A CADA UNO SU GENOMA
La más infinitésima par de bases del más escondido de los genes de la célula más recóndita en cualquier parte de mi organismo, exulta en un canto de alabanza a Dios, su creador, cada mañana cuando yo, en mi conciencia más viva y honda de mi condición de persona, saludo a Dios al amanecer, le doy las gracias por el nuevo día.
Desde que tengo uso de razón, desde que mi personalidad, ya viva desde la primera división de células de un óvulo de mi madre fecundado por un espermatozoide de mi padre, ha comenzado a expresarse a través también de razonamientos, mi inteligencia se ha gozado ante los nuevos descubrimientos en el macro y en el microcosmo, y de manera muy particular en todo este mundo del genoma humano.
El gozo de hoy está vitalmente abrazado a una dosis de asombro ante las maravillas del Creador, y de la Creación. Con treinta mil pares de genes, número apenas superior a los genes de una mosca, de una lombriz, la inteligencia del hombre se abre en libertad completa y rendida a la luz de la Fe, y transita sin embarazo alguno por los más recónditos caminos del cielo y de la tierra.
“El que se haya deshinchado nuestra soberbia no es una humillación, sino un hecho afortunado y positivo”; afirma uno de los científicos que, tratando de explicarse el ser humano por un complejo evolutivo, sin origen conocido y con final ni siquiera vislumbrado, no ha tenido más remedio que introducir “los extraordinarios imprevistos de la evolución”, en reconocimiento de su ignorancia.
Yo no me he sentido en absoluto humillado. Al contrario. ¿Cuántos de esos pares de bases soportan los genes que permiten a mi memoria discurrir por el tiempo, acá y allá, saltando de siglo en siglo; en un afán de convertir en eternidad el momento presente, buscando la unión con Dios? Con un número tan exiguo parece que Dios nos quiere liberar un poco del excesivo peso de la “naturaleza”, para que el “espíritu” vuele con más libertad.
Al descubrir la composición de ADN del hombre, a algunos científicos les ha extrañado un número tan reducido de genes para llevar adelante a un ser tan complejo como el ser humano, varón o mujer que sea. A mí me ha confirmado en la grandeza de la imaginación divina, capaz de crear un alma, un “yo” personal, sobre los espacios infinitesimales de los genes, quizá también para que el ser humano no se olvide jamás, en su grandeza, de su tan humilde y frágil fundamento.
No me ha extrañado; e incluso me ha alegrado profundamente el descubrir la pequeña diferencia genética con el resto de la creación. Dios ha jugado con el barro, y no ciertamente a dados, como con clarividencia reconoció Einstein. Y hasta al nivel de los genes nos ha hecho hermanos los unos de los otros, y nos ha constituido en armonía con las hayas de los Alpes y con las aguas del Guadalquivir.
Desde ahora, cada mañana al abrir la puerta de casa, procuraré dejar en libertad a mis genes para que unan sus vocecillas a las de los genes de todos los seres vivientes que pululan en el espacio y en el tiempo, que se refugian en los árboles, que se esconden en los matorrales, que embellecen el curso de los rios, que pueblan los abismos de los océanos, en canto de alabanza a su Creador.
Genes de los humanos, que se habrán ofendido si han leído lo que de ellos han escrito en la editorial de un periódico: “genes que permiten a un simple óvulo fecundado desarrollarse hasta producir una persona”. Ellos son conscientes -es un decir- de que el “ser persona” no es un “producto”, ni el fruto de un “hacer”, sino el resultado de un “crear amoroso”, como es siempre el crear de Dios.
Y es en ese “surgir” -anterior a todos los Estados, a todas las Declaraciones de derechos- donde se encierra toda la grandeza de la “persona”, donde se encuentra el fundamento de todos sus derechos.
Los genes de los humanos se saben al servicio de la persona a que pertenecen desde su primera aparición en la tierra: ellos se encargan de producir proteínas y ponerlas a disposición de todo el organismo de la persona. Y no se les ocurre ni siquiera soñar en “transmitir un mensaje para la creación de la materia”, entre otras cosas porque la materia ya esta creada.
Algunos científicos han reconocido el error en el que habían caído -y que ha quedado ahora al descubierto-, de haber vinculado a cada gen un mensaje preciso para el resto del organismo. Es un gran avance, porque ha echado por tierra la idea propagada por otros científicos de que cada aspecto físico o característico de nuestro ser, podía atribuirse a la acción de un gen particular.
¿Seguirán avanzando los científicos en el estudio del laberinto genético hasta “descubrir” que el código con el mensaje para cada persona -y que cada persona desarrolla después en libertad-, tiene su origen en la mente divina; y que ni la libertad ni el amor, y tampoco el odio ni la homosexualidad, son dependientes de un gen?
Un canto divino a la libertad humana veo yo escondido en esos 30.000 genes que componen el uno por ciento de nuestro ADN. Al resto, hasta ahora lo llaman “basura”; ¿otra broma del Creador?