención, del triunfo sobre el pecado y la muerte.
El gozo de la Madre en el dolor, en su “Mayor Dolor y Traspaso” se contiene en su corazón, en espera de que la muerte salvadora del Hijo exprese su triunfo en la mañana de la Resurrección.
No somos nosotros quienes acompañamos a la Virgen en su Soledad; es la Santísima Virgen quien nos acompaña a nosotros, y nos sostiene en el desaliento. No somos nosotros quienes hemos de sostener a la Virgen, anunciándole la Resurrección.
Es Ella, consciente de ser la única criatura que guarda en su corazón el Misterio de la Resurrección, que todavía no puede desvelar ni adelantar a ningún otro ser humano por que es un secreto entre su Hijo y Ella, la que nos hace entrever, en su soledad, en su llanto, la cercanía de la luz, y nos susurra al oído del corazón: aleja de ti la tristeza, que mi Hijo resucitará.
Virgen de Dolores: Causa de nuestra alegría.
Ernesto Juliá Díaz. Sacerdote y escritor.