El Bautismo (III)
Si el Bautismo es necesario para la salvación, ¿qué ocurre con quienes no reciben, o no pueden recibir, el Bautismo?
Los Adoradores Eucarísticos hemos de ser un punto de referencia, entre nuestros familiares, amigos y conocidos, de la Fe en Cristo. Por esa razón hemos de tener presente los caminos que la Iglesia ha establecido para facilitar que cualquier persona pueda ser bautizada, por el deseo de sus padres, si es infante, o por decisión personal, si ya es mayor de edad.
En peligro de muerte, cualquier persona puede bautizar.
“En caso de necesidad cualquier persona, incluso no bautizada, si tiene la intención requerida, puede bautizar. La intención requerida consiste en querer hacer lo que hace la Iglesia al bautizar, y emplear la fórmula bautismal trinitaria (“Yo…te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1256).
Además del Bautismo sacramental, la Iglesia considera otros dos tipos de Bautismo que abren al alma las puertas de la Gracia.
“Desde siempre, la Iglesia posee la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo. Este Bautismo de sangre como el deseo del Bautismo, produce los frutos del Bautismo sin ser sacramento”
Éste es el bautismo que reciben quienes se unen a los cristianos que sufren martirio, movidos por su ejemplo. Y mueren con ellos afirmando la misma Fe.
Unido a este Bautismo de sangre la Iglesia reconoce dos modos del Bautismo de deseo:
El primero se refiere a quienes se están ya preparando para recibir el Bautismo: “A los catecúmenos que mueren antes de su Bautismo, el deseo explícito de recibir el Bautismo, unido al arrepentimiento de sus pecados y a la caridad, les asegura la salvación que no han podido recibir por el sacramento”.
El segundo caso se aplica a todos los hombres y manifiesta claramente la universalidad de la salvación que Cristo nos ha alcanzado:
“Todo hombre que, ignorando el Evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la voluntad de Dios, según él la conoce, puede ser salvado. Se puede suponer que semejantes personashabrían deseado explícitamente el Bautismo si hubiesen conocido su necesidad”.
Quizá alguno de nosotros hemos sabido de niños que han muerto apenas nacidos, y no han recibido el Bautismo. Para estas situaciones –ya sea por descuido de los padres, por enfermedades imprevistas que han precipitado la muerte, por retrasos innecesarios- hemos de recordar la doctrina de la Iglesia para que sepamos consolar a los padres que han sufrido esa desgracia de manera involuntaria, y sufren pensando en la situación de sus hijos en la vida eterna:
“En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con los niños (…) nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por eso es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del Santo Bautismo” (Catecismo, n. 1261)
Y terminamos esta reflexión recordando la doctrina común en la Iglesia de que a todos los niños que han sido abortados en el seno de sus madres, la Misericordia de Dios los acoge en el Cielo.
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-¿Recibimos con alegría la llegada de un nuevo hijo, de un nuevo nieto? ¿Nos damos cuenta de que es, verdaderamente, un regalo de Dios a la familia?
-¿Rezamos alguna vez en los momentos de adoración, pidiendo a Dios que se deje de asesinar a los niños en el seno de sus madres?
-¿Nos acordamos de vez en cuando de nuestro propio bautismo, y damos gracias a Dios de todo corazón por haber recibido la Fe?
La Confirmación (I)
Nuestra condición de criatura comporta una capacidad para desarrollar las potencias y las cualidades, que cada uno de nosotros tenemos como seres humanos. Nuestro “yo”, núcleo vital de cada uno que es la propia “persona”, se encarga de poner en marcha nuestra “riqueza humana”.
¿Cómo podremos desarrollar la “riqueza sobrenatural” que hemos recibido en el Bautismo, y llegar a vivir, como verdaderos hijos de Dios en Cristo “participando de la naturaleza divina”? Ésta es la labor principal del segundo sacramento de la iniciación cristiana: la Confirmación.
“El efecto del sacramento de la Confirmación es la efusión especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los apóstoles el día de Pentecostés” (Catecismo, n. 1302).
Al despedirse el Señor de los apóstoles les prometió la llegada del Espíritu Santo, y les anunció la obra que el Paráclito llevaría a cabo en el alma de cada uno de ellos y en el espíritu de todos los creyentes, a través de los siglos.
¿Cuál es la obra principal que el Espíritu Santo realiza en el mundo, y que, de modo semejante y diferente a la vez, lleva a cabo en el alma del creyente?
La principal obra del Espíritu Santo en la tierra es la Encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo, en el seno de la Virgen María. También Dios Padre nos envía el Espíritu Santo, para que Cristo nazca y viva en nuestras almas, y podamos así vivir toda nuestra vida “con Cristo, por Cristo y en Cristo”.
El anuncio de Jesucristo de enviar el Espíritu Santo consta de dos fases: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14, 26). Poco después el Señor afirma: “El Espíritu de la Verdad os guiará hasta la Verdad completa, pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oye, y os anunciará lo que ha de venir…Recibirá de lo mío y os lo comunicará” (Jn 16, 13-15).
¿Qué significan estas dos afirmaciones del Señor?
En primer lugar, el Espíritu Santo, al enseñarnos y al darnos la Verdad, a Cristo mismo y al injertarnos en Él, nos permite vivir con Cristo, y viviendo con Cristo, con la Persona de Cristo, hace posible que cada uno de nosotros esté en condiciones de desarrollar las potencialidades sobrenaturales recibidas en la “participación de la naturaleza divina”, en el bautismo.
La Confirmación lleva a cabo el asentamiento de cada persona en su nueva vida cristiana, en Dios, definitivamente, tanto en el plano del “ser” como en el del “actuar”. Esta acción queda expresada en estas palabras: “La Confirmación imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el “carácter”, que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea su testigo” (Catecismo, n. 1304).
Los efectos de la Confirmación promueven el crecimiento de la “nueva criatura en Cristo”, que es cada cristiano. Esta acción del sacramento ocurre siguiendo un doble cauce: desarrolla la gracia bautismal, que introduce al cristiano más profundamente en la filiación divina; y perfecciona el sacerdocio común de los fieles –lo consideraremos más adelante-, que da el poder de confesar la fe de Cristo públicamente, y como en virtud de un cargo (cfr. Catecismo, nn. 1304 y 1305).
Acción del Espíritu Santo que se refleja, por tanto, en la conciencia de ser “nueva criatura” que va adquiriendo el cristiano, conciencia que le lleva a saberse, y a ser, “hijo de Dios”, capaz de clamar “Abba, Padre”. Todo este asentamiento de la conciencia de la filiación divina, es obra de la acción de los dones del Espíritu Santo, que actúan en el bautizado desde el primer instante de su vida cristiana.
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-¿Ante el Sagrario, me paro a pensar que soy, de verdad, “hijo de Dios en Cristo Jesús”?
-¿Rezo alguna vez al Espíritu Santo y le pido que llene mi corazón de amor a Cristo-hombre, a Cristo-Eucaristía?
-¿Soy consciente de que el Espíritu Santo viene a mí cuando vivo el Sacramento de la Reconciliación; y cuando recibo a Cristo-Eucaristía en la Comunión?
La Confirmación (II)
La acción del Espíritu Santo, que fortalece, en primer lugar, el interior de la persona del creyente, se refleja hacia el exterior: en la condición social del hombre y en sus actuaciones públicas.
Recordemos brevemente los efectos de la Confirmación en el alma del bautizado:
-“nos introduce más profundamente en la filiación divina, sabiéndonos “hijos de Dios en Cristo” y, por tanto, nos une más firmemente a Cristo;
-aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, ciencia, consejo, fortaleza, piedad y temor de Dios;
– nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras, como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para avergonzarnos jamás de la cruz” (cfr. Catecismo, n. 1303).
La Confirmación, por tanto, subraya con claridad la dignidad a la que han sido llamados los cristianos: a vivir con Dios y en Dios, siendo hijos de Dios y manifestando la grandeza de este vivir en Cristo, con sus obras y con sus acciones, porque estamos llamados también a ser testimonios vivos de la vida –en el cielo y en la tierra- de Cristo muerto y resucitado. Testimonios, por tanto, no sólo de la presencia y estancia de Cristo en el tiempo y en el ahora de la vida de los hombres, sino también, del vivir de Cristo en la eternidad del Cielo.
Vivir con Cristo, guiados por el Espíritu Santo y participando de la naturaleza divina, implica una plenitud de vida, una riqueza de espíritu, que, lógicamente, se traduce en testimonio de la vida de Cristo entre nosotros, en medio de las más variadas situaciones del vivir.
La vida del cristiano confirmado tiende a convertirse en un testimonio real del vivir de Cristo. Porque esta vida en Cristo es también “vida de Cristo en nosotros”, y no sólo es el Espíritu Santo que clama dentro de nosotros “Abba, Padre”, es también Cristo que nos une a su sacerdocio y nos hace vivir a todos los fieles cristianos, miembros de la Iglesia, su propio sacerdocio de ofrecimiento, de intercesión, de reparación, de acción de gracias a Dios Padre.
En verdad podemos decir que la acción del Espíritu Santo que recibimos en la Confirmación, nos une tan firmemente a Cristo, nos ayuda a identificarnos con Él, a hacer que el mismo Cristo crezca en nosotros en espíritu. Un crecimiento que guarda cierta analogía -salvadas lógicamente todas las distancias, como hemos dicho- con el crecimiento de Cristo en María, en la carne de María.
Cuando consideremos los Dones del Espíritu Santo, y sus Frutos en nuestro yo, subrayaremos la realidad de la conversión del cristiano en el mismo Cristo, que hace posible desarrollar la capacidad de entender y de actuar para dirigir todo al bien, “al bien de quienes aman a Dios”.
Jesucristo manifestó con toda claridad la existencia del Espíritu Santo, la realidad de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y prometió enviarlo a los hombres. Primero, lo recibieron los Apóstoles en Pentecostés; ahora nos lo envía en la Confirmación y cuando recibimos los demás Sacramentos.
Y el Espíritu Santo nos da la fuerza para “confesar la fe en Cristo públicamente”.
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-¿Me doy cuenta de que al recibir el Espíritu Santo en la Confirmación, mi espíritu recibe una gracia especial para orar, para adorar a Dios?
-¿Tengo la valentía de manifestar mi fe; y especialmente, mi fe en la Eucaristía, incluso entre personas que blasfeman contra Dios y contra Cristo?
-Llevar a un amigo con nosotros para adorar al Señor en el Sagrario es una fuente de gozo para nuestra alma, ¿le pido a la Virgen que me dé la audacia de hacerlo?