Carta de un niño muerto, recién nacido
Esta es una carta extraña; o mejor, insólita. Y no digo extraña porque se me ocurre que nada de lo que pueda acaecer entre los humanos nos es realmente extraño.
Y digo insólita, porque no todos los días muere un niño nacido apenas unas horas, unos días. Y quizá no se conocen muchos casos de criaturas que, sin haber llegado siquiera a respirar el aire libre, sin haber palpitado en el latir del tiempo, y cuando ya se encuentran libres y felices gozando de Dios, vuelvan la cara atrás para escribir a sus padres.
Las maravillas del mundo no tienen límite. Y así, en esta ocasión. Que ha sido un niño quien me dictó al corazón esta carta a sus padres. El balbuceo de los niños no es siempre fácil de entender; he tratado de conseguirlo y, si hay algo que no se entienda, mía es la culpa.
“Queridos mamá y papa; en mi corta inteligencia, recién despierta en la tierra y llena ahora de luz en el cielo, me parece que os debo unas líneas de explicación por mi comportamiento; porque tengo la impresión de haber sido un poco maleducado y de no haberme portado bien con vosotros.
Me invitasteis a la gran fiesta del vivir, como habéis hecho con mis otros nueve hermanos, me presenté a la cita, y sin llegar a abrir la puerta de casa y entrar en la fiesta familiar, me marché enseguida sin decir palabra.
No he tenido ocasión de saludaros ni de hablar con vosotros; ni siquiera habéis tenido la oportunidad de escuchar lamentos o quejidos de mis labios. En silencio llegue, y me he marchado sin alzar la voz.
Como mis labios, también mis ojos han permanecidos cerrados a vuestro mundo, y no os he podido acompañar con mi mirada ni en vuestra alegría por mi nacimiento, ni en vuestro llanto por mi muerte. La debilidad de mi organismo no ha soportado el latir de mi espíritu. Mil perdones.
Y después de esta introducción, dejadme proseguir estas líneas agradeciéndoos de todo corazón la vida que me habéis dado. Os he costado muchos sacrificios, dolores, privaciones. Conozco algunos, y supongo que serán muchos más y mayores los que no alcanzo a vislumbrar, y que mamá se guardará para ella sola. Ya sé, mamá, que has tenido que estar sin moverte mucho un buen número de días para que yo pudiera ir creciendo en ti, y para que mi desarrollo no se viera interrumpido. Al final, el Señor ha dispuesto de otra manera.
Alguien me ha comentado aquí que las madres tienen por buenos hasta los mayores pesares sufridos, cuando por fin ven sonreír a sus hijos. Yo no te he dado esa consolación, mamá; y quizá no pueda transmitirte como me gustaría el inefable gozo que tengo ahora delante de Dios, y que os debo a ti y a papá. Espero que, al menos, os alcance algún rayo de mi alegría y os permita sacar una sonrisa de la pena que sufrís por mi partida.
También he tenido noticias de tu paciencia y serenidad, papá, que has sido capaz de no ponerte nervioso en todos estos momentos, vista mi escasísima salud, y ya sabiendo que mi corazón podía dejar de latir en cualquier instante. El amor de los padres siempre colma las necesidades de los hijos, aunque no siempre os lo agradezcamos. Yo lo hago ahora.
Soy el décimo de vuestros hijos, y espero que me concedáis mantener siempre ese lugar privilegiado. Yo, Juanjo –así me habéis llamado al derramar sobre mi cabeza el agua del Bautismo apenas comencé a ver la luz- he sido quien ha colmado el horizonte de vuestros sueños familiares. Mi foto en colores, y sonriente, no quedará enmarcada en la pared familiar, pero yo estaré siempre allí, alborotando entre mis hermanos, y alegrándome con ellos. Mamá; diles que no me lloren: que en el Cielo les espero; y como en el Cielo no hay tiempo, que no tengan ninguna prisa en venir.
Mientras moría me asaltó un cierto remordimiento por haberos hecho soñar y haber quemado enseguida vuestros sueños, cuando apenas comenzaban a convertirse en realidad. Todos los niños somos un poco, un bastante, egoístas. Quizá porque como estamos indefensos y nos sabemos incapaces de proveer a nuestras necesidades, nos vemos obligados a llamar la atención para hacernos notar, y no nos preocupamos de la lata que damos. No lo sé.
El remordimiento se acabó pronto. Quizá hasta que os vea aquí en el cielo no sabré si la alegría de haber soñado os ha sostenido en la pena de haber sufrido mi muerte. No soy muy consciente de los claroscuros entre penas y alegrías por los que atravesáis en la tierra. Me queda al menos el consuelo de saber que de alguna manera os he acompañado en vuestro vivir, he sido un fruto de vuestra esperanza y de vuestro amor, y os serviré para que esa esperanza permanezca siempre viva y abierta hacia el futuro.
Y como yo ya vivo en la esperanza realizada, en el amor eterno con Dios, me he propuesto llevar a cabo de alguna manera mi papel en el hogar, aun sin ocupar ningún asiento en el coche familiar.
Mamá, cuando te encuentres cansada, abatida, invadida por el miedo y el temor, si es de día, mira al sol y yo te saludaré escondido en uno de sus rayos; si es de noche, mira a la luna, y allí me encontrarás a mí haciéndote guiños. Y si alguna vez tu corazón se apesadumbra porque te gustaría participar una gran alegría con tu décimo hijo, métete en tu corazón que allí te sonrío y gozo contigo.
Papá, ya he puesto el nombre y apellido de la familia más allá. Quizá con un poco de antelación, lo reconozco. No podré ayudarte a cuidar de mamá ni a sacar adelante la familia: mi recuerdo te alentará.
Y aquí me quedo; que nadando en mi mar he descubierto lo cercanas que están la vida y la muerte, y que la tragedia no es de este familia nuestra, en la que Dios pasea como por las veredas del Cielo.
Un beso. Juanjo.
Ernesto Juliá Díaz