Yo conocí a Van Thuan
Un sacerdote amigo mío vietnamita me informó en Roma de la llegada de un obispo muy querido por los vietnamitas exiliados en todo el mundo. Francisco X. Nguyen Van Thuan había sufrido persecución y cárcel, desde la caída de Saigón en manos de las tropas del Vietnam del Norte, comunista, en 1976, hasta aquellos meses de comienzos de 1991.
Llevaba muchos años viviendo en régimen de auténtica prisión, y en otros momentos, de lo que podríamos llamar arresto domiciliario. Y le habían concedido la libertad no, ciertamente, por motivos humanitarios. Conscientes de que se les podía morir en la cárcel, por las enfermedades que padecía, prefirieron dejarle marchar a Roma para evitar el oprobio internacional.
Francisco X. Nguyen Van Thuan era, ya entonces, un símbolo de la resistencia de la Fe ante la imposición militar comunista. Nombrado Arzobispo Coadjutor de Saigón, en los momentos de la famosa foto de los americanos subiéndose al último avión que dejaba el aeropuerto de la que fue capital del Sur, Van Thuan fue rechazado enseguida por el régimen, que le impidió ejercer su sacerdocio entre sus fieles, y le deportó a una pequeña ciudad.
Una resistencia llena de Fe y de Esperanza. Apenas me vio, y sabiendo de mi amistad con sacerdotes vietnamitas estudiantes en Roma, me invitó a ir a su País; a ayudar en la evangelización, que surgiría radiante en poco tiempo. Las vocaciones de sacerdotes entre las familias obligadas al exilio en las cinco partes del mundo, daba lugar, sin duda, a una gran esperanza. Y continúa dándola, y haciéndola ya realidad.
Hambre, sed, oprobio, insultos, degradaciones. Van Thuan convirtió todos los ultrajes recibidos en oración y en ofrecimiento por sus verdugos. No pocos de los militares que tuvieron que vigilar y controlar sus movimiento, acabaron compartiendo con él la Fe en Cristo Jesús.
“Era una persona especial, muy humilde, un hombre que tenía como criterio único de vida el Evangelio. Recordando los oscuros días de cautiverio, no sentía odio hacia nadie. Hablaba con amor de los que quisieron ser sus enemigos y perseguidores”.
Hoy en Vietnam las conversiones no cesan. Los bautizos de hombres y mujeres adultos continúan creciendo. Las autoridades, con miedo a la libertad religiosa, no cesan de poner cortapisas aquí y allá. Una vez son prohibiciones para levantar una iglesia; otras son las detenciones de católicos que no ocultan su fe; otras son apartar por un tiempo a un obispo coloso de verdad por fortalecer la fe de los fieles. Todo inútil. Los seminarios en Viet-nam están llenos; y se hace necesario construir nuevos edificios para responder a la demanda de seminaristas. Y el proceso de beatificación de Van Thuan está ya en marcha. Una comisión del Vaticano visitará varios lugares del país para completar la información oportuna.
La sangre de los mártires vietnamitas –los católicos han sufrido varias persecuciones crueles en los últimos doscientos años- está haciendo germinar muchas raíces de fe cristiana en todo el Oriente. Van Thuan es uno de ellos. No se limitó a esperar a que los tiempos cambiaran. Usando hojas de calendarios viejos, compuso su primer libro para sus fieles: “El camino de la esperanza”. La esperanza es ya realidad, aunque los acuerdos entre el gobierno de Saigón y de la Santa Sede tarde algún tiempo en quedar fijados en tratados internacionales.
Los filipinos ya no están solos en la tarea de transmitir la Fe en Cristo en los países de Asia. Los vietnamitas son muy buenos compañeros. Todos viven la decisión de Van Thuan.
“¿Cómo llegar a esta intensidad de amor en el momento presente? Pienso que debo vivir cada día, cada minuto, como el último de mi vida. Dejar todo lo que es accesorio, concentrarme sólo en lo esencial. Cada palabra, cada gesto, cada conversación telefónica, cada decisión es la cosa más bella de mi vida; reservo para todos mi amor, mi sonrisa; tengo miedo de perder un segundo viviendo sin sentido”.
Cuando yo le saludé con una profunda inclinación de cabeza, Van Thuan sonreía.
Ernesto Juliá Díaz