La belleza, camino hacia Dios
Después de una audición del “réquiem” de Mozart, Benedicto XVI comentó:
“En Mozart todo está en perfecta armonía, cada nota, cada frase musical; es así y no podría ser de otra manera; incluso los opuestos quedan reconciliados, la “serenidad mozartiana” todo lo envuelve, en cada momento. Es un don de la Gracia de Dios, pero es también el fruto de la vida de Mozart que, especialmente en la música sacra, logra reflejar la respuesta luminosa del Amor divino, que da esperanza, incluso cuando la vida humana es lacerada por el sufrimiento y la muerte”.
Al dar la bendición en una de sus últimas audiencias generales, Benedicto XVI aconsejó a jóvenes andadores por los caminos de Europa, que no dejasen de apreciar los tesoros artísticos que encontrarían en antiguas catedrales, iglesias, monasterios, porque la belleza de esas obras de arte acercaría su espíritu a la contemplación de Dios, al amor de Cristo.
Ya Simone Weil consideró que el camino para el renacer de la Fe y del Amor a Dios sería el camino de la belleza.
¿Qué belleza? Todos somos conscientes de que en la sociedad actual se presenta la “belleza” con caras muy variadas.
“La belleza –recuerda Benedicto XVI- golpea, y por eso mueve al hombre hacia su destino último, lo pone en marcha, lo llena de nueva esperanza, le dona la valentía de vivir hasta el final el don único de la existencia. La búsqueda de la belleza de la que hablo, evidentemente, no consiste en una fuga irracional o en un mero esteticismo”.
No han faltado artistas que han querido apropiarse de la “belleza”. Un conocido pintor comentó que a él no le preocupaba la belleza que podía encontrar en la creación, en la naturaleza, en el espíritu de un hombre; a él lo único que realmente le interesaba era expresar la “belleza que yo creo”. Lógicamente, “su belleza” se agotaba –y moría- en la plasticidad de un cuadro. No movía a nadie hacia su “destino último”; si acaso, apenas provocaba un cierto “gozo estético”.
El poeta inglés John Keats lo expresó con mucha claridad: “La belleza es verdad y la verdad belleza, no hace falta saber más que en esto en la Tierra”.
Benedicto XVI se empeña decididamente en recuperar el pleno sentido de la palabra, y escribe: “Con demasiada frecuencia la belleza de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento y, en lugar de sacar a los hombres de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad, empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace ser todavía más esclavos, quitándoles la esperanza y la alegría. Se trata de una belleza seductora pero hipócrita, que estimula el apetito, la voluntad de poder, de poseer, de prepotencia sobre el otro y que se transforma, rápidamente, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación en sí misma”.
“La auténtica belleza, por el contrario, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de salir hacia el otro, hacia más allá de sí mismo. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces redescubriremos la alegría de la visión, de la capacidad de comprender el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad”.
Es la belleza que origina en quien la contempla un placer que no se agota en los sentidos. Y que, en medio quizá de emociones y pasiones, llena de gozo luminoso la mente, el corazón. Es la belleza que transmite Quevedo en el terceto final de su famoso soneto al amor más allá de la muerte: “su cuerpo dejarán, no su cuidado// serán ceniza, mas tendrán sentido.// Polvo serán, mas polvo enamorado”.
Ya los clásicos lo sabían bien: “Toda belleza es participación de la belleza de Dios”.
Ernesto Juliá Díaz