El sentido de la vida
Dos frases de un artículo que he leído recientemente, y con este mismo título, me han hecho reflexionar.
El autor señala que: “La vida está siempre llena de misterio y de zonas oscuras, de incoherencias y de contradicciones. La vida no obedece a un plan fijado de antemano”. Y después, como para remachar su pensamiento, añade: “La vida ni siquiera tiene un porqué ni un para qué. La vida simplemente es”. ¿Se reduce la vida a “esto”?
Ningún ser inteligente actúa, sin más, “por que sí”. Hasta detrás del “por que me da la gana”, hay una razón, un “porqué y un para qué” que mueve “la gana”.
Considerar que la vida es un simple azar, un simple acontecimiento trágico, cómico, aburrido o todo lo contrario, a la vez y en el mismo instante, me da la impresión de que no es una posición acorde con el afán de intentar resolver los enigmas que se nos presentan de continuo; anhelo latente en lo hondo del espíritu humano, y en cualquier momento de su recorrido histórico.
Me parece que sería abandonar la carga -que sólo Dios ha podido poner sobre nuestros hombros- de preguntarnos los “porqué” de lo que nos va sucediendo. Si el hombre deja de preguntar, de algún modo deja también de existir.
“La vida es un acaecer espontáneo, y no necesita un sentido que la transcienda, y, de paso, la desvirtúe o la anule”. Afirma nuestro autor, y yo me pregunto si no hay un modo de hablar equívoco al utilizar una palabra, un adjetivo en este caso, de doble significado, como es “espontáneo”? En efecto. El diccionario recoge estas dos acepciones: “1. Voluntario o de propio impulso. 2. Que se produce sin cultivo y sin cuidados del hombre”
La vida es “espontánea”, y plenamente, en el primer significado; todos cultivamos de alguna manera nuestro vivir. Y en ese “cultivo” la vida se transciende hacia Quien la ha originado: Dios. Y así, es “espontánea”. El último Borges, en su ceguera consiguió vislumbrar a ese “Dios escondido”, y lo expresó en estos versos: “El cuerpo sirve al alma. Quizá el alma/ que padece, que odia, que interroga,/ que surca espacios y recuerda siglos,/ que divisa utopías y nirvanas/ sirve a su vez a Otro, cuyo nombre/ y cuyo rostro son indescifrables”.
Consciente quizá de los límites de sus afirmaciones, nuestro autor concluye así: “La vida, por fortuna, sigue siendo un misterio impenetrable para la psiquiatría”. Y yo añado: ciertamente. Un misterio que Dios comparte con los hombres, y que los hombres podemos descifrar en el amoroso “misterio” de Dios.
Ernesto Juliá Díaz