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Inicio / 2010 / junio / 02 / ¿Un Proyecto para otra cultura europea?

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¿Un Proyecto para otra cultura europea?

02/06/2010 Leave a response Ernesto Juliá Tags: Europa, Libertad, vida

¿UN PROYECTO PARA OTRA CULTURA EUROPEA?

 

I

 

Parece haber un acuerdo general sobre el agostamiento de las raíces que, a lo largo de los siglos, han dado vida, han alimentado y han hecho florecer una cultura entre los habitantes de esa zona del mundo que llamamos Europa.

Una cultura en la que se han encontrado dialogando, discutiendo o guerreando, personas tan variadas y dispares como San Agustín y Goethe; Carlos V y Heidegger; Santo Tomás de Aquino y Sartre; Cristóbal Colón y Newton; Santa Teresa y Marie Curie; Cervantes y Thomas Mann; Dante y Pérez Galdós; San Juan de la Cruz y Voltaire; Kant y San Francisco de Asís; Isabel la Católica y Edit Stein; Shakespeare y Stalin; Calderón y San Bonifacio; Catalina de Rusia y Emilia Brontë; Dostoyewski y Napoleón; Sigrid Undset y la Reina Vitoria; Beethoven e Hitler…Una cultura que hace ya prácticamente dos siglos entró en plena descomposición, y que se encuentra ahora apenas con fuerza y capacidad para contemplar sus propias ruinas.

¿Qué ha sucedido? ¿Es el fruto obligado de la ciencia y de la técnica? ¿Es la consecuencia de las guerras fratricidas que han asolado la tierra europea durante siglos y siglos por cuestiones de fronteras, de fraudulenta utilización de creencias religiosas, de nacionalismos exacerbados, de clasismos, de revoluciones en nombre de la libertad, de la sociedad sin clases, etc., etc? ¿Es el cansancio de una inteligencia encerrada en sí misma, y algo cansada de sus continuos vaivenes, que se refugia en la Opinión para no seguir buscando la Verdad; que se contenta con el Gusto para no descubrir la Belleza; que se queda en la Apariencia para evitar enfrentarse con el Ser?

No pretendo ahora descubrir las causas de la decadencia y de la muerte de la cultura occidental europea; y deseo limitarme a pensar en las bases imprescindibles para que los habitantes de Europa podamos seguir entendiéndonos y conviviendo, y para que de esos encuentros surja un día, dentro de algún siglo, una nueva cultura en esta vieja península fronteriza con Asia y con el Océano.

La convivencia entre los hombres requiere unas ciertas reglas, unas pautas de comportamiento, aunque sean mínimas, que hagan posible el desarrollo de las cualidades de cada uno, y su aportación al bien de todos los demás.

Esas reglas y esas pautas han variado no poco a lo largo de la historia del hombre sobre la tierra. De hecho, no es demasiado osado afirmar que cada grupo humano ha elaborado reglas y pautas diferentes en la forma -y más o menos semejantes en el fondo- en torno a los grandes problemas que centran la exigencia del convivir entre los hombres: el nacimiento, la familia, la muerte. Y que, ningún grupo, en ninguna de las particulares situaciones por las que haya pasado, ha dejado de vivir sin ellas.

Las diferentes culturas y civilizaciones, que es en definitiva de lo que se trata, se han ido desarrollando amparadas en los cauces que esas reglas les ofrecían, al mismo tiempo que las iban construyendo y completando, y que, mejor o peor, daban respuesta a las cuestiones organizativas que esas realidades primarias -como son el convivir social, público, de los hombres- llevan consigo.

Las pautas, las leyes escritas o sencillamente transmitidas oralmente, codificadas o no, sobre la autoridad; acerca del respeto a las personas y a las propiedades; en torno a la familia -núcleo humano sin el que la sociedad de los hombres no puede vivir-; sobre el poder, especialmente cuando se desvincula de la autoridad y tiene un desarrollo independiente de ella; son imprescindibles para el buen convivir de todos. Y se hacen todavía más necesarias cuando la organización entre los hombres adquiere un ámbito y un matiz político, como es el caso de las grandes civilizaciones.

El hombre es una unidad vital, una persona, y, lógicamente, tiende a que su ser y su actuar reflejen esa unidad vital. Y no sólo en los campos que le ofrece su condición natural recibida: la persona, la familia; sino también en todo el ámbito de sus relaciones con los demás seres humanos: social, político, cultural. No siempre se trata, de otro lado, de que las actuaciones humanas “reflejen” esa unidad en toda su plenitud, porque no hay tarea social, política, ni siquiera cultural, que pueda manifestar en toda su complejidad y variedad, la polifacética riqueza del espíritu del hombre.

La armonía cultural, y en cierto modo, espiritual, de un grupo humano cualquiera no lleva consigo que los ámbitos culturales, sociales y políticos de todos los componentes de la sociedad hayan de ser idénticos, ni mucho menos. Sí es preciso que exista una cierta afinidad, un aire en el que todos puedan respirar, unos principios que permitan a todos considerar de manera al menos similar los cinco fundamentos sobre los que se establece cualquier sociedad y se desarrolla cualquier cultura: la consideración de la libertad, de la autoridad, de la vida humana, de la persona, de la familia.

No es demasiado difícil apreciar la imposibilidad para convivir que supondría la existencia, dentro de la misma sociedad, de grupos de ciudadanos con principios tan dispares como los siguientes: unos que aboguen por la esclavitud y otros no; unos que sean decididos partidarios del aborto, y otros no; unos que sean simpatizantes del sufragio universal y otros que sostengan el retirar el derecho de voto a los minusválidos, o a cualquier otra minoría cualificada; unos que defiendan la propiedad privada y otros que propugnen su abolición.

Estos grupos, o acaban imponiéndose uno al otro, pacífica o violentamente, o se asimilan los unos en los otros hasta llegar a una unidad; o bien se destrozan en luchas hasta alcanzar el aniquilamiento total.

¿Dónde encuentran los hombres esos principios que hacen posible el desarrollarse y el arraigarse de una cultura?

Hasta ahora, y sin ninguna excepción, las culturas y las civilizaciones han asentado sus raíces en creencias religiosas, conscientes quizá de la unidad  de la realidad temporal del hombre y de su realidad más allá del tiempo y de la muerte.

Los procesos de entrelazamiento de las creencias religiosas con las reglas culturales de las civilizaciones han sido muy variados. Dawson señala dos caminos que pueden ser paradigmáticos: la situación europea en la que la Iglesia Católica heredó las tradiciones del Imperio y, al convertir a los bárbaros, les trasmitió, con la Fe, “el prestigio de la ley romana y la autoridad del nombre de Roma” ; y la situación de las grandes culturas del Antiguo Oriente, China e India, que tuvieron un “crecimiento autónomo, que representa un desarrollo continuo en el cual la religión y la cultura crecieron juntas partiendo de las mismas raíces sociológicas y del mismo ambiente natural.

En cualquier caso, el sentido de “transcendencia” que impulsa al hombre a hacer y a hacerse en la historia, quedaba asegurado.

Ese sentido de la “transcendencia”, que Steiner añora en su “Nostalgia del Absoluto”, y con él, tantos otros intelectuales del momento presente, permitía al hombre de cualquier cultura apreciar en la convivencia social y política no sólo sus propios intereses, los de su familia, los de su clan, tribu, nación, sino también el sentir que “alguna divinidad” estaba también interesada y comprometida en el quehacer histórico.

Y no sólo como garante del buen orden entre los ciudadanos o como coacción para evitar el mal, sino tomando parte más o menos activa en los acontecimientos de interés de todo el pueblo.

Fruto de esas raíces surgieron las Constituciones, los Fueros, las leyes que han hecho grandes a las naciones, a los estados, que han sostenido la labor de los imperios.

Hay “algo” hoy en el convivir de los hombres del Occidente, que ha llevado consigo una oscurecimiento notable del acuerdo de base sobre los cinco fundamentos de la sociedad ,que hemos señalado.

La libertad ha perdido la orientación, visto que cuando la libertad se queda sola en la misión de “auto-construir” al hombre, al ciudadano, los resultados acaban siempre en la masificación, en los totalitarismos.

La autoridad está en baja. Como no tiene argumentos para convencer, se ha convertido en simple poder abriendo el campo a la peor de las tiranías: la de la ley impuesta por simple arbitrio. Y para paliar este mal, no es una buena solución la de que quienes propugnan la imposición de la ley por ser ley, y acuden a Cicerón -”somos siervos de la ley, para poder ser libres”-. Cicerón, al decir esa frase, tiene en la cabeza la idea clara de la unidad natural de los hombres y la igualdad de su naturaleza, para sostener los derechos que se les atribuyen. Hay una Ley Natural, no establecida por el hombre, que sostiene la ley humana.

“Ciertamente -son sus palabras, en el De Republica- existe una ley verdadera, de acuerdo con la naturaleza, conocida de todos, constante y sempiterna…No podemos disolverla por medio del Senado o del pueblo… No existe una ley en Roma, otra en Atenas, otra ahora, otra en el porvenir; sino una misma ley, eterna e inmutable, sujeta a la humanidad en todo tiempo.”

La Ley pierde toda su fuerza de obligar, y toda su capacidad de originar libertad, cuando se convierte en pura letra sostenida sólo por la fuerza. Aislada en sí misma, a lo más, y si acaso, consigue tener un cierto sentido administrativo, burocrático, organizativo. Ninguna cultura, ninguna civilización ha surgido del puro poder, ni se ha sostenida por la fuerza de ninguna ley.

La vida no es igualmente considerada por todos, visto el general oscurecimiento del “sentido del vivir”. El aborto, la eutanasia, los diversos tentativos de manipulaciones genéticas son una clara manifestación de esta realidad.

Parece haber un cierto consenso de base acerca de la “dignidad de la persona”. Si se profundiza un poco, saldrán a relucir discriminaciones de todo tipo y la razón es sencilla: la “persona” es mucho más considerada por lo que “hace”, que por lo que “es”; por su función social que por el simple hecho de ser “persona”. Y no consideramos la cuestión de los “inmigrantes”, que requiere de por sí un análisis diferenciado.

Y las divergencias sobre la “familia” están demasiado patentes y a la vista de todos, para necesitar nuevas explicaciones.

———-

No es difícil apreciar la sobrecarga de tensiones que esta situación lleva consigo; y tampoco es difícil darse cuenta de que no son ésas las tensiones que consiguen originar el nacimiento de una cultura, de una nueva civilización.

Las tensiones que hacen brotar la civilización, con lentitud y a lo largo de un proceso que dura más o menos siglos, provienen del espíritu de los hombres, de un espíritu generado y cultivado en el ámbito relativamente reducido de minorías creativas.

La confianza, que hace posible el convivir humano, brilla por doquier por su simple ausencia; la solidaridad se ha convertido en una serie de gestos y de palabra que, a lo más, congregan a los hombres en un punto geográfico y durante unos instantes, para verlos después dispersarse y aislarse todavía más empobrecidos.

¿Por qué esta situación que filósofos, sociólogos, teólogos, politólogos, antropólogos, etc., etc., examinan, lamentan, diagnostican; y a la que pretenden buscar remedios de lo más variado?

Hablando del hombre-masa, Ortega y Gasset entreve una faceta del diagnóstico: “Este personaje -el hombre-masa- no representa otra civilización que luche con la antigua, sino una mera negación, negación que oculta un efectivo parasitismo. El hombre-masa está aún viviendo precisamente de lo que niega y otros construyeron o acumularon”.

La negación está a la vista de todos; y se da en los cinco fundamentos de la civilización que hemos recordado: en la libertad; en la autoridad; en la vida; en la persona; en la familia.

¿Hay algún camino a la vista para construir la unidad que se requiera para el comienzo de una nueva cultura, de una nueva civilización?

Sin miedo de caer en una cierta simplificación considero que el europeo de hoy se encuentra en un cruce de caminos con dos direcciones abiertas ante sí.

El primer camino tiene en cuenta la realidad de los vínculos del hombre con Dios; vínculos que con palabras tan certeras dejó señalados Tocqueville, precisamente cuando estudiaba las bases de una democracia viva:

“Casi no existe acción humana por muy particular que la supongamos, que no nazca de una idea muy general que los hombres han concebido de Dios, de sus relaciones con el género humano, de la naturaleza de su alma y de sus deberes hacia sus semejantes”. Y prosigue en sus consideraciones: “Cuando la religión es destruida en un pueblo, la duda se apodera de las porciones más altas de la inteligencia, y paraliza a medias a todas las demás. Cada cual se acostumbra a no tener más que nociones confusas y cambiantes sobre las materias que más interesan a sus semejantes y a él mismo; defiende mal sus opiniones, o las abandona, y, como desespera de poder, por sí solo, resolver los más grandes problemas que el destino humano presenta, se reduce cobardemente a no pensar en ello”.

El otro camino abierto ante el hombre occidental de hoy, sin desconocer quizá en algunos casos esos vínculos divino-humanos, los deja aparte a la hora de pensar en los fundamentos de la convivencia humano-social-política.

Los deja aparte, aun tratando de conservar una cierta aureola religiosa a esa solución. Se ha comenzado a hablar de una posible “religión de los ciudadanos de la humanidad”, que tendría como credo fundamental “los derechos humanos”.

¿Son viables, e indiferentes, cualquiera de los dos caminos, para asentar una nueva cultura en Europa?

II

Terminamos las primeras páginas de estas reflexiones preguntándonos si serían viables, e indiferentes, cualquiera de los dos caminos por los que, a nuestro parecer, el hombre occidental podría transitar para llevar a cabo la ardua tarea de implantar las raíces de una nueva cultura en Europa.

La pregunta da por supuesto que surgirá una nueva cultura en Europa, y con esa hipótesis continuamos la consideración iniciada; sin, por otro lado, descartar por completo la perspectiva de que el anhelado nacimiento de una nueva cultura no tenga lugar. Y diremos por qué. Adelanto que, a ninguno de los cristianos que vivían en el norte de África en tiempos de San Agustín, le hubiera sido posible ni siquiera imaginar que San Agustín iba a ser el último Obispo Católico de Hipona.

Y antes de recordar brevemente esos dos posibles caminos, vale la pena añadir una recapacitación previa.

Parece obvio que la nueva cultura y civilización que surja en el suelo europeo, tendrá unas características muy diferentes de la cultura que ahora está en plena descomposición. Y, tampoco está escrito que los fundamentos religiosos de esa cultura hayan de ser necesariamente cristianos.

Es cierto, de otro lado, que lo que está en juego es que continúe viva la concepción del hombre como persona inalienable, libre; que se mantenga como ley primordial de la autoridad el servir al bien común de los ciudadanos; que se respete la vida de cada persona, también de las personas vivas todavía solamente en el vientre de sus madres; que se mantenga la familia como centro de referencia de la sociedad y que la convivencia social y política tenga en cuenta, respete y defienda la libertad de cada ciudadano.

¿Cómo puede ser esto posible?

Recordemos brevemente los dos caminos.

El primero  tenía en cuenta la realidad de los vínculos del hombre con Dios, y ése era su punto de partida.

El segundo pretendía basar las reglas de la civilización y de la cultura exclusivamente en el ámbito humano, sin referencia a nada ajeno al hombre mismo. Ese ámbito lo quería encontrar en en alguna declaración de “los derechos humanos”; o en una cierta seguridad ofrecida al hombre por el progreso de la ciencia, y la información que el hombre va a conseguir.

Esta posibilidad ya la entrevió el Vaticano II con estas palabras: “Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya cosas más altas” (Gaudium et spes, n. 57).

Veamos ahora con más detenimiento, y de forma quizá demasiado escueta, cada uno de esos horizontes.

 

El primer camino

 Se habla mucho de las raíces cristianas de Europa, y ciertamente sin esas raíces la Europa que está desapareciendo es incomprensible. ¿Volverá a florecer en Europa otra cultura inspirada en la religión?

Sin duda, hay minorías cristianas en todos los países europeos decididas a influir en la marcha de la propia cultura, y no sólo en mantener las conquistas del pasado, sino en hacer surgir nuevas formas civilizadoras de la Fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo. Estas minorías son conscientes del deber expresado en estas palabras del Vaticano II: “queda en pie para cada hombre el deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido sanados y elevados maravillosamente en Cristo” (Gaudium et Spes, n. 61).

Renovando la esperanza, unida al convencimiento, de que los europeos volveremos a engendrar en nuestras tierras una nueva cultura con raíces cristianas, me parece que una buena parte de esa esperanza tiene su fundamento en la capacidad que todavía nos quede viva para aprender de los errores cometidos en el pasado, y de la perseverancia de una de las instituciones que hizo posible el desarrollo de la civilización que ahora se está enterrando a trozos: la Iglesia católica.

Es cierto que la influencia  de la Iglesia Católica y de las otras Confesiones Cristianas, en los diversos ámbitos del hombre: el jurídico, el moral, el político, el cultural, el artístico, ha perdido notable fuerza y significado. Es cierto también que en los primeros siglos de nuestra era histórica esta influencia, y la capacidad de llevar a cabo una acción semejante era considerablemente menor.

En todo caso, la Iglesia mantiene vivo el mandato de su Fundador, Nuestro Señor Jesucristo, de ser semilla de vida en todas las encrucijadas de los hombres, y así lo ha vuelto a reconocer de Sí misma en el Concilio Vaticano II: “Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas” (Gaudium et Spes, n. 58).

¿Dará esto lugar a una repetición del proceso culturalizador? No. Aparte de que en la historia nada se repite, porque las circunstancias, y quienes intervienen en ellas, cambian continuamente, aunque sea el mismo hombre el protagonista de los acontecimientos.

Ciertamente es preciso aprender de los errores del pasado, y evitar ya desde sus orígenes un primer error que ha hecho no poco daño a la civilización occidental, y quizá más a la misma Iglesia, al desdibujar su verdadero rostro: es el error de lo que podríamos llamar “mezcolanza administrativa del Estado y de la Iglesia”. Un error que esconde una cierta añoranza de pueblo elegido; y que olvida el hecho de que hemos sido los cristianos quienes hemos separado, hace muchos siglos, la Iglesia del Estado, y hemos negado al Estado cualquier carácter divino.

La configuración jurídica y política actual de la sociedad hacen imposible cualquier “mezcolanza”; y a la vez, en la Iglesia ha desaparecido todo rastro de cualquier intento de “confesionalidad” del estado y de la misma sociedad; sin por eso, reclamar en todo momento libertad plena para manifestar a Cristo.

El Card. Ratzinger lo ha hecho notar con palabras muy expresivas y claras: “En todos los siglos esta tentación de asegurar la fe con el poder ha vuelto a presentarse de múltiples formas, y siempre la fe ha corrido el riesgo de quedar ahogada precisamente por los abrazos del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para lograr que el reino de Jesús no se identificara con ninguna forma política, debe librarse hasta el fin de los siglos. En efecto, el precio por la unión de fe y poder político se paga siempre al final con el hecho de que la fe queda al servicio del poder, y debe someterse a sus criterios” (San Juan de Letrán, 5 de marzo 1997).

Superada esa “piedra” de escándalo queda firme el ser la vinculación con Dios la que da un significado al vivir del hombre y al vivir de la sociedad. Y es en ese sentido cristiano, donde la autoridad, la libertad, la familia, la persona y la vida encuentran su armonía y su verdadero sentido.

En favor de este “primer camino” está el fracaso de los intentos realizados hasta ahora para dar una explicación unitaria del hombre total; unitaria y omnicomprehensiva, origen y fin de la vida incluidos. Steiner deja constancia de estos fracasos con estas palabras: “Las teologías posreligiosas o sustitutas y todas las variedades de lo irracional han demostrado no ser otra cosa que ilusiones. La promesa marxista ha fracasado cruelmente. El programa de liberación freudiana se ha cumplido muy parcialmente. El pronóstico de Lévi-Strauss es de irónico castigo. El zodiaco, las apariciones y las simplezas del guru no saciarán nuestra hambre”.

Y aclaro que, en absoluto, se trata de encontrar en la fe apoyos doctrinales, o sociológicos, o meramente culturales, para organizar de forma adecuada el convivir de los hombres.

No; es sencillamente tomar acto de la unidad esencial e intrínseca del ser humano, y de que su vivir y el desarrollo de su existencia, han de seguir una cierta “lógica”, una vez reconocido el origen del hombre en un acto creador de Dios; principio fontal de la Religión, de cualquier Religión.

Es una realidad, y un hecho, que hasta ahora la humanidad ha sido consciente y ha procurado vivir de acuerdo con esa convicción profunda: la unidad entitativa del ser humano, irreductible, sin grave daño para él mismo, a la división de ciudadano, por un lado; creyente, por otro; padre de familia, por otro; empresario, socio de una biblioteca, por otros, etc.

En nuestra perspectiva, este “primer camino” está impregnado de cristianismo. Europa, o es cristiana, o no será. Y, si no lo es, podrá ser invadida y dominada -sin necesidad de ningún tipo de guerra, ni de catástrofes, se entiende- por pueblos que apenas conseguirán hacer de ella otra cosa que una pequeña península asiática.

No se trata, de otro lado, de mantener ningún pre-juicio sobre la viabilidad de una sociedad pluralista, también en materia religiosa. Varias minorías puede subsistir, por un tiempo, dentro de una civilización. Tarde o temprano, sin embargo, la mayoría acaba por imponerse, y puede permitir, o no, subsistir a los demás. No es posible convivir partiendo de principios originarios diferentes: ¿aceptaríamos vivir con personas que defiendan el matrimonio polígamo, o poliándrico; o con quienes sacrifiquen niños enfermos a sus ídolos; o que impongan la matanza de gemelos, por considerarlos una maldición?

Una última reflexión. Quizá sea la democracia la forma política de gobierno que requiera un arraigo más hondo de los ciudadanos en las raíces religiosas. Ya lo vio también Tocqueville, de quien recomiendo la lectura, al menos, del cap. 17 de su “Democracia en América”.

En esas páginas trata de la permanencia y necesidad de la religión en la democracia: “Los hombres tienen un inmenso interés en hacerse ideas muy claras sobre Dios, su alma, sus deberes generales para con su creador y sus semejantes; porque la duda sobre estos primeros puntos entregaría todas sus acciones al azar, y les condenaría, en cierta manera, al desorden y a la impotencia”.

“Por mi parte, dudo de que el hombre pueda soportar jamás, a la vez, una completa independencia religiosa y una total libertad política; y me inclino a pensar que, si no tiene fe, es necesaria que sirva; y, si es libre, que crea”.

 

El segundo camino

 La segunda perspectiva que el hombre europeo tiene delante de sí para preparar los fundamentos de una posible civilización, si no desea sostenerla en la unidad terrena y transcendente de la Religión, tiene dos caras:

La primera es continuar lo ya iniciado en algunos países, y que se limita prácticamente a desmantelar lo que todavía queda en pie de la civilización impregnada de cristianismo, y soñar con que sobre una libertad vacía de verdad y de fines, se pueda construir una cultura. O sea, asentar definitivamente el principio de reconocer legal cualquier movimiento de la  “querencia” humana, más que de la libertad y del deseo, sin límite alguno, ya que se supone que el límite lo pondrá el propio ser humano, aunque no haya seguridad alguna de que llegue a establecerlos.

Este desarrollo de la “querencia” humana, piensan, se dejará llevar por su propio empuje, porque actuar de cualquier manera en contra de sí misma, le llevaría a contradecirse, y a frustrarse.

Las consecuencias de este desarrollo las estamos comenzado a ver: hay quien pone como ejemplo “progresista” de nueva civilización el modelo que parece emerger en algunos lugares: familias homosexuales; aborto; eutanasia. O sea, la vida condenada a no trasmitirse, convertida en un puro y simple entretenimiento.

*                     *                      *                      *                      *

La segunda cara de esta misma perspectiva escoge una actitud más positiva y menos “fatalista”. No se trata sencillamente de destruir lo hecho hasta ahora, y con lo que no se está de acuerdo, sino de buscar una posición transcendente a la persona, no apoyada en la Religión y que no haga referencia directa a Dios; y que a la vez no se cierre en los márgenes del hombre. ¿Es posible esta alternativa?

En esta búsqueda de un fundamento del convivir social y político que no sea única y exclusivamente la libertad de cada hombre, algunos pretenden el recurso a una “ley natural” apoyada en sí misma, en un cierto consenso entre los humanos, que se supone estar de acuerdo sobre ellos mismos. Una especie de actualización de las consideraciones del “vicario” de Rousseau, en sus intentos de revalorizar la “religión natural”.

Una “ley natural” así concebida ha perdido el papel y la fuerza de que podía gozar, entre otros para el mismo Cicerón, antes de la muerte y de la Resurrección de Cristo. Y el motivo, aparte de que supondría el olvido de la existencia del mal, es claro; Cristo actúa en nuestra historia; no viene de paso a la tierra, y se marcha sin dejar rastro.

La ley natural ha de ser injertada en la redención de Cristo, como toda realidad del hombre, porque su transparencia también sufrió oscuridad a causa del pecado. Y, carente de redención, no abre en toda su amplitud los cauces para que haya acuerdo entre los hombres, entre los pecadores.

La profunda deshumanización del arte, de la cultura, la progresiva pérdida del sentido del vivir del hombre, que ha desembocado en un “individualismo” excluyente, y en una “globalización”, que podría llegar a no ser otra cosa que una “cultura anónima”, o sea, una “contra-cultura”, son una muestra visible de la ineficacia de esa “ley natural”.

Nos encontramos con el “hombre solo”, y el “hombre solo” no hace historia, y mucho menos cultura. El individualismo ciertamente acaba con la historia. Hombre solo, no aislado; en compañía pero sin saber que compartir con los demás aparte de un poco de entretenimiento, que no pasa de ser una intranscendente pérdida de tiempo.

Aparte del recurso a esa “ley natural”, el hombre occidental busca otros manantiales de una nueva cultura, sin haber encontrado hasta ahora ninguna “nueva tierra”.

En su contradictoria fe ciega en la ciencia y en la técnica, y en su fe no menos ciega, de haber llegado al culmen de su desarrollo humano sabiéndose instalado en el ficticio estadio “científico” de Comte, todavía no ha tomado plena conciencia de la esterilidad social, espiritual,, artística, humana, de la libertad-vacía, de la libertad sin Verdad, que la realice.

La reciente Declaración Europa ha optado por tratar de subsanar estos vacíos y señalar al menos unos cauces para desarrollar las energías acumulado, en lo que algunos han dado en denominar “la religión de los ciudadanos de la humanidad”, basada en una serie de “derechos humanos”.

Curiosamente, estos “derechos humanos”, en la mente de algunos de sus defensores, han perdido todo vínculo con cualquier “ley natural”, y se consideran surgidos del simple poder del estado, del gobierno; y no de una concepción racional del hombre, del ser persona, de la familia, ni siquiera del poder mismo.

El definir cada una de esas realidades -que son las que dan verdadero sentido a los “derechos humanos”- queda a la libre interpretación individual, ¿con qué valor, y con qué vigencia?

Es imposible que se origine una civilización sin un concepto preciso de persona, y de familia, que hagan posible el desarrollo de una teoría sobre la autoridad, sobre la propiedad, sobre la misma vida. Y, repito, sin una verdadera definición de esas realidades, hasta la más completa lista de “derechos humanos” pierde fundamento y queda a la interpretación arbitraria del poder.

El dilema actual

 Con estas perspectivas, algunos pensadores con una cierta nostalgia no de “lo absoluto”, sino de “el Absoluto”, llegan ya a plantearse en toda su simplicidad y crudeza, el dilema actual por excelencia; un dilema que requiere una solución, si se desea que el hombre vuelva a ser cultural, a desarrollarse culturalmente, y no convertirse en simple consumidor de “hechos”.

¿Libertad o vida? Ante el aborto -cuya “aceptación social” ha sido calificada por Julián Marias como “lo más grave que ha ocurrido en el siglo XX”-, ¿se defiende primero la vida del concebido, del nasciturus; o se decide la balanza por la libertad del padre o de la madre?. Y si alguien considera que se trata de un dilema inútil, surge otra pregunta, ¿puede llegar a ser creadora, e incluso puede llegar a nacer, una civilización contraria a la vida de sus propios componentes?

Y no planteo el dilema precisamente sobre el aborto por casualidad. El nacimiento de las nuevas personas que acabarán convirtiéndose también en nuevos ciudadanos, en nuevos realizadores de la cultura, es de importancia fundamental para cualquier proceso histórico. Si el hombre se desprende de su afán de supervivencia, la cultura carece completamente de sentido, y la civilización se convierte en una pasatiempo inútil, en espera de un final ya anunciado.

La esperanza sin embargo esta viva; no ha desaparecido del todo ese mecanismo de la supervivencia; y florece, entre otras manifestaciones, en gestos tan sencillos como el trato a los animales, las campañas para la abolición de la pena de muerte, el enconado empeño para mantener “vivas” las ruinas de las obras de nuestros antepasados.

¿Libertad o vida? ¿Por qué este dilema? ¿Por qué hemos llegado a enfrentar la libertad a la vida? ¿Hay tanto miedo a la vida que tenemos miedo de acogerla y amarla con libertad?

La oposición entre libertad y vida se basa en lo que en mi opinión es un doble y profundo engaño conceptual: considerar, y querer entender, la libertad completamente desvinculada de la realidad del hombre y del mundo; la libertad “inútil” del superhombre nietzscheano, que “es” lo que “hace”, sin importarle lo que “es”, ni pensar en lo que “hace”; y querer ver la vida desvinculada de su origen, de Dios; y la vida, abandonada a sí misma, pierde completamente su sentido.

La nueva civilización europea está en germen en quienes quieran y se decidan a superar la contraposición y escoger a la vez, la libertad y la vida. Y preparen así un lugar en el que otros seres humanos puedan continuar viviendo. En definitiva, La libertad al servicio de la vida.

De este modo se aúnan el hombre -la libertad- y Dios -la Vida, en el desarrollo de la entera creación.

El último Ionesco lo vislumbró. A una larga pregunta, contestó con apenas dos líneas: “¿No observa usted una identidad más fuerte en Rusia y en los países del Este, en comparación con el mundo occidental? El problema de la identidad está estrechamente vinculado al del sentido, y parece que en Occidente cada vez menos sabemos quienes somos. Quizás ellos viven en el caos, pero saben muy bien quienes son”.

“Tal vez es así, respondió. Si la identidad no está construida sobre la metafísica y la religión, no tiene fuerza”.

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Quizá algún lector, llegado a este punto, pueda preguntarse si la “globalización” cambiará algún dato del dilema. Lo dudo. Y en otro escrito trataré de explicar el porqué.

Y tampoco descarto el surgir de otra cuestión: ¿por qué plantear un dilema tan radical, cuando siempre podremos transcurrir nuestro tiempo sobre la tierra sin mayores quebraderos de cabeza?

El engaño de fondo es claro. los quebraderos de cabeza no dejarán jamás de presentarse, y el hombre necesita mirarlos cara a cara, si quiere continuar haciendo historia.

Quizá hemos dejado de pensar con frecuencia en las grandes realidades del vivir y del morir de los hombres, y vale la pena volver a contemplar con una cierta objetividad y a distancia. Quizá, y vistos los avances realizados en descubrir “como” están hecho los hombres y las cosas, preferimos seguir navegando en la superficie, y no enfrentarnos con el misterio del “por qué existen”; y “por qué son así”.

Cualquier inicio de una civilización exige una vuelta a las “grandes cuestiones”; y la libertad y la vida, ciertamente, lo son.

Ernesto Juliá Díaz

 

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