LA FAMILIA: UN ARGUMENTO PARA CERRAR Y ABRIR EL SIGLO
El reto estaba sobre la mesa, y era de órdago a la grande: encontrar un tema para cerrar y abrir siglo. Y aún siendo de órdago a la grande, el reto parecía lo más natural. Proliferan por doquier encuestas sobre las esperanzas de cada cual en torno al siglo XXI, y la futurología se ha descubierto en nueva primavera en estos finales y albores de siglo. Un argumento, por tanto, debería existir.
La imaginación no acepta, de ordinario y de improviso, semejantes desafíos. La creación, siendo en el tiempo y para durar en el tiempo, necesita el transcurrir del tiempo, medido en meses, en horas, en instantes, o como se desee, para germinar y desarrollarse por los cauces adecuados. Y sólo en la paz del tiempo dominado alcanza a concebir frutos adecuados.
¿La Ilusión, la Esperanza, la Alegría? ¿La Nueva Humanidad? ¿El Superhombre? ¿Hacia una Gobierno Mundial? ¿Las catástrofes, la Muerte? ¿El fin de las ideologías? ¿El concluir de la Historia? ¿Entra también Dios en el siglo XXI, o se queda en puertas? ¿Llegará el fin de todas las guerras y asentará la paz sus reales en nuestro planeta? ¿Desaparecerá por fin el hambre del mundo?
Soñar, después de todo y vista la horizontalidad de las perspectivas existenciales con que nos acercamos al treinta y uno de diciembre, cuesta poco y puede incluso ser gratificante.
Puestos a escoger, me quedo con la realidad, que es más rica y más enriquecedora que cualquier sueño. Y de entre esas realidades he elegido, para tema final de siglo, una que permanece siempre. ¿Cómo la elegí?
Cualquier tema hubiera cabido dentro de esa especie de marco sin límites como es el de un “argumento para cerrar y abrir siglo”; y sin embargo, considero que el escogido es quizá el único que hace posible que los demás puedan siquiera existir.
Después de recibir el reto, y al regresar a casa conduciendo con serenidad y paz en medio del tráfico, se cruzó en mi camino, y en maniobra ciertamente arriesgada, un coche ya algo destartalado, más añoso que reciente, con señales bien patentes de refriegas callejeras más o menos violentas.
Conducía el vehículo un hombre que no había llegado todavía a esa edad en la que el ser humano comienza a darse cuenta de que las carreteras, las calles, y las demás vías de comunicación, sirven para llegar a algún lugar, y no están pensadas para quedarse en ellas. A su lado una mujer más joven que él, con un niño en brazos, y con un rostro que no podía ocultar un cierta mezcla de enfado y de susto. En el asiento trasero, cuatro criaturas, dirigidas por la mayor, una niña de quizá siete años, procuraban estar quietas y moverse lo menos posible.
No me enfadé, cedí todas las preferencias que me correspondían por derecho al padre de familia, y sonreí al arriesgado e imprudente conductor. Mi gesto dio resultado: el hombre pidió disculpas con un gesto amable y humilde, de esos gestos que nacen en la paz y dan paz, y sin más incidentes llegué a casa.
Y fui consciente de que ya disponía del argumento para el trabajo al que había sido retado. Ya no le dí más vueltas a la cabeza en busca de la mayor conquista o de la mayor vergüenza del siglo XX, y dejé a un lado las aventuras extraterrestres, el avance de la medicina, las derrotas -acompañadas de crímenes que han abierto horizontes inmensos a la crueldad humana- de comunismos, de socialismos y de fascismos de todos los colores, el agostamiento de los restos de la Ilustración, los procesos de independencia de todas y de cada una de las colonias, las sucesión ininterrumpida de guerras mundiales, fratricidas, tribales, etc., la guerra oculta y más sucia que jamás hemos inventado los hombres: el aborto; la cuasi-alfabetización del planeta no obstante las persistentes desigualdades sociales, culturales, etc.
Escogí LA FAMILIA. Ninguna realidad más arraigada en la tierra, ninguna realidad con más historia a sus espaldas ni más perspectivas en su futuro. Sobre ella el hombre ha construido la primera agrupación tribal, el último imperio egipcio, la más reciente monarquía europea. Y la familia seguirá proveyendo hombres y mujeres que gobiernen los conglomerados políticos que iremos constituyendo los hombres en nuestro caminar terreno. Ninguna realidad como la familia más reacia al igualitarismo, a la uniformidad; más rica en su diversidad y en su variedad; mejor defensora de la persona y de la personalidad del hombre.
Cada familia es irrepetible. En ella se engendra la vida y la muerte. En ella se aprende a amar, a vivir la libertad. Siempre es nueva sin dejar de ser ancestral; siempre parece que está a punto de cumplir su función en este juego del mundo, y la sonrisa de un padre ante su hijo recién nacido vuelve a darle vida.
He buscado cantos a la familia, y quizá en pocas materias han sido tan parcas las alabanzas y los elogios de los poetas como sobre las familias. ¿Miedo? ¿Pudor? Quizá el reconocimiento de no encontrar palabras adecuadas para penetrar los misterios del convivir humano; quizá una cierta humildad ante la magnitud de un argumento que va más allá del amor entre un hombre y una mujer; quizá la incapacidad de descubrir que en la familia ha puesto Dios el hogar del amor en el mundo, o bien un respeto casi sagrado a una realidad que el hombre reconoce no haber creado.
De otro lado, es la honra, el buen nombre, la dignidad de la familia, el espíritu que late en tantas obras de nuestro teatro clásico. Es el amor que origina una familia, la fortaleza que sostiene en sus avatares a los personajes de “Los Novios” de Manzoni. Es el amor a su casa, a su patria, la luz que guía los movimientos de Ulises hacia Itaca.
En otras ocasiones, las tragedias narradas en el seno de la familia han originado como un cierto malestar en torno al hogar. Poemas como el de Alvargonzález, obras de teatro como “La reunión de familia”, de T. S. Eliot, o novelas como “La familia de Pascual Duarte”, de Cela, no son ciertamente un canto de exaltación de las virtudes familiares. Los odios fraternos han sido más cantados y descritos que los sacrificios y grandezas fraternas.
Ni siquiera muchos filósofos, que no han dejado de ensalzar la amistad que une a los padres con los hijos, a los hijos con los padres, a los hermanos entre sí, consiguen penetrar la verdadera importancia de la familia, que apenas viene a ser como un dato más entre los sumandos que configuran al hombre como individuo, como persona. Pocos se han parado a considerar que detrás, y en el centro de la verdad sobre el hombre está, ciertamente, la familia.
Y más allá de la creación literaria, algunos hombres han intentado levantar sociedades y civilizaciones prescindiendo incluso de Dios; y hasta se les ha pasado por la cabeza, en los nacionalsocialismos y comunismos de este siglo, el prescindir de la familia. Pronto han tenido que rectificar el rumbo, aun a su pesar. Como reacción, ¿quizá venganza contra la naturaleza, y contra su Creador?, han pretendido arrancar a los hijos del seno de sus madres, han establecido el aborto generalizado, en el afán de que la familia pierda su verdadero rostro, su verdadero significado.
La familia, sin embargo, sobrevive siempre. Cambia de constitución interna; las relaciones de marido y mujer adquieren nuevos matices; la situación de hijos, de hermanos se adapta a formas diferentes. Es siempre la misma familia, el idéntico vínculo entre un hombre y una mujer que se abre a sus hijos, y que se convierte en una manantial del que se alimentan todos.
Al tratar de analizar el “ambiente espiritual de nuestro tiempo”, y en su esfuerzo para descubrir en que momento de su caminar histórico el hombre ha comenzado a perder el sentido de la totalidad de su existencias, a convertirse en un ser-masa, Karl Jaspers se atreve a decir: “Quien ha abandonado los vínculos de la familia y del ser-mismo en vez de erguirse sobre sus raíces a una totalidad, sólo podrá vivir en el esperado y siempre ausente espíritu de una totalidad de masas”.
Y antes, señala la acción de los poderes totalitarios que “procuran fomentar el egoísmo del individuo contra la familia, rebajar su solidaridad, azuzar a los hijos contra los padres. En vez de considerar la educación escolar como una extensión de la doméstica, se considera aquélla como la esencial y la finalidad es evidente: quitar los hijos a los padres para hacer de ellos sólo hijos de la totalidad. En vez de mantener el estremecimiento original ante el divorcio y la erótica poligámica y el horror ante el aborto provocado, el homosexualismo y el suicidio como extralimitaciones del hombre, se facilita, más bien, todo esto íntimamente o en todo caso se condena con la moral farisaica de siempre o se toma con indiferencia y con la actitud propia de lo que se refiere a la existencia total de las masas”.
Los psiquiatras hablan de los daños psíquicos de las familias rotas; y queda todavía por conocerse el comportamiento de tantos “huérfanos de padres vivos”, que pululan hoy por los caminos del mundo.
No es suficiente alabar la familia como estructura central de la sociedad, de cualquier sociedad; y tampoco es suficiente descubrir la capacidad de identidad de sí mismo que la familia transmite a todos sus componentes, no obstante las divergencias y las situaciones controvertidas que en algunas puedan darse. Si la familia se considera solamente como una cierta institución social, como una organización en el engranaje de la sociedad, o incluso como una simple entidad de trabajo o de seguridad en los primeros años de la vida, no sólo se oculta su grandeza, sino que se desconoce la riqueza que entraña.
Un cristiano sabe que Dios ha establecido la familia desde el comienzo de la aventura humana en la tierra, y sobre ella ha asentado el andar de toda la creación. No sólo en el sentido más inmediato del “creced y multiplicaos”, sino en el más escondido y profundo de cauce para transmitir, de generación en generación, las riquezas que el ser humano engendra y guarda en su corazón.
Sin la familia, hace ya mucho tiempo que el fuego del hogar se habría extinguido para siempre; y con el fuego, el amor, el verdadero amor, el que se vive y no el que “se hace”, no encontraría ya lugar en los corazones de los hombres.
Las verdaderas riquezas de una familia cristiana tienen sus raíces en la unión que la gracia del Sacramento crea entre todos sus miembros, y que, de alguna manera, es “una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor”. Y Juan Pablo II interpreta así ese texto del Concilio Vaticano II: “En las palabras del Concilio, señala Juan Pablo II, la “comunión” de las personas deriva, en cierto modo, del misterio del “Nosotros” trinitario, y por tanto, la “comunión conyugal” se refiere también a este misterio. La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas” (Carta a las Familias”, n. 8).
Esta realidad humana-divina de la familia es el fundamento de todos los bienes que la familia origina en la sociedad, en la vida de cada uno de sus miembros, y en el conjunto de la convivencia social, cultural y política de los hombres. Lo entendió muy bien Josemaría Escrivá: “Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar”.
Si hemos superado, o si al menos estamos en trance de conseguirlo, el trauma de la guerra civil ha sido gracias a la familia; y de manera particular, de esas familias que han tenido combatientes y bajas de los dos bandos. Los vínculos de la sangre han conseguido, con tiempo, con paciencia y con un poco de buena voluntad, hacer posible la reconciliación aunque quizá sin llegar todavía hasta las más hondas raíces del perdón.
“Y ese hombre/ ve en torno de la mesa/ a sus seres queridos. No pregunta/ sino invita, no enseña/ vasos de pesadumbre ni vajilla de plata./ Apenas habla, y menos/ de su destierro…Ya nunca/ forastero, en familia,/ no con docilidad, con aventura,/ da las gracias muy a solas,/ como mendigo. Y sabe,/ comprende al fin. Y mira alegremente,/ con esa intimidad de la llaneza/ que es la única eficacia,/ los rostros y las cosas,/ la verdad de su vida/ recién ganada aquí, entre las paredes/ de una juventud libre y un hogar sin fronteras”.
Quizá no todos los seres humanos puedan hacer suyas esas palabras de Claudio Rodríguez en su “Oda a la hospitalidad”. Quienes las hagan, conseguirán verlas vida en el corazón de la familia.
Tres, cuatro, cinco, siete, nueve,… hijos. Cada familia es única e irrepetible. Hay madres, y padres, que tienen cuerpo y corazón para más o para menos hijos. Así escribí en “El latir de las horas” a propósito de las reacciones de una madre y de una familia a la llegada de un cuarto hijo: “¿Valía realmente la pena? ¿Tendría fuerzas suficientes para seguir siendo madre, cuando ya se preparaba para ser abuela? Prefirió dejar para el momento del parto la alegría de descubrir si era hijo o hija; y volvió a tomar con decisión el curso de los días, sacando fuerzas de flaqueza, y agradeciendo a Dios el fortalecido vigor de la sangre que sentía correr por sus venas. Fue su mejor embarazo.”
“Hoy, la intrusa -se presentó mujer- tiene cinco años. La madre no se cambia por nadie del mundo. El padre no se queja del cansancio por el trabajo. El mayor sueña con una hija semejante a su hermana; el segundo ha conseguido acomodar todos los espacios y es capaz, incluso, de interrumpir un trabajo de investigación, para socorrer a la pequeña en momentos de necesidad. Y la hermana, manda besos para la niña en todas las cartas que escribe desde el extranjero”.
No le faltan enemigos a la FAMILIA. Personas que desearían borrar de la faz de la tierra esta realidad viva, humana y divina, asentada en el amor leal y fiel de un hombre y de una mujer, que se prometen crecer en respeto y cariño todos los días de su vida hasta la muerte, hasta más allá, y que abren sus cuerpos y sus almas a los hijos.
La Familia comienza un nuevo siglo de historia. Y como el templo de Barcelona, de alguna manera es siempre una realidad inacabada e inacabable. Unas veces se presentará en lozanía y fuerza irresistible; otras, tendrá la imagen de Sesemi, que cierra la historia de los Buddenbrook: “Allí estaba la vencedora de la guerra por el bien; la que durante toda su vida había librado duros combates; allí estaba jorobada y endeble, temblando de santa convicción, como sutil, justiciera e inspirada profetisa”.
Siempre viva, renaciendo sobre las cenizas de quienes han querido destrozarla, para que haya siempre sobre la tierra un padre, una madre, unos hermanos, que gocen en la primera sonrisa de un recién nacido.