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Un breve parón en el vivir, ante la Muerte

Un breve parón en el vivir, ante la Muerte

 

No es de todos el saber pararse; y tampoco, el gozar de un momento de calma. Quizá nos cuesta mucho esfuerzo dar, de vez en cuando, un aire más lento al marchar de nuestros días, aun sintiendo allá en lo hondo de nuestro espíritu la necesidad de parar un momento, de dejar a un lado el trabajoso ajetreo de cada día -ocupaciones y preocupaciones, alegrías y penas, bodas, secuestros, guerras, inauguraciones…- y contemplar el fluir de nuestro vivir con una cierta y serena perspectiva. Pararse a contemplar las estrellas es un buen colirio para unos ojos tristes y cansados.

 

Un día, una voz amiga, un hecho imprevisto, nos invitan a reflexionar. Otra mañana, la novedad con que topamos delante de nuestro ojos, y nos ofrece esa ocasión es la Muerte. Un hecho humano que, no obstante su acaecer cotidiano, no pierde nunca el aire de novedad, la carga de sorpresa.

 

El dejarnos de un hombre joven, de una mujer en la primavera del vivir, el marcharse de un ser querido, de un conocido, nos lleva a parar, precisamente, ante un cuadro, un horizonte, como es el de la muerte, que no conseguimos abarcar en toda su amplitud, en la armonía de su conjunto, y del que a veces rehuimos hasta la luz de su reflejo: “Tú que sigues el vuelo de la belleza, acaso/ nunca, jamás pensaste cómo la muerte ronda/ ni cómo vida y muerte -agua y fuego- hermanadas/ van socavando nuestra roca” (José Hierro).

 

Y rehuimos quizá porque tenemos demasiado dentro del alma esa idea de que la muerte “socava” nuestra vida, y no descubrimos el oculto y escondido vivir que encierra la misma muerte.

 

“¡Qué silencios tumba el alma!/ ¡Qué puertas cruza la muerte!” (Emilio Prados). Si cada mañana somos capaces de sentir entorno a nosotros el palpitar del misterio que es la vida; de manera muy particular, nuestro corazón se encoje en espera de desentrañar alguna faceta de ese misterio que es el morir, en el instante en que vemos el alejarse de una persona querida: “Lejos, más lejos, cada vez más lejos/ va el muerto caminando por su muerte” (Gerardo Diego).

 

No. El muerto no camina con su Muerte; el muerto camina con su nuevo vivir eterno. Somos los que estamos de este lado del muro, quienes caminamos con las muertes de cada muerto amigo. Cada uno con sus propias muertes; porque sólo Dios puede soportar el peso de todas las muertes. Y lo soporta, porque sólo El cambia la muerte en Resurrección, y convierte la carga muerta en alas vivas y ligeras, como de ángeles.

 

La última persona a quien acompañé hasta el aliento final, cerró los ojos con una sonrisa. La muerte, en todo su misterio no es “la burladora muerte” (Gerardo Diego); ni “silencio y soledad, ausencia y aire,/ figura de la nada, del destierro” (Rafael Morales). Ni siquiera juega el papel de “acalladora de miedos”, que le atribuyó Cernuda: “Pero aún hay algo en mí que te reclama/ Conmigo hacia los parques de la muerte/ Para acallar el miedo ante la sombra”. Al morir, nuestra voz se acalla, no ante las sombras, sino ante la luz de los ojos de Dios, frente a frente.

 

Este es el secreto que sólo Dios nos puede descubrir: el de transformar la Muerte en resurrección. Ivan Ilich, el personaje de Tolstoi, quiso desentrañar el misterio repitiéndose con decisión que la muerte no existía, como si su voluntad pudiese matar a la muerte: “¡Se acabó!, dijo alguien sobre él. El oyó estas palabras y las repitió en su alma. “Se acabó la muerte -se dijo-. La muerte no existe”. Hizo una inspiración, se detuvo a la mitad, se estiró y quedó muerto”.

 

Cerrar los ojos ante la Muerte, en la esperanza de que al no ser contemplada, la muerte se esconda y se desvanezca, forma parte de las ilusiones que cualquier hombre se puede forjar. Una ilusión que se da de bruces con toda la historia del género humano, y con todas las tumbas en las que desde sus albores, el hombre ha depositado con cariño a quienes le han precedido en el presentarse sobre la tierra, en la esperanza de volver a verlos.

Ernesto Juliá Díaz