Los sacramentos
Toda la vida del cristiano crece, se alimenta y se desarrolla por la acción de los Sacramentos. La Gracia que recibimos en los Sacramentos va haciendo posible que en nosotros crezca la nueva criatura de “hijos de Dios en Cristo”. El hombre no puede vivir verdaderamente vida cristina, que es vivir toda su vida humana “en Cristo, por Cristo, con Cristo”, sin recibir los Sacramentos.
Los sacramentos –hemos de recordarlo- “son signos visibles, instituidos por Nuestro Señor Jesucristo, que producen la Gracia”. Y tengamos también presente que la Gracia, como repetiremos de vez en cuando en estas reflexiones, es “una cierta participación de la naturaleza divina”. La acción de la Gracia es la de convertir al cristiano en “hijo de Dios en Jesucristo”. Los Sacramentos son, por tanto, el cauce por el que el hombre recibe esa “participación en la naturaleza divina”.
En estas reflexiones sobre los Sacramentos nos centraremos exclusivamente en la relación de cada sacramento con la Gracia, y en la configuración de esa “nueva criatura”, sin adentrarnos en ningún otro aspecto teológico, litúrgico, espiritual, que cada sacramento lleva consigo.
Hasta la venida de Cristo, Dios se valía de signos, ceremonias, para darnos a conocer su benevolencia y su presencia entre nosotros, su participación en la historia de la humanidad, y para dejarnos constancia de su ayuda. En adelante, y como consecuencia de la nueva vida establecida por Cristo de las relaciones de Dios con los hombres, esos signos y ceremonias han dejado de tener significado alguno.
Los Sacramentos se convierten no ya en las “huellas de Cristo en la tierra” y ni siquiera tampoco en “los caminos que unen para siempre el cielo y la tierra”, si no en el encuentro personal-vital de cada cristiano con el mismo Cristo.
“Los sacramentos de la Nueva Ley fueron instituidos por Cristo y son siete, a saber, Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Reconciliación, Unción de los Enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio. Los siete sacramentos corresponden a todas las etapas y todos los momentos importantes de la vida del cristiano: dan nacimiento y crecimiento, curación y misión a la vida de fe de los cristianos. Hay aquí una cierta semejanza entre las etapas de la vida natural y las etapas de la vida espiritual” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1210).
Los sacramentos son, en resumen, los cauces ordinarios para el encuentro personal con Cristo y para recibir la Gracia, que nos convierte en “nuevas criaturas”, y nos hace “hijos de Dios” en Cristo.
Antes de seguir nuestros razonamientos es preciso hacer una aclaración previa. La Gracia que se nos concede en los Sacramentos no supone, en modo alguno, la desaparición de la gracia, la ayuda, que Dios concede a todos los hombres, incluso a quienes nada saben de Cristo ni de la Iglesia –y no recibirán, por tanto, ningún Sacramento-, para que alcancen la salvación por otros caminos. Todos los caminos de la salvación pasan por Cristo – el Camino, la Verdad y la Vida para todos-, aunque algunos no le conozcan y no tengan, por tanto, la Fe en Él ni participen en la vida sacramental.
El desarrollo de los planes de salvación de cada uno de los seres humanos, es un misterio escondido en Dios hasta el fin de los tiempos.
Al referirnos de nuevo a los Sacramentos, y ver en ellos los cauces ordinarios en los que hombre recibe la gracia divina, conviene desde el principio que no olvidemos la “semejanza entre las etapas de la vida natural y las etapas de la vida sobrenatural”, que ha subrayado el Catecismo.
En efecto, es el mismo hombre, criatura de Dios, quien ha de ser redimido, liberado del pecado y convertido en “hijo de Dios en Cristo”. Y todo, sin dejar, en absoluto y bajo ningún concepto, de ser plena y naturalmente hombre. La Gracia no destruye jamás la naturaleza y, por otro lado, requiere la cooperación de la naturaleza y de la libertad del hombre, para producir sus frutos.
Es cierto que, en los sacramentos, la Gracia se origina directamente por la acción del ministro. No hemos de olvidar, a la vez, que, para que esa Gracia sea eficaz en la persona que recibe el Sacramento, requiere que no ponga obstáculo. Un penitente puede hacer ineficaz el sacramento de la Reconciliación, por ejemplo, si no lo recibe con las disposiciones requeridas, y también, aun acogiéndolo en condiciones adecuadas, no permite que la gracia produzca en él una conversión honda y permanente hacia Dios. En el primer caso, su actuación convierte en inútil el sacramento; en el segundo, lo hace ineficaz.
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-¿Soy consciente de la necesidad que tengo de vivir los Sacramentos?
-¿Medito con frecuencia sobre la nueva vida con Cristo: ser “hijo de Dios en Cristo”, que crece en mí con la recepción de los Sacramentos?
-¿Doy gracias alguna vez a Nuestro Señor Jesucristo por haber instituido los Sacramentos?
Los sacramentos de la iniciación cristiana
El Bautismo (I)
Los tres primeros Sacramentos –Bautismo, Confirmación, Eucaristía- se denominan “de la iniciación cristiana”, porque tienen la principalísima finalidad de convertirnos en “nueva criatura”, en “hijos de Dios en Cristo”. El Bautismo es el nacimiento a la vida sobrenatural cristiana; la Confirmación, el desarrollo y el asentamiento en el alma de esa vida sobrenatural, por la acción del Espíritu Santo; y la Eucaristía, el arraigo de esa vida de Cristo en el alma, vivida más personalmente con Él.
“Mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen los fundamentos de toda la vida cristiana. La participación en la naturaleza divina que los hombres reciben como don, mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna; así, por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad” (Catecismo, 1212).
El nacimiento y la conversión a la vida divina son el resultado de recibir la Gracia, “la participación en la naturaleza divina”, que injerta en nosotros un principio de vida sobrenatural. El cristiano está verdaderamente “injertado” en Cristo. Nos convertimos en “hijos de Dios en Cristo” sin dejar de ser seres humanos, y siendo “hombres-hijos de Dios en Cristo”, comenzamos a vivir y actuar.
Este proceso, repetimos, comienza con el Bautismo:
“El santo Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión. El bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento por el agua y la palabra” (Catecismo, n. 1213).
“El Bautismo no sólo purifica de todos los pecados, sino que también convierte al neófito en “una nueva creación”, un hijo adoptivo de Dios, que ha sido hecho “partícipe de la naturaleza divina”, miembro de Cristo, coheredero con Él y templo del Espíritu Santo” (Catecismo, n. 1265).
La acción de la Gracia en la persona del bautizado se puede resumir en estas palabras del Catecismo, a las que tendremos ocasión de referirnos a lo largo de estas reflexiones:
“-le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales(Fe, Esperanza, Caridad);
-le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante sus dones;
-le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.
Así todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo Bautismo” (Catecismo, n. 1266).
Con el Bautismo, el bautizado deja de ser sólo una criatura “a imagen y semejanza”, y se convierte en verdadero “hijo de Dios en Cristo”, al actualizarse, al hacerse “acto”, en esa “participación” la capacidad -potencia- de ser “hijo de Dios”, con la que todo ser humano llega a este mundo.
Esta nueva condición del hombre bautizado no se pierde jamás. “El Bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (carácter) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación” (Catecismo, n. 1272).
Esta afirmación significa que el bautizado nunca pierde su condición de “hijo de Dios en Cristo”, raíz y fundamento de la vida sobrenatural, del vivir nosotros en Dios, con Cristo, en el Espíritu Santo; y del vivir Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en nosotros. Es el fundamento y la razón por la que podemos decir que todo cristiano está “injertado” en Cristo; y, con San Pablo, podemos también llegar a afirmar que “Cristo vive en mí”.
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-¿Retraso sin necesidad el bautizo de un hijo, de un nieto?
-Cuando asisto y participo en un bautizo, ¿procuro revivir mi propio Bautismo, y dar gracias a Dios por haberlo recibido?
-¿Soy consciente de que con el Bautismo, al convertirme en “hijo de Dios en Cristo”, entro a formar parte de la propia familia de Dios?
El Bautismo (II)
Algunos consideran que con el Bautismo el hombre pierde su libertad, al no poder perder jamás su condición de “hijo de Dios en Cristo”. La realidad es otra, y queda claramente expresada en la segunda parte del n. 1272 del Catecismo.
“Este sello –el carácter– no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación”. Es decir, el hombre nunca pierde la libertad en el plano de su “actuar”, y, por tanto, podrá oponerse no sólo a la acción de Dios, sino también rechazar su realidad ante el mismo Dios, y reafirmar, en definitiva, su propio “yo”, delante y en oposición a Dios. Sencillamente, podrá paralizar toda posible acción de su propia persona. La obstinación en el pecado puede debilitar la voluntad del hombre, pero nunca le impedirá el ejercicio de su libertad. El mejor defensor de la libertad del hombre es Dios.
En definitiva, salvo casos patológicos, el hombre nunca deja de ser libre, aunque en su espíritu esté indeleble el “carácter” de “hijo de Dios en Cristo Nuestro Señor”.
Ya hemos señalado que la única vida que Dios nos impone es la vida humana, el ser criaturas. Vida que, aun siendo recibida sin opción por nuestra parte de no aceptarla, no deja de ser un don divino, origen y fundamento de toda la grandeza humana.
La “vida sobrenatural”, la realidad de “ser nueva criatura”, es también un don de Dios; ciertamente nos configura como “hijos suyo” y no nos deja indiferentes. Podemos, sin embargo, rechazarlo si, al ser conscientes del ofrecimiento que Dios nos hace, no deseamos aceptarlo, como es el caso de las personas no bautizadas en su infancia, y no aceptan recibir el Bautismo tampoco en su mayoría de edad.
Y, además, aun habiendo recibido el Bautismo en la infancia, está en nuestras manos la capacidad de hacer que la “participación en la naturaleza divina”, que se nos concede, y la acción de la gracia en nosotros que le sigue, sea eficaz o inoperante.
Una vez recibida la Gracia, aceptada, y abierto nuestro espíritu a su acción, la capacidad de “ser hijos de Dios en Cristo” toma cuerpo, y las potencias del hombre se abren hacia la santidad, hacia la unión con Dios, como hijos adoptivos, y echan raíces y se desarrollan en cada cristiano, en la libertad de cada cristiano, que se manifiesta expresamente en el deseo de amar a Dios y en el rechazo decidido al pecado.
San Pablo lo expresa con estas palabras: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace clamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu par dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (Rm 8, 14-17).
Hijos de Dios, y miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La familia de todos los bautizados, que formamos todos y estamos llamados a ir “construyendo” espiritualmente a lo largo de nuestra vida, somos: “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2, 9).
“Los bautizados, por su nuevo nacimiento como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia, y a participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios” (Catecismo, n. 1270).
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– ¿Soy consciente de que estoy ejercitando mi libertad plena de hijo de Dios, cuando me arrodillo ante la Eucaristía y adoro?
– ¿Tengo la alegría de dar un testimonio de Fe, viviendo mi vocación de Adorador Eucarístico?
– Cuando saludo al Señor en el Sagrario, ¿rezo por el Santo Padre y por toda la Iglesia?