Letanías de la Virgen
Encuentros con la Madre de Dios
Presentación
Los escritos sobre Santa María, la Virgen Madre de Dios, continuarán surgiendo del corazón de los cristianos, generación tras generación, en el anhelo de descubrir la verdad, y la belleza de la Inmaculada, de la Asunta al Cielo.
Y hasta el final de los tiempos, hombres y mujeres elevarán Dios su corazón y sus labios recitando las invocaciones de la Letanía Lauretana.
Ella ya lo anunció: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Y el anuncio-profecía, se convierte en invitación suave, delicada y fuerte, en el corazón de quien lo recibe.
Estas páginas son un escrito menor y, además, parco en palabras. Consciente de que todo acercamiento a la Santísima Virgen está movido por la fe y sostenido por la devoción he preferido no engarzar razonamientos y consideraciones, y mucho menos extenderme en sobreabundancia de adjetivos y de loores sobre la Madre de Dios.
A la postre, se me ocurre que toda la retórica del encarecimiento no es más que un obstáculo para que los ojos penetren en el misterio de la Virgen sencilla de Nazaret, de la Virgen de los Dolores al pie de la Cruz; de la Virgen Gozosa en la Resurrección.
Las invocaciones, los títulos, las jaculatorias –renovadas día a día, más que repetidas, siglo tras siglo- que brotan del corazón del creyente contemplando a la Madre de Dios, hablan por si solos en el silencio recitado de la Letanía, que concluye el rezo del Santo Rosario.
Y esos “piropos encendidos” (San Josemaría Escrivá) renuevan la admiración ante la presencia de la Virgen Santísima, Madre de Dios, Madre de la Iglesia, en el misterio de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, en el misterio del caminar histórico, terrenal, de la Iglesia.
¿Quién pronunció por vez primera cada una de esas invocaciones, convertidas en súplicas al solicitar la intercesión de Santa María y decirle: “ruega por nosotros”?
Nadie lo sabrá nunca. La Virgen Santa guarda cada nombre en su Corazón, y lo presenta a Dios: para Ella, ningún ser humano es anónimo.
El papa Sixto V en 1587 aprobó el texto de la Letanía que rezaban ya los fieles desde cientos de años atrás, y que había sido enriquecido con el título “Auxiliadora de los Cristianos”, tras la victoria naval de Lepanto en 1571.
Conocemos apenas pocos detalles más de cómo se fue construyendo el himno que pronunciamos hoy. “Reina de todos los santos” fue añadido por el papa Pío VII al regresar a Roma después de haber estado encarcelado por orden de Napoleón Bonaparte. “Reina concebida sin pecado original” comenzó a recitarse en 1846, años antes de la declaración dogmática del papa Pío IX. “Reina del Santísimo Rosario”, aunque incluida por algunos fieles dos siglos antes, fue aceptada para toda la Iglesia, en 1883.
Otros Papas enriquecieron, desde entonces, el conjunto. León XIII introdujo la invocación “Madre del Buen Consejo”; Benedicto XV, la de “Reina de la Paz”; y finalmente, Juan Pablo II añadió las de “Madre de la Iglesia” y “Reina de las Familias”; quizá en un anhelo de encontrar en el corazón de María un nuevo calor de vida para los fieles de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo y para que todos los creyentes descubran y renueven, en sus propios hogares, el amor escondido en la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María.
Al contemplar los títulos con los que el pueblo cristiano se dirige a la Santísima Virgen desde hace tantos siglos, más que descubrir enseñanzas he preferido sencillamente mirar a la Madre de Dios, y en el acto de Fe, pedirle su Luz, para penetrar en el misterio de las “cosas grandes que ha hecho con Ella, Dios Todopoderoso, cuyo nombre es Santo”.
Cada advocación de la Letanía es un encuentro personal con Ella.
Cada advocación es una palabra que Ella misma nos dirige para ayudarnos a penetrar en su “misterio”, en su relación con Dios: el misterio de María es el misterio del amor de Dios a los hombres.
Cada advocación es una mirada maternal, santa, virginal de la Madre de Dios. Una mirada que nos invita a descubrirla en los múltiples e inabarcables reflejos de su luz.
“Luz de Dios” que la Virgen regala a cada creyente en su Hijo que eleva sus ojos hacia Ella. Luz gozosa en momentos de serenidad; y luz orientadora en los instantes de tribulación. Luz amorosa en diálogos de piedad; luz misericordiosa en oración de arrepentimiento.
María es siempre para quien la contempla, Luz de Cristo, Luz de Dios. Lumen Christi, Lumen Dei.
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Estas páginas son palabras escritas con el anhelo de que cada lector, cada lectora, quiera convertirlas en oración personal a la Virgen, como respuesta –siempre inadecuada- a la invitación que nos dirige a buscarla, a conocerla, a salir a su encuentro.
Convencido, como estoy, de que recordar en el corazón las advocaciones de la Letanía Lauretana convierte ese corazón cristiano en acueducto que une la tierra al cielo, el tiempo a la eternidad, y lo prepara para vivir, ante la mirada maternal de María, el encuentro definitivo con Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo.
Por eso, una vez concluidas las advocaciones de la Letanía he añadido una página dedicada a Nuestra Señora del Encuentro.
No sé si he conseguido mi propósito. En cualquier caso, quedarme en el empeño es ya, en cierto modo, haber llegado.
Santa, Madre, Virgen, Reina; y, entre Virgen y Reina, alabanzas, títulos que recogen la conversión que la gracia de Dios ha llevado a cabo en el espíritu de la Santa Virgen Madre, de la Virgen, Madre, Santa; y hacen posible que la Creación, la humanidad que contempla a Dios – y que Dios contempla- la proclame Reina. Reina del Amor Hermoso, porque después de dejar reinar a Dios en su espíritu, Ella reina en el Corazón de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo.
– Santa, en plenitud de vida en el Espíritu Santo
– Madre, en plenitud de donación de vida en Nuestro Señor Jesucristo
– Virgen, en plenitud de gozo de vivir en Dios Padre; para Dios Hijo; con Dios Espíritu Santo
– Reina, en plenitud de amor y de servicio con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo
Santa, en su vivir en Fe;
Madre, en su vivir en Esperanza;
Virgen, en su vivir en Caridad;
Reina, en su vivir en el Gozo de su Señor;
Reina, en su vivir materno en el corazón de los hombres;
Reina, en su vivir glorioso con los Ángeles, los Arcángeles.
Santa
¡Qué mejor obertura para la letanía, que esta afirmación neta de la santidad de María, después de las alabanzas a la Santísima Trinidad!
Santa, llena de gracia. Dios está con Ella, en Ella.
El Arcángel San Gabriel le hizo partícipe del gran misterio: “¡El Señor está contigo!” ¿Puede vivir un Ángel, un Arcángel, gozo mayor que anunciar a una criatura la plenitud del amor de Dios?
Mirando a Santa María, el cristiano contempla a la misma mujer que Dios ama; a la misma mujer que llenó con su belleza la mirada del Arcángel, y desbordó de gozo su corazón; a la misma mujer que une su alma, su espíritu, todo su ser, a quienes, le han llamado, le llaman y le llamarán Bienaventurada por los siglos de los siglos.
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Santa Maria
El Señor llamó a la Virgen por su nombre. “Y el nombre de la Virgen era María”. La “Santa”, la mujer en la que Dios está, a quien escoge para nacer en Ella, tiene un nombre. Dios le ha dado un nombre: María.
María, la criatura en quien Dios, encarnándose, hace nuevas todas las cosas. María, la mujer contemplada por Dios, que acoge sorprendida la mirada de Dios sobre Ella, los ojos del Altísimo que en Ella se gozan, se recrean.
María, la santificada en la Creación recreada en su nacimiento; y santificada en la plenitud del amor de Dios en la Redención.
María, la criatura amada por Dios en la infinitud de su Corazón; Santa para acoger en su seno el Hijo de Dios, la Gracia de Dios, Dios vivo, Dios Espíritu Santo.
“Santa María”, así la llamó Dios al contemplarla. Dios se descubrió a sí mismo en los ojos de la Virgen, descubrió “su imagen y semejanza” en la plenitud de su acto creador. Una “imagen”, “semejanza” ya, en el Espíritu Santo.
Dios vio reflejada en María su santidad, todo su amor. Y se recreó en Ella, en esa única e inefable relación que sólo la Virgen, que ha llevado en su seno a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, llega a tener con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
María, única criatura que expresa su santidad amando en plenitud vital, con el corazón de Dios, como ama Cristo. Madre del Amor Hermoso.
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Santa Madre de Dios
María es la plenitud de la santidad; el fuego de Dios se enciende en Ella. Las entrañas de María engendran a Aquel que dijo: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Juan 12, 45), “El Padre y yo somos una sola cosa” (Juan, 10, 30).
En santidad, María deja “hacer” a Dios; en silencio, sin quejas, sin sobresaltos. Y Dios nace en Ella.
San Anselmo no se contuvo: “¡Oh mujer, llena, superllena de gracia; de cuya plenitud son regadas, y reverdecen, todas las criaturas. Oh Virgen bendita y superbendita, en cuya bendición toda la naturaleza queda bendecida; no sólo la creación por el Creador, también el Creador por la criatura!”. Las tonalidades del lenguaje humano tienen límites infranqueables.
¿Cómo una criatura puede llevar peso semejante: el peso del Creador?
¿Cómo amó Dios a la Virgen hasta hacer posible que María pudiera vivir en los límites del tiempo y del espacio, la plenitud de amor de Dios, la Maternidad de Dios?
La vida de Dios en María rompe todos los límites de la criatura.
“No puede verme el hombre y seguir viviendo” (Ex 33, 20). María rompió la voz de la Escritura; rompió los límites de las relaciones de las criaturas con el Creador. Madre; ve a Dios su Hijo con los ojos de la Fe, con los ojos maternales de la carne ya por adelantado redimida; con los ojos de Dios Padre, en la luz de Dios Espíritu Santo, porque ve a Dios con los ojos de Dios que lleva dentro de sí. Ve a Dios en su esplendor y en su ocultamiento; en su grandeza divina, en su miseria humana. Ve a Dios, y vive, porque es Madre y engendra a Dios.
Y en la luz recibida en ver a Dios, la Virginidad de la criatura hace posible la Maternidad divina. Todo es de Dios. El Hijo de Dios se engendra en el silencio de la Virginidad de Madre; y en Ella nace.
“La expresión Virgen-Madre es criterio de verdad de la misma realidad humana y divina de Cristo: verdadero hombre en cuanto nace de verdadera mujer; verdadero Dios en cuanto nacido sobrenaturalmente de una Virgen” (San León Magno).
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Santa Virgen de las vírgenes
La más santa de las vírgenes; la Santa entre las vírgenes. Con María cualquier comparación, cualquier paralelismo carece de sentido.
Virgen, en la que todo un Dios se recrea. Virgen, criatura preparada para que se realice la plenitud de la obra de Dios; preparada y disponible.
A la plenitud de disponibilidad virginal de María, sale al encuentro la plenitud de la donación de Dios. En la humildad y en la fe, la virginidad de María engendra al Hijo de Dios.
María no ha sido escogida entre muchas; ha sido creada única. Es la criatura sobre la que Dios Padre dice continuamente: “Y vio que era muy buena” (cfr. Gen 1, 31).
“Huerto cerrado; fuente sellada” Las alabanzas de la Escritura se empequeñecen ante María. “Huerto cerrado” que se abre a la inmensidad de Dios. “Fuente sellada”, manantial que de la tierra sale al encuentro de la infinita sed de amor de Dios: “Tengo sed”.
Virgen: criatura que se goza en el Señor. En quien la luz de Dios disipa todas las tinieblas; ilumina todos los rincones de su espíritu para que puedan descubrir el resplandor de Dios; el gozo de Dios. La luz de Dios no las aniquila; las ennoblece y exalta.
Virgen que realiza en Ella la plenitud de la Maternidad. Sólo siendo Virgen, viviendo permanentemente Virgen, el fruto de la Maternidad se hace presente más allá de todos los límites impuestos a la Creación
En su Virginidad, María fue testigo vivo del comienzo nuevo de todas las cosas, del gran milagro de la Encarnación: “Él, que no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios”, es el mismo que, “en la plenitud de los tiempos, nació de mujer” (cfr. Gal 4, 4).
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Madre
Santa en la plenitud del Espíritu Santo que la habita, María es Madre. Madre del Creador, porque quien todas las madres han sido creadas; en quien todas las madres viven una nueva creación; con quien todas las madres se alegran en su maternidad.
Engendradora de vida; de la vida humana del Hijo de Dios y del Hijo del Hombre; de la vida divina de los hijos de Dios, y de los hijos de los hombres.
María, Madre Santa, ayuda a los creyentes a acoger la Vida en el corazón; como Ella lo recibió en su seno; y vive su Maternidad con el Cristo que nace en cada cristiano.
La santidad es maternal. Dios es perenne dador de vida. Todo lo que se engendra es donación gratuita de Dios: toda maternidad es santa, es vida de Dios, es transmisión del amor donante de Dios.
María, Madre a Quien Dios Padre confía el latir del corazón humano de su Hijo Unigénito.
María, Madre a Quien Dios Hijo confía los hijos de los hombres. “Ahí tienes a tu madre” (Juan 19, 27).
María, Madre a Quien Dios Espíritu Santo, confía a Cristo que se engendra en el espíritu de cada cristiano, al “Cristo” que sus ojos ven en cada criatura.
La Fe de María es su Santidad; la Maternidad, su Esperanza.
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Madre de Cristo
En el diálogo con el Arcángel, el corazón de María se abre a la luz. Ante su anhelo de conocer, el Arcángel revela el anuncio: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35)
“Hágase en mí según tu palabra”. Y el Verbo se hizo carne.
La Virgen Santísima da una respuesta a la súplica divina, y ofrece a Dios lugar para su asentamiento en el mundo del espacio, del tiempo.
La alabanza de la maternidad de María comienza en esta letanía con el título que la ensalza por encima de toda la creación; que la sitúa más allá de los límites de la inteligencia y de la imaginación del hombre; en el centro del corazón de Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo.
Es la Madre quien se hace al Hijo; no el Hijo a la Madre. Es la Madre que, al dar vida al Hijo, vive del Hijo, en el Hijo, por el Hijo, para el Hijo. Y, a la vez, es el Hijo quien vive el gozo de Dios en llamar Madre a una criatura. ¿Puede extrañar que llamen a María bienaventurada todas las generaciones?
En su maternidad divina Santa María colma la alegría de Dios y el sentido de la criatura, el sentido de toda la creación: que Cristo nazca en cada creyente, en cada hombre; que el alma cristiana, con María, sea también Madre de Cristo.
La devoción popular ruega, y clama, a María: Monstra te esse matrem: muestra que eres madre.
¿Fue la Virgen plenamente consciente de ser Madre de Dios? ¿Cabe en una inteligencia humana una realidad existencial que sobrepasa la existencia humana?
Madre de Dios Hijo, a petición de Dios Padre, en el amor de Dios Espíritu Santo.
Los ojos, grandes y maternos de María, llenan de paz el espíritu; le transmiten el “misterio” de la cercanía de Dios, en el tiempo, en el espacio.
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Madre de la Iglesia
Madre de la Iglesia, Madre de la familia de Dios, del pueblo que Dios se ha escogido.
María es “sin ninguna duda, madre de los miembros del cuerpo de Cristo, que somos nosotros, porque ha cooperado con su amor al nacimiento de los fieles de la Iglesia” (San Agustín).
Engendradora del Hijo de Dios, María es, en su Hijo, engendradora de la Iglesia, “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium, n.4).
Ella es la primera Iglesia; el primer templo de Dios en la tierra. Ella es la primera que “convoca” a los Apóstoles para vivir con ellos la esperanza de la Resurrección, viviendo con ellos la Fe en la divinidad de su Hijo.
En la espera entre la Cruz y la Resurrección, María guarda en su corazón la Fe y la Esperanza de toda la Iglesia.
María prepara y acompaña a los Apóstoles, a la Iglesia, para acoger a su Hijo Resucitado; y poder recibir con “corazón contrito y humillado” al Espíritu Santo.
Madre de la Iglesia viva en el corazón de cada creyente, Madre de la Iglesia viva en cada familia cristiana; madre de la Iglesia, la familia de Dios que se regenera y comienza siempre de nuevo, de generación en generación.
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Madre de la divina gracia
Engendradora de vida cristiana en el creyente. Generadora de la Gracia. “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, n. 22).
María hace posible, con su misión de “generadora y educadora” en el pueblo cristiano, que germine la participación en la naturaleza divina en el espíritu de cada cristiano, en Fe, en Esperanza, en Caridad. Que germine, crezca, se desarrolle y dé fruto.
Ella vive con Dios, con Cristo en familia, y enseña a tratar a Cristo en cercanía y confianza. Viendo en Cristo al hermano; el hijo de la Iglesia ve en la Virgen a la Madre; y a todos los demás creyentes, “hijos en el Hijo”; “hijos en Cristo Jesús”, en el corazón del Padre. María prepara el espíritu para acoger a Cristo, con el amor que Ella lo acogió en Belén, en el Calvario, lo depositó en el Sepulcro.
Dios ha querido que María sea Madre en todo lo que de Él proviene, de todo lo que Él ha hecho nacer, ha creado. En María, el creyente participa del corazón materno de Dios, en todo lo que lleva a cabo.
Todo lo que es de Cristo, es de María.
“Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza, la caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (Lumen Gentium, n. 61).
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Madre Purísima, Madre castísima, Madre inviolada; Mater intemerata.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. María es la bienaventurada por excelencia; la criatura que fijó su mirada para siempre en Dios.
Limpia de corazón; corazón siempre iluminado por el resplandor del Espíritu Santo; convertido a la luz de Dios, en la luz de Dios. Toda la creación habla a María del Creador; todo pecado de los hombres mueve su corazón hacia Cristo Redentor; en reparación de amor.
Toda su alma en Dios Padre, todo su cuerpo en Dios Hijo; todo su espíritu en Dios Espíritu Santo. Todo su ser, toda su persona, en Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo.
Toda Virgen, Toda Madre, Toda Casta, Toda Amor.
Castísima. La maternidad es casta, y la castidad es maternal. Castidad que no se limita a ser carencia de mancha, no es sólo renuncia. La castidad engendra maternidad. Castidad es ofrecer todo el propio ser al servicio de los planes de Dios. Todas las potencias, todas las cualidades; y en esa disponibilidad, el creyente se convierte en “espejo”, en “reflejo” de la luz de Dios, en el ejemplo realizado en María.
Santa María, Madre de Dios. Dios es amor; María castísima es madre del Amor Hermoso.
Nada enturbió el ánimo de María. Llena del Espíritu Santo santificó la creación, engendrando al Creador; y su canto de agradecimiento a Dios Padre, por haberla creado mujer perdura eternamente y llena de luz los más recónditos lugares del universo.
Contempló el engendrarse de Dios en su corazón limpio, casto y puro. Todos los amores del mundo están en su corazón, porque en su seno esta el Amor, el Espíritu Santo.
Nada ni nadie violó la paz de su corazón “en el que todo un Dios se recrea”; en el que la alabanza a Dios es un canto que llega a la vida eterna. ¿Quién podía alterar su espíritu, violar la paz de su alma? Un corazón que sólo se angustió al no encontrar a su Hijo en la caravana; y no se concedió descanso en la búsqueda hasta hallarlo.
Sin temor que la turbe ¿quién podrá turbar a La que vive pendiente de los labios de Dios? ¿Qué curioso acontecimiento podría turbar a la que engendra al Creador, a quien domina todo lo que pudiera ser causa de tribulación? Las insidias del diablo; las insidias y las traiciones de los hombres enmudecen ante la Virgen Casta.
El Creador que permitió la tribulación de Job, de Abraham, no puso jamás a prueba la confianza en María. “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38).
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Madre Inmaculada
Solo en la riqueza inmaculada de la plena conciencia vivificante de la “nada”, y en la plena libertad de una criatura Virgen, puede la Madre de Dios osar decir, con calma, con gozo, sin angustia, esa frase “Hágase en mí según tu palabra”.
El amor y el pensamiento del pueblo cristiano, de los creyentes que aman a la Madre de Dios, se gozan en considerar a María libre del pecado original desde el primer instante de su concepción. La Iglesia no tiene duda, y ha declarado dogma esa verdad.
Era lógico que el Hijo de Dios se engendrase en carne sin pecado; aunque desde el principio se “hizo pecado” por nosotros. Era conveniente que la criatura que debía acoger a Dios estuviera libre de pecado, para permanecer libre ante Dios, para contemplar en libertad y amor a Dios; para abrir su espíritu sin límites al amor de Dios.
Solo la criatura sin pecado podía ver a Dios “cara a cara”, y no morir. Como lo vieron Adán y Eva en el Paraíso. Moisés no pudo ver así a Dios (cfr. Ex 32, 20) por estar bajo la ley del pecado.
Sin pecado. Porque sólo una criatura sin pecado ve inmediatamente cubierto por el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, el abismo que separa a la criatura del Creador. Un abismo que abrió el pecado; un abismo consecuencia de la desconfianza del pecador. Adán y Eva acogieron con serenidad a Dios en el Paraíso: sólo después del pecado temblaron ante Él, le temieron.
El Corazón Inmaculado de María es el Paraíso, el Cielo, la nueva Jerusalén iluminada “por la gloria de Dios”.
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Madre amable
¿Por qué subrayar en la Santísima Virgen una característica de la que gozan todas las madres, y que casi forma parte inseparable de la maternidad?
Amable. ¿Puede una madre dejar de ser amable?
Es cierto que está escrito: “Aunque una madre abandonase al hijo de sus entrañas… (cfr. Is 49, 15)”. Es cierto también que hay hijos abandonados. La ruptura entre la carne y el espíritu; entre la sangre y el corazón, es realidad frecuente entre los hombres, aunque a cualquier ser humano se le hace muy difícil de entender y comprender.
Madre amable. La Virgen que ha engendrado a Dios, que ha engendrado en la tierra el Amor; que ha dado vida mortal al Amor eterno. Que acoge al Amor, y en la amabilidad oculta su gozo.
La plena disponibilidad de la Virgen, recibe con amabilidad la plena exigencia de Dios, y la hace amable.
Es la Madre de Dios que recibe toda la amabilidad de Dios Padre al recibir a su Hijo Jesucristo, y que, a la vez, da a Dios toda la amabilidad de la que la criatura es capaz.
Dios busca el amor del corazón humano, recostado, abandonado, dormido, en los brazos de Santa María. ¿No ha temblado alguna vez María al vivir el agradecimiento de Dios?
Ella cambia el modo de amar del hombre a Dios, de la criatura al Creador, porque comprende el modo en el que Dios quiere ser amado, como solamente una madre está en condiciones de descubrir. En su corazón se desvanece el miedo del hombre a Dios, el falso temor de Dios.
En la amabilidad de María se conforta Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la amabilidad de María Dios recobra su libertad de actuar con confianza en la historia de los hombres.
En la amabilidad de María el hombre descubre el porqué llamará bienaventurada a la Madre de Dios, hasta el último día de su caminar en la historia.
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Madre admirable
Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo es el primero en admirarse de María. Dios se admira ante la criatura de la que eternamente dirá: “Y vio que era muy buena”
¿Qué se ha de admirar sobremanera en Santa María? ¿Qué atrae más, y con más fuerza, la atención de quien contempla a la Madre de Dios?
María es la criatura que más plenamente refleja la admirable presencia de Dios en el mundo, en la historia.
Antes que en su “hacer”, antes que en sus “virtudes”, María es admirable en su ser. María es la criatura, la hija de Dios que vive la “nada” de su ser con más intensidad y claridad, en el gozo del don y sin las angustias que el pecado origina al hombre cuando al contemplar su vacuidad la vislumbra separada de la inmensidad de Dios.
Y “vive” la nada de su ser descubriendo su riqueza, como el camino que le permite la apertura de su espíritu para acoger a Dios. Sólo en la riqueza inmaculada, en la plena conciencia vivificante de la “nada”, puede la Madre de Dios osar decir esa frase: “Hágase en mi según tu Palabra”
Es madre admirable en su bondad, en su recogimiento, en su dejar hacer a Dios. Es la criatura que sonríe a la mirada del Creador.
Admirable en su humildad y sencillez: “Hágase en mí según tu Palabra”
Ella es la criatura que se deja amar enteramente por Dios.
Más allá de toda su belleza; más allá de la plenitud de su virtud, de su bondad.
Admirable por su serenidad ante Dios; por haber creído: ¡nacer Dios en una criatura, y realizarse ese acontecimiento en mis entrañas”.
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Madre del Buen Consejo
Santa María, llena del Espíritu Santo, sabe tratar a Dios. María no habla con Dios como el “Absolutamente Otro”
Con su respuesta inmaculada a la invitación de Dios ha roto todas las barreras que la desconfianza de Adán y de Eva había levantado en el Paraíso entre los hombres y Dios.
“Haced lo que Él os diga”. Consejo que hace bienaventurada a la Madre de Dios. Palabras con las que invita a todos los hombres a reordenar la relación con Dios en plena confianza y abandono.
No necesita oír una palabra de la boca de Cristo para invitar a los hombres a seguirle. Conoce el corazón de Cristo, sus designios. Sabe que ha venido a servir.
El consejo de María hace llegar la amorosa luz del corazón de Dios al corazón, a la inteligencia del hombre.
Su palabra no es una orden que hay que seguir; es una sugerencia que invita a la libertad a hacerla propia y, a llevarla a cabo. El hombre descubre la riqueza de su contenido y el amor de Dios en que ha sido engendrada la palabra de María, y le da vida.
Su consejo no está dirigido a una persona, a una situación concreta que se pretende resolver. Su consejo surge de conocer el amor de Dios a los hombres; y de su amor a las criaturas, de su amor a Dios.
Es un consejo que se apoya en el Amor y en la confianza, que descansa en la paternidad de Dios. Es el consejo de plena confianza en Cristo que devuelve a la criatura la confianza perdida en el paraíso. La palabra de Dios no es engañosa.
Santa María, conocedora de los planes de salvación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, sabe que Dios tiene una palabra para cada ser humano. Esa “piedra blanca” con nombre propio de cada ser humano: “Haced lo que Él os diga”.
Ella hizo siempre lo que el Señor le dijo; y se movió de Nazaret hasta Belén en el mayor abandono y desamparo; se fue a Egipto y regresó a Galilea; y acompañó a su Hijo desde la cuna hasta el sepulcro, hasta la Resurrección.
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Madre del Creador; Madre del Salvador
Las palabras rozan ya el límite de su capacidad expresiva. Sólo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha podido llamar a María con esas palabras.
Madre del Creador. ¿Cómo puede tener madre Aquel que es el origen de todas las madres?Madre del Salvador. ¿Cómo puede tener madre Aquel que salva de sus pecados a todas las madres?
¿Cómo ha querido tener Madre el creador de toda paternidad, de toda maternidad; Él, que da sentido y redención a toda maternidad, a toda paternidad?
El asombro de María –“¿Cómo puede ocurrir esto, si no conozco varón?” (Lc 1, 34)- es apenas la expresión de los límites de la criatura, de su incapacidad para comprender la perspectiva de ser convertida en Madre de Dios, sin dejar de ser virgen.
La sorpresa y el asombro de dar vida al dador de la Vida se convierten en canto de agradecimiento al vivir el gozo divino y humano del Padre Creador, que solicita vida prestada a su hija María para su Hijo, a Quién ha de poner por nombre “Jesús”.
El nacimiento de Cristo no se corresponde al mandato originario que el hombre ha recibido de “creced y multiplicaos”. Sólo la Madre de Dios puede ser Virgen; y no sólo: la Madre del Creador, la Madre del Salvador.
La sorpresa y el asombro de dar la vida humana a Dios Hijo se convierten en canto agradecido al vivir la alegría del Hijo Creador, Quien agradece la vida recibida de su Madre María.
La sorpresa y el asombro de dar la vida humana a Dios Hijo se convierten en asombro agradecido a Dios Padre, al descubrir en su corazón la plenitud de Amor de Dios Espíritu Santo.
Todos los afanes de salvación que el espíritu humano engendra se dan cita en el corazón de María. La Madre del Salvador acerca al mundo el anhelo redentor de su Hijo, “primogénito” entre muchos hermanos, e invita al mundo a dirigirse abiertamente a Dios.
La devoción a la Madre del Salvador devuelve al hombre la confianza en Dios, que ha querido ser engendrado en el seno virginal de una criatura, María, para llevar a cabo su sueño de salvar a todos los hombres y de que lleguen al conocimiento de la Verdad, que nació en María: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Juan, 3, 17).
Madre del Creador, Madre del Salvador. María vive en la mansedumbre de su corazón la alegría de Dios Padre en la Creación: “Y vio que todo era bueno, muy bueno”. Y vive en la misericordia del Espíritu Santo el gozo de Dios Hijo en la Redención.