Virgen
Disponibilidad plena ante Dios; corazón abierto al amor de Dios; abierto y entregado a dejarse amar. Sólo una Virgen podría engendrar a Dios en amor virginal
María deja actuar a Dios; la que adora a Dios se goza en adorarle y se abandona al amor de Dios, consciente de que en ser amada está todo el sentido del vivir.
Virgen en el más humano de los sentidos: íntegra físicamente, íntegra espiritualmente. “Antes del parto; en el parto; después del parto”.
“Virgen antes del matrimonio, virgen en el matrimonio, virgen durante el embarazo, virgen cuando amamantaba” (San Agustín).
Virgen María, criatura en quien Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo llevan a cabo en plenitud su obra en la creación, en la redención, en la santificación.
Virgen, Madre de Dios; y así, la Virginidad física y biológica de María, con su corazón inmaculado, hacen posible que sea Madre de la Iglesia, madre de todos y de cada uno de los hijos en su Hijo.
Virgen, Santa, Inmaculada. Sólo así puede saberse querida y amada por Dios. Ni una sombra, ni un obstáculo, paralizan la plenitud de luz de ese amor. Con sus fuerzas, y consciente de la plenitud de ser amada, lleva en su espíritu todo el peso del amor de Dios.
Virgen, ama con el amor del Padre, con el amor del Hijo, con el amor del Espíritu Santo.
Santa, Virgen, Madre en la Trinidad; desde el seno de la Santísima Trinidad.
Virgen prudentísima
Suspende el juicio; guarda en su corazón memoria de todo lo que sucede a su alrededor. Y espera descubrir la luz de Dios en todos los acontecimientos. En su corazón, la Sabiduría echa raíces.
María descubre en su vivir, y ayuda a descubrirlo a quienes viven con Ella, la verdad de las palabras de la Escritura que afirman que Dios actúa siempre “para el bien de los que le aman”; y canta gozosa las maravillas que en Ella, con Ella y por Ella, ha hecho el Señor.
La Virgen sin pecado, en unión con el Espíritu Santo, sabe cómo hacer todo lo que Dios Padre le pide; todo lo que a Dios Hijo agrada.
El corazón inmaculado de María busca la gloria de Dios. Mejor, más que buscar, es guiado, atraído, por el resplandor de la gloria, resplandor que está siempre ante su mirada: Cristo Jesús nuestro Señor.
Virgen prudentísima porque siempre escoge “servir” amando. Sabe que su Hijo “no ha venido a ser servido, sino a servir”; y le sigue.
Virgen digna de veneración
Veneración: admiración, afecto, anhelo de exaltación. Movimiento del espíritu que dirige el centro del alma al corazón de la persona venerada, de la persona amada.
Veneración a la Virgen, veneración a la Madre. Reconocimiento agradecido. La acción de gracias es quizá la alabanza más sencilla, más humana, más divina. Agradecimiento también por alcanzar a venerarla, por tener el corazón preparado para alabarla, después de haberla encontrado y contemplado.
El cristiano venera la inocencia de la Virgen y el cariño materno de la Madre.
Veneramos la docilidad de la Esposa Inmaculada y el gozo de la Asunta en el Cielo. Y llenamos de gozo el corazón de la Virgen alabando en Ella a Dios Todopoderoso que la miró, la redimió, preparó su camino para acoger a Dios hecho hombre.
María convierte la veneración que le expresan todas las criaturas en adoración a Dios.
En veneración a María el corazón del creyente se abre en adoración a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Virgen digna de alabanza
“Bendita Tú entre las mujeres”. “Te llamarán bienaventurada todas las generaciones”.
Isabel unió su gozo “en decir la alabanza” al gozo de María en oírlo. Isabel y María sabían que era el Espíritu Santo Quien abría sus labios.
Es bueno proclamar la grandeza de Dios; y ¿qué grandeza semejante a la de María?
En María la veneración es alabanza; y la alabanza, reconocimiento de las “cosas grandes” que ha hecho en Ella el Todopoderoso, cuyo nombre es santo.
“Merece ser predicada abiertamente porque jamás cometió ningún pecado, ni siquiera el más pequeño; porque el pecado no tiene en Ella parte alguna; porque, poseyendo la plenitud de la gracia de Dios, nunca pensó un pensamiento, dijo una palabra, hizo ninguna obra, que desagradara, que no fuera la más agradable a Dios Todopoderoso; porque en Ella aparece el más aplastante triunfo sobre del enemigo de las almas” (Newman).
El cristiano alaba a María por las mismas razones que María alaba a Dios: “Porque ha mirado la humildad de su sierva… porque ha hecho en mí maravillas el Todopoderoso, cuyo nombre es santo” (Lc 1, 48-49).
La Iglesia ha entonado desde sus orígenes un canto de alabanza a María. Y en alabanza, la ha reconocido “Obra de Dios” en su Concepción Inmaculada; en su Asunción en el Cielo; en su nacer en Dios, en su morir en Dios.
Virgen poderosa, Virgen clemente
Poderosa y clemente. ¿Omnipotencia suplicante? Poderosa no solo en la intercesión; poderosa en el amor, en dar la vida amando.
Poderosa porque ama con el corazón de Dios; y con Dios, María es clemente; rica en misericordia. Clemente, porque al saberse amada por Dios –ese es su poder-, vive la fragilidad humana, la indigencia humana, y se goza en la compasión de Dios.
María es rica en misericordia porque contempla el poder de Dios, dispuesto y decidido a la clemencia de la criatura. María ve la Omnipotencia divina viviendo el servicio del corazón misericordioso de Dios.
Poderosa, porque descubre en el Corazón de Dios los manantiales inagotables del amor, del perdón, de la clemencia. ¿Quién como María ha descubierto los insondables misterios del Corazón de Dios, “lo que Dios tiene reservado para los que le aman”? (1 Cor 2, 9).
Poderosa, porque conoce el ansia del corazón de Dios y sabe llenarlo de amor. María, al abrirse a la Voluntad de Dios, descubre que el gozo de Dios es hacer “la voluntad de María”.
Poderosa y clemente en el mismo latido de su corazón. La fragilidad humana de María se familiariza, en el Espíritu Santo, con la omnipotencia divina de Cristo. En María, la indigencia de la Criatura acoge, en el Espíritu Santo, la omnipotencia del Creador.
María, en su poder y en su clemencia, transmite integra la luz de la clemencia divina, y ama por todas las criaturas que no aman, por todas las criaturas que no se sienten dignas de amar, de ser amadas.
Recibiendo a Cristo, María abre su corazón al afán divino de redención. “Fuego –Espíritu Santo- he venido a traer a la tierra, y ¿que quiero sino que arda –que llene el corazón de los hombres?” (cfr. Lc 12, 49). “Para esto he venido al mundo”. Clemente, porque sabe del gozo de Dios en perdonar; clemente, porque sabe que para Dios hay más alegría en dar que en recibir.
Clemente, porque su clamor no cesa y hace eco en todo tiempo, en todo lugar, a las palabras de Cristo: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
Virgen Fiel
Fiel, la llena del Espíritu Santo; la embarazada de Dios Hijo; fija para siempre su mirada en los ojos de Dios Padre.
¡Hágase en mí según tu Palabra!
En el corazón de María se anida la fidelidad a Dios de cada criatura, se recoge la fidelidad de toda la creación al querer amoroso de Dios. El corazón de Dios recibe con gozo, en la fidelidad de la Madre de Dios, la confianza abandonada de la criatura.
¡Hágase en mí según tu Palabra!
Jamás llegaron al cielo, desde la tierra, palabras que hayan penetrado más hondamente el seno de la Santísima Trinidad.
San Bernardo conmueve los fundamentos de su ser en espera de la respuesta de María. El santo es consciente de que su eternidad está pendiente de la palabra fiel de la Virgen “¿Por qué dudas?” ¿Duda Santa María?
Virgen fiel. Fiel a la llamada de Dios; su fidelidad es agradecida. Fidelidad humilde de la Virgen que, con su gracia, lleva el peso del amor de Dios, y se sorprende de ser amada así.
Fidelidad sin condiciones. Con María, la plenitud de la confianza de la criatura en su Creador, que Adán había ahogado en el paraíso, vuelve gozosa a la tierra. El Espíritu Santo abre los labios de María, después de haber llenado su corazón, su inteligencia.
“Hágase en mí, según tu Palabra”
Virgen fiel al pie de la cruz. María vive con Cristo el abandono total en las manos de Dios Padre –“en tus manos encomiendo mi espíritu”. Virgen fiel en la obscura soledad, en la desolación del portal de Belén; en la paz cotidiana de Nazaret; en la angustiosa búsqueda del niño perdido en el templo; en el gozo del encuentro con el Resucitado.
Virgen fiel. La fidelidad de Santa María es la aceptación plena del gozo de Dios en estar con los hombres.
En los hijos del mirar amoroso y maternal de los ojos de María, el mismo Dios descubre a quienes lo aman. (cfr. Ps 13, 2).
Espejo de Justicia
¿De quién puede ser espejo la Virgen fiel? Un espejo que no sólo acoja la imagen de quien se contemple en su cristal sino que, una vez recogida, quien se mire, se reconozca, se sepa acogido y reflejado.
Dios se recrea en María y María refleja a Dios; el rostro amable, sonriente, paterno, materno de Dios.
“María refleja la justicia de Dios, la justificación de Dios, nuestra santificación” (San Agustín).
María no se apropia de ninguna luz recibida, donada, por la magnificencia de Dios. Abre hasta el último resquicio de sus potencias para que la luz de Dios no se pierda en recoveco alguno, y nada quede por reflejar. Todo lo que recibe; todo lo da.
Sencillo espejo en el que todos los afanes de la justicia divina (hasta que el último de los pecadores se arrepienta y viva), palpitan y bullen en afán de dar luz y calor.
Nada en María deja de hablar de Dios; nada en María es sombra a la luz de Dios. Nada en María es oscuridad, es opacidad, es tinieblas.
Nada en María es de María; todo en María es de Dios y, siendo de Dios, es de María.
Espejo de justicia, libre del pecado original; redimida en su concepción, en su nacer, en su engendrarse, la Virgen anuncia el permanente amanecer de Dios en nuestro vivir. Lo anuncia y abre nuestros ojos para que lo contemplemos, nos gocemos, y en Ella descubramos el amor de Dios.
Trono de la sabiduría
Madre de la Sabiduría. En agradecimiento a saberse acogido, Dios convirtió a María en Sabiduría. Creada como “primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas; moldeada desde la eternidad (…) Cuando asentó los cielos, allí estaba yo…y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia en todo tiempo…“Cuncta componens” (Pro 8, 30).
“Y María guardaba todas las cosas en su corazón”.
“El corazón del justo medita la sabiduría” (Ps 37, 30).
María es la criatura que conoce la profundidad, la hondura del amor de Dios; la criatura que se extasía en los sueños de Dios sobre los hombres, la criatura que vislumbra el querer de Dios, lo contempla y se goza.
Sabiduría original, engendradora de vida. Sabiduría no acumulada por el conocimiento; anterior a todo ejercicio de la inteligencia, y al cual hace posible. Sabiduría que da su pleno sentido al pensar.
Y del fondo del corazón, como el sabio, María saca siempre cosas buenas; extrae la visión de Dios sobre el mundo; fundamenta la esperanza.
Asiento de la sabiduría, porque ha dado al mundo la Palabra, y en sus labios los hombres descubren a Dios, y en su mirada, quienes la contemplan se gozan del amor de Dios en su Sabiduría.
Si la alegría de Dios es estar con los hijos de los hombres, de manera sin duda especial, Dios se alegra en su trono, en el Corazón Inmaculado de María; y el corazón de la Virgen Madre es reflejo de la Sabiduría; es luz del Espíritu Santo.
San Juan de la Cruz se extasía ante “la amada en el amado abandonada”. María es el Amor abandonada en el Amor.
Causa de nuestra alegría
La Virgen trae a Dios a la tierra. Si hay más alegría en “dar que en recibir”, Ella es la criatura más gozosa, por haber entregado al mundo el “don” que da la vida. Y su alegría no tiene límites, ni medida, porque “da” el mismo “don” que Dios ha puesto en Ella.
Madre de su Creador. Sirve a las criaturas de Dios, no solamente dándose Ella misma por entero; y abriendo cauce a Dios para realizar su obra de redención en la tierra. Sirve a los hombres, en el gozo de darse Ella, y dar a todos el Salvador.
En María, Dios ha colmado las esperanzas de la humanidad, que desde la salida de Adán y Eva del Paraíso clama sin tregua por la cercanía de Dios, por la llegada de un Salvador. María lo dio a conocer. Lo entregó a los hombres.
En María se ha hecho luz la oscuridad de nuestros ojos, que desde entonces podido entonces penetrar en la luminosidad del Cielo, en la luz de Dios Uno y Trino, en la luz de la Santísima Trinidad.
En María, la pena del pecado se ha hecho gozo de Redención. María ha traído a la tierra el gozo de Dios en su Hijo Jesucristo. Transmite la realidad de la alegría de Dios en vivir con los hombres. La alegría de Dios de estar con los hijos de los hombres.
María anhela transmitir su gozo de ver a Dios, de estar con Dios, de vivir en familia con Dios. Y en su anhelo, invita al creyente a detener su atención en los tres instantes de su vida en los que su alegría fue plena; en los que Dios llenó de luz –deslumbró- el alma de María.
El primero, al contemplar a Cristo recién nacido en la soledad del portal de Belén. Ella es la primera criatura que enmudeció de asombro –las palabras acogen en silencio a la Palabra- al fijar sus ojos en el rostro de Dios hecho hombre.
El segundo, al contemplar a Cristo resucitado. El “todo se ha consumado” adquiere ya el rostro de la Santificación. La muerte y el pecado han quedado redimidos en la luz de la Resurrección. María es la primera criatura que en la tierra “ha gozado en Dios su Salvador”. Más allá de la Fe; el gozo de Cristo resucitado ilumina con fulgor inenarrable el espíritu de la Madre.
El tercero, al contemplar cara a cara, en cuerpo glorioso, a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. María es la única criatura que vive ese gozo, por ser el único ser humano que en la plenitud de su ser –ya cuerpo glorioso-, está ante Dios. Ella ya no vive la añoranza del cuerpo, como sucede a los santos en espera de la resurrección de la carne.
Y en su condición de Asunta al Cielo, María es Causa de la alegría de Dios, al transmitirle el amor y la devoción de todos sus hijos, y la alegría de los hombres de estar con Dios.
María es “encuentro” de Dios con los hombres; María es “encuentro” de los hombres con Dios.
Vaso de Honor, Vaso espiritual
Vaso de Honor que se ofrece; Vaso de Honor que se recibe; Vaso de Honor que acoge todas las gracias.
Santa María es el Vaso de Honor en el que Dios Padre entrega al hombre a Dios Hijo; Vaso de Honor en el que los hombres entregamos Dios Hijo a Dios Padre en Dios Espíritu Santo. Vaso de Honor en el que todas las criaturas van depositando, generación tras generación, las alabanzas, los actos de desagravio, las acciones de gracias, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, a Quien la devoción a la Virgen hacer descubrir en el corazón de los creyentes.
Vaso de honor, que acoge las limosnas de amor que los creyentes ofrecen a Dios.
Ninguna criatura, en el Cielo y en la Tierra, es tan digna de honor como la persona de María, cuerpo y alma, engendradora de Dios.
Vaso espiritual, llena del Espíritu Santo, en Ella se vislumbra “una tierra nueva y un nuevo cielo”. María es el perenne anuncio de la presencia de Dios sobre el mundo, anuncio vivo de la Resurrección de la carne.
María descubre la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
María, fija la mirada en Dios, alcanza a ver la realidad, en toda su complejidad y armonía, con los ojos de Dios, como la contempla Dios.
“Tener sentido de lo espiritual es ver a través de la fe todos los seres buenos y santos que nos están rodeando, aunque no los veamos con los ojos del cuerpo; verlos a través de la fe de una manera tan vívida como vemos las cosas de la tierra, los campos verdes, el cielo azul y el resplandor del sol” ( Newman).
La mirada amorosa de María, al ser contemplada, transmite ese sentido de lo espiritual, una visión sobrenatural que abre el horizonte de la Redención y de la Santificación del mundo; porque toda la realidad violenta ó pacífica, mala ó buena, se contempla con los ojos de Quien vino “para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. Esos ojos de Cristo que se abrieron al mundo en el calor del seno de María.
Vaso espiritual que recoge los reflejos de la luz y del amor de Dios, y los deposita amorosa, dulcemente, en el corazón del cristiano que eleva a Ella su mirada.
Vaso insigne de devoción
En los grandes santuarios, antiguos y modernos; en las pequeñas ermitas de las llanuras o escondidas entre las rocas, la Madre de Dios recoge el amor de los hombres, y lo presenta a Cristo, para ofrecerlo a Dios Padre.
Vaso insigne de devoción. Vacío y siempre rebosante; el amor a la Virgen hace crecer el amor en el mundo. Cada vela, cada recuerdo abandonado a su cariño ante una imagen de la Virgen, es señal cierta de la “devoción amorosa” de los cristianos, que vuelcan en el Corazón de María sus grandezas, sus miserias.
¿Cómo el hombre puede no amar entrañablemente a la mujer a quien Dios amó tanto que quiso encerrarse en sus entrañas? ¿Cómo no abrigar en el corazón la ternura hacia María Santísima, la mujer a la que Dios contempló conmovido, a quien rogó el favor de nacer en Ella?
La delicadeza con la Virgen Madre purifica el corazón, y abre el mirar de la inteligencia humana a la belleza de la Creación, a la belleza de Dios Creador.
La devoción a Santa María, una mirada cariñosa a sus “ojos misericordiosos”, llena el espíritu del ser humano del buen aroma de Cristo
La ternura humana se hace divina, en el corazón de la Virgen, en el que todos los afectos, los afanes, las ilusiones, los amores de los hombres, se purifican y vivifican, se llenan del aroma de la muerte y de la Resurrección, y se elevan a Dios, al Cielo.
Rosa Mística
La mirada de la Trinidad Beatísima se posó en Ella.
La rosa brota, crece y florece para ser contemplada. Portadora de la belleza de la creación, la Rosa Mística lleva en sí la belleza de Dios, y el anhelo de darla a conocer a los hombres.
María es la “rosa escondida” que “guarda los secretos del Rey” y que, a la vez, sabe que su misión gloriosa es “revelar las obras de Dios”; revelar al mismo Dios hecho hombre.
La mirada de la Trinidad se posó en Ella. “Pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza”; y Ella transmite esa mirada al hombre, a la mujer, que eleva su mirar suplicante hacia sus ojos misericordiosos.
María es “rosa mística” no sólo por ser “rosa escondida”; sino por ocultarse ante las obras que Dios ha hecho en Ella, y gozarse en revelar esas “obras de Dios” al corazón de quienes la aman.
El hombre descubre en María todo el esplendor de la Verdad, de la Belleza, del Bien, que el mismo Padre ha depositado en su espíritu.
¿Qué misterio esconde la Virgen María?
El misterio del Amor de Dios en su integridad; el misterio de la plenitud del Espíritu Santo en el alma de la criatura. El misterio del amor humano hecho divino; del amor divino hecho humano. El misterio de todos los amores del mundo; el misterio del amor creador en el corazón de Dios Padre; del amor materno en el corazón de Dios Hijo; el amor santificador en el corazón de Dios Espíritu Santo.
María es la única criatura verdaderamente “mística”, capaz de vivir en tierra, en los afanes de cada jornada, guardando en el corazón los misterios del vivir de Dios, el misterio escondido del Reino de Dios, que Ella ha revelado al mundo.
Torre de David
El Verbo se hizo carne en la torre de David. El seno maternal de María es el centro de todas las generaciones de los hombres; es el centro humano y divino de la historia, el centro de las aventuras de los hombres, que sólo tienen sentido si son también aventuras de Dios.
La Virgen de Nazaret. Los caminos de la tierra se convierten en María en caminos del Cielo. Dios quiere intervenir en la vida de los hombres, y no llega como el sumo sacerdote Melquisedec, de quien no se conocían ni generaciones ni estirpes.
Jesucristo nace en una familia, en un pueblo, de una tribu, en el corazón de la limitación histórica, geográfica, cultural, de los hombres.
Nace en la Torre de David. Torre de David, que se convierte en crucero seguro y orientador en las encrucijadas de los caminos de la tierra. Torre desde la que se divisa, se contempla, se ama la ciudad.
“Que la Madre de Dios sea para nosotros Turris Civitatis, la torre que vigila la ciudad: la ciudad que es cada uno, con tantas cosas que van y vienen dentro de nosotros, con tanto movimiento y a la vez con tanta quietud; con tanto desorden y con tanto orden; con tanto ruido y con tanto silencio; con tanta guerra y con tanta paz” (San Josemaría Escrivá).
Torre de David, seno inmaculado de María, en el que el tiempo del hombre encuentra la eternidad de Dios.
Torre de Marfil
Los hombres en su alejamiento de Dios, en su desconfianza del amor de Dios Padre, en su negativa a ser lo que son, se refugian en sí mismos y tratan de robar el tesoro de Dios “escondido por los siglos de los siglos”, construyendo una torre en Babel para llegar al Cielo.
Los hombres renuevan, generación tras generación, el sueño de robar el fruto del árbol del Bien y del mal; de apoderarse de una “palabra mágica” que les haga omnipotentes, ante el Bien y el mal, y les permita dominar la tierra. Pretenden que el poder vivido sobre las demás criaturas, les calme la angustia del su espíritu que ha abandonado a Dios.
Dios Padre, Hijo y Espíritu preparan el corazón de la Virgen Santísima; y Ella confía en Dios, se acerca a Dios, acepta gozosa ser quien es y como es, y ofrece su humildad, su bajeza, para que Dios realice su sueño:
“¡Hágase en mí según tu palabra!”
María se alimenta del fruto del árbol del Bien y del mal directamente de las manos de Dios, sin robar nada; en abandono confiado, asombrado y agradecido.
Dios hace de Ella la torre verdadera que llega al Cielo; la torre que es el camino para que el Cielo descienda a la tierra.
El barro de los ladrillos de la torre de Babel se convierte en marfil de la torre virginal de María. La pretendida solidez de la efímera construcción humana pierde toda consistencia, todo sentido, ante la obra inconmovible que Dios lleva a cabo en la fragilidad humana de María.
Torre de marfil. La mirada, la sonrisa de María da seguridad al hombre. En María, el hombre se asoma al abismo de su propia existencia, al abismo de la existencia de Dios; al abismo del vivir de Dios en sus criaturas, al abismo de la nada del hombre; al abismo del amor creador de Dios.
Casa de Oro
María, casa de Dios, habitación de Dios, reposo de Dios en la Creación.
La Santísima Virgen es Casa de Dios en el Portal de Belén; regazo en el que se duerme Dios; refugio que da amparo a Dios: calor que da vida a Dios.
Al pie de la Cruz, María es la Casa de Oro que acoge el llanto y los anhelos del corazón de Cristo agonizante.
Casa de Oro, templo del Espíritu Santo, reposo de Dios Padre en la agonía de Dios Hijo.
El oro es el amor de Dios; el oro es la obediencia a Dios; el oro es el abandono en Dios; el oro es el fulgor del Espíritu Santo, que anuncia y refleja el amor de Dios.
María es la casa en la que habita el Espíritu Santo.
Casa de oro para ser Arca de la Nueva Alianza de Dios con los hombres.
“Harás un arca de madera de acacia; la cubrirás de oro puro” (cfr. Ex 25, 10 y ss). El Arca de madera tenía que ser recubierta por la nobleza del oro.
María es Ella misma toda Oro, que convierte toda la creación en oro para la gloria de Dios.
Ella es el Oro, cimiento sobre el que se alzan las Casas de Dios en la tierra.
Arca de la alianza
“Pondrás el propiciatorio encima del Arca; y dentro del Arca, el Testimonio que Yo te daré” (Ex 25, 21).
María es la nueva Arca de la Alianza. El Testimonio vivo es el mismo Hijo de Dios.
“En el Arca no había nada más que las dos tablas de piedra que Moisés hizo poner en ella, en el Orbe, las tablas de la alianza que pactó Yahveh con los hijos de Israel cuando salieron de la tierra de Egipto” (1 Re 8, 9).
La contemplación del Arca hacía renacer la esperanza de los israelitas en su caminar por todos los desiertos de la tierra. Dios no se olvidaba de sus promesas, y allí estaba el Arca de su Alianza en medio de ellos, como guía, como fuerza para seguir caminando, como señal cierta de la amistad de Dios con los hombres.
María no trae con Ella señales de la alianza de Dios, memoria de los milagros y de la misericordia de Dios con su pueblo. María encierra en sí al mismo Dios hecho hombre.
María es el Arca en la que Dios da a conocer su Alianza con cada creyente, con toda la Iglesia. Madre de la Iglesia, no guarda en su seno “las tablas de la alianza”, tablas corruptibles y perecederas; engendra a la misma Alianza; ofrece a Cristo, Alianza viva de Dios con los hombres
Ella es el Arca en la que se cobija el Creador del Cielo y de la Tierra. Ella es el Arca siempre abierta para dar a conocer el tesoro que Dios Padre quiso ocultar en Ella, y que Dios Espíritu Santo hizo nacer para la salvación del mundo.
Ella es el Arca que da testimonio de la nueva y eterna alianza de Dios con los hombres: Jesucristo, Señor nuestro.
Puerta del Cielo
La torre que acoge a Quien bajó del Cielo es también camino para subir al cielo; camino que se convierte en puerta para quien anhele encontrar a Dios.
La Virgen María realiza en sí misma la trascendencia eterna de lo concreto, del instante temporal; en cada gesto refleja a Dios; invita, sin musitar palabra, a amar a Jesucristo.
María es una persona viva; no es un concepto contemplado e interpretado según el ángulo de vista desde el que se aprecie: es la realidad creada en y por el Amor de Dios.
Toda la realidad creación –en la que todo un Dios se recrea-, es en Ella Puerta del Cielo, para toda la humanidad unida con “La que entra en el Cielo”.
Puerta del Cielo, que abre la inteligencia cristiana a la luz de Dios, a la gracia de Cristo, a la Fe.
Puerta del Cielo, que abre la memoria humana a la Esperanza, a la Verdad, a Cristo.
Puerta del Cielo, que abre el corazón del creyente al amor del Hijo, a la Caridad; no sólo el acueducto como sugerían San Bernardo o Santa Catalina de Siena.
María enseña a amar como Ella ama; a contemplar como Ella contempla; a guardar “todas las cosas en su corazón”, como Ella las guarda. María enseña a amar como Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo la ama.
Amando y contemplando a Dios con María, Ella es para cada ser humano la Puerta del Cielo.
Estrella de la mañana
Estrella de la mañana que abre el tiempo, que anuncia la eternidad. “María es la estrella que anuncia el amanecer que esperamos” (San Josemaría Escrivá).
El tiempo es siempre hoy en la vida del cristiano; siempre es amanecer, en la vida del hombre, que invita al encuentro hoy con Cristo. Un hoy que amanece renovado al contemplar la Estrella de la Mañana.
Y así, los hombres seguirán caminando en la tierra hasta que el amanecer sea eterno, y descubrirán en María la estrella de la mañana eterna.
La Estrella que con su parpadear repetirá siempre a todos los hombres:
“Haced lo que Él os diga”.
María, estrella que refleja todo el esplendor de los rayos del sol. Con Ella se abre el amanecer, y la luz de Dios se introduce en el corazón de todas las criaturas; en el espíritu de las hijas, de los hijos de Dios y de los hombres.
María es la estrella que conduce a Belén a los pastores, a los magos, a todos los peregrinos de Dios; la estrella que ilumina el camino de la entrada en Jerusalén; la estrella que reluce casi oculta en las tinieblas del Calvario. “Era ya la hora de sexta, y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona” (Lc 23, 44)
María es la estrella que abre los ojos a la luz para contemplar a Cristo Resucitado.
Asunta al Cielo, María es la estrella que anuncia a los creyentes el amanecer eterno del cielo y de la tierra. Anuncia a Cristo; y confirma que la tribulación, la oscuridad han pasado, que el pecado y la muerte han sido vencidas; que la Resurrección de Cristo es vida en el hoy de los siglos eternos.
Salud de los enfermos
María ha entregado al mundo el Salvador. La mirada de María transmite la luz redentora, salvadora de Cristo a los enfermos, a los afligidos. En cada ser humano sufriente, los ojos de María ven a su Hijo.
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo han querido subrayar esta prerrogativa de la Virgen con las curaciones milagrosas que han tenido, tienen, y seguirán teniendo lugar en santuarios marianos, en los que la veneración y devoción de todo el pueblo cristiano a la Virgen se hace más patente y hasta prodigiosa: Fátima, Lourdes, Guadalupe.
La Virgen sale al encuentro de quienes la visitan; cuida de los enfermos del cuerpo y de los enfermos del alma; sabe que por cada uno ha muerto y ha resucitado Cristo: “Mayor alegría hay en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15, 7).
La “sin pecado” es el manantial de aguas frescas en las que el hombre peregrino hacia Dios apaga siempre su sed, y se reconforta para seguir caminando.
María es la “fuente de esperanza viva” (Dante), y fuente siempre viva de esperanza eterna, que sacia la sed de los peregrinos de Cristo, de los enfermos de Dios, en todos los caminos del mundo.
En la presencia de María, el enfermo, el pecador vence la tentación de desconfianza y de desobediencia, la ceguera de la inteligencia, las grandes enfermedades que siempre acechan al hombre desde la salida del paraíso.
María prepara el corazón de los enfermos, de los pecadores, para que venzan la vergüenza y se gocen en el arrepentimiento; para que vivan la alegría de pedir perdón y de saberse perdonados, y recobrar así la salud más honda y duradera, convirtiéndose.
Refugio de los pecadores
¿Qué refugio da María a los pecadores? ¿Buscan los pecadores el encuentro con María, el cobijo en su Corazón Inmaculado?
María sabe que su misión no es, como algunos pretenden presentarla, la de hacer de “pararrayos de la cólera divina”. Ella conoce bien el corazón de Dios y da fe de que es “misericordioso y clemente, tardo a la ira y rico en amor y fidelidad” (Ex 34, 6).
Y sabe también que la misericordia que inunda su corazón materno es un don de Dios Misericordioso, que tiene su gozo en que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”.
La ira de Dios es la santidad de Dios, que rechaza el pecado y acoge siempre al pecador arrepentido. Una visión mezquina y cruel de Dios, cuyo Hijo muere en la cruz y resucita por amor a los pecadores, podría inducir a pensar que Él necesita una palabra cariñosa de la Virgen Santísima para conmoverse y dejar en suspenso una sentencia condenatoria. No.
Y María, la única criatura que conoce los insondables misterios del corazón de Dios, lo sabe.
Cristo acogió la palabra de María para remediar las necesidades en las bodas de Caná. María no necesitó abrir los labios para rogar a su Hijo que perdonase a todos los pecadores, porque sabía que para eso había venido al mundo: “para que todos tuvieran vida, y la tuvieran en abundancia”.
María sabe que Dios siempre ama el primero, perdona el primero, consuela el primero.
María no refugia a los pecadores de la tormenta airada de Dios. De lo que María les refugia y les ampara es de la cólera que sienten contra ellos mismos para que no se convierta en desesperación. María les acoge, les sale al encuentro, y logra que el poder del pecado no destruya la confianza del pecador en Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo.
El Corazón de María Santísima vive una particular comunión con los santos y con los pecadores: la Sin Pecado acoge sin límites a quienes se apartan del amor de su Hijo.
María vive una comunión no sólo con el pecador, sino con su pena por haber pecado. Es la Hacedora de paz entre hermanos; no porque Cristo rechace a quienes se apartan de Él; sino para que quienes se apartan de Él descubran, en María, el amor que Cristo les tiene.
María hace ver la magnitud del pecado y fortalece el ánimo del pecador para que, acompañado por Ella, acuda a Dios, al perdón de Cristo, con corazón contrito y humillado.
María es refugio porque, en y con su amistad, con su amor, devuelve a los pecadores la confianza para que coronen su arrepentimiento acercándose a Dios.
María da fortaleza y serenidad al débil y frágil corazón humano ante las insidias del mal.
María abre las puertas de su Corazón a todos los “peregrinos de Cristo” desperdigados por las veredas del mundo.
La Virgen Madre de Dios es como el refugio de montaña, donde se pueden reparar fuerzas y seguir caminando después hasta la cumbre. Refugio que habla al hombre de la necesidad de “repararse”, de “refugiarse” en un Corazón maternalmente vivo, como el suyo, para no caminar solo, a la aventura.
Consoladora de los afligidos
De los hombres y mujeres afligidos en el alma por las dudas, desilusiones, cegueras, dolores, ofensas, traiciones, humillaciones; afligidos en el cuerpo por la enfermedad y los quebrantos. Afligidos en la más honda raíz de su ser, en el núcleo más íntimo de su espíritu, de su persona. La Virgen Santísima hace suyas las palabras del apóstol: “¿Quién desfallece que yo no desfallezca? ¿Quién sufre escándalo, sin que yo me abrase?” (2 Cor 11,29).
La preocupación por toda la Iglesia, por todos los hijos de su Hijo, mueve el corazón de María hacia el corazón de cada cristiano, de cada hombre, “…para que se consuelen vuestros corazones, a fin de que, unidos en la caridad, alcancéis en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios” (Col 2, 2).
María sabe que solamente en el abismo de amor de Dios el hombre puede encontrar consuelo al abismo de vacío que se engendra en él, cuando se separa de Dios y se asienta en el olvido de Dios, en el pecado.
Cuando el espíritu del hombre se aleja de la amistad de Dios y trata de buscar consuelo y refugio en sí mismo, sin saber realmente qué busca, qué anhela, el Corazón materno de la Virgen “vigila” su caminar y se hace la encontradiza, en la esperanza de ayudar al pecador a acercarse a su Hijo, y decirle al oído: “Haz lo que Él te diga”.
Ella, la “sin pecado”, vive en comunión con todos los pecadores las tribulaciones y angustias originadas con el pecado, consolando así el dolor y la pena del pecador, y fortaleciendo su espíritu para amar a Dios.
Auxilio de los cristianos
Todo gesto de María es auxilio para los cristianos, una invitación a dirigir su mirada a Dios.
En el Corazón de María el cristiano aprende a mirar a Cristo; aprende a perder el miedo a Dios, y a mirar serenamente el Cielo. El amor maternal de la Virgen, transmite al cristiano la omnipotencia del Todopoderoso, convertida en amor paterno y misericordioso.
“Yo duerno, pero mi corazón vela. Es la voz del amado que llama” (Ct 5, 2).
María oye la voz del Amado en las palabras que le dirigen todos los cristianos, y les invita a abandonarse en el Señor, como Cristo entregó su espíritu al Padre.
María conoce bien las palabras de los salmistas: “Alzo mis ojos a los montes:/ ¿de dónde me vendrá mi auxilio?/ El auxilio me viene del Señor,/ que hizo el cielo y la tierra” (Ps. 120, 2).
María auxilia intercediendo; auxilia, orando; auxilia, aplastando en el espíritu del hombre, de la mujer, la tentación del diablo que se insinúa invitando a dejar a Dios y buscar lejos de Él la salvación.
María es la voz del Amado para los creyentes que en Ella confían: “Oh piadosísima Virgen María, jamás se ha oído decir de Ti, que nadie que haya acudido a tu protección, haya sido desamparado”.