Cuarenta días antes del domingo de Ramos, la Iglesia celebra el Miércoles de Ceniza, comienzo de la Cuaresma.
En ese día, durante la celebración de la Santa Misa, o en una ceremonia aparte, los fieles que lo deseen, se acercan al altar para que el sacerdote les imponga en la frente, y haciendo la señal de la cruz, la ceniza, a la vez que dice: “Acordaos de que sois polvo, y en polvo os convertiréis”; o, “Convertíos y creed el Evangelio”.
Estas dos frases no tienen un sentido contradictorio. Se complementan, y si sabemos unirlas, nos dan el sentido profundo de lo que la Iglesia quiere que vivamos en este tiempo litúrgico: una nueva Conversión en nuestro vivir cristiano.
¿Con qué disposición hemos de comenzar a vivir estos días? Josemaría Escrivá, en “Es Cristo que pasa”, n. 57, nos recuerda:
“Hemos entrado en el tiempo de Cuaresma: tiempo de penitencia, de purificación, de conversión. No es tarea fácil. El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años. En la vida nuestra, en la vida de los cristianos, la conversión primera —ese momento único, que cada uno recuerda, en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide— es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón.
Nos oye el Señor, para intervenir, para meterse en nuestra vida, para librarnos del mal y llenarnos de bien: eripiam eum et glorificabo eum, lo libraré y lo glorificaré, dice del hombre. Esperanza de gloria, por tanto: ya tenemos aquí, como otras veces, el comienzo de ese movimiento íntimo, que es la vida espiritual. La esperanza de esa glorificación acentúa nuestra fe y estimula nuestra caridad. De este modo, las tres virtudes teologales, virtudes divinas, que nos asemejan a nuestro Padre Dios, se han puesto en movimiento.
¿Qué mejor manera de comenzar la Cuaresma? Renovamos la fe, la esperanza, la caridad. Esta es la fuente del espíritu de penitencia, del deseo de purificación. La Cuaresma no es sólo una ocasión para intensificar nuestras prácticas externas de mortificación: si pensásemos que es sólo eso, se nos escaparía su hondo sentido en la vida cristiana, porque esos actos externos son —repito— fruto de la fe, de la esperanza y del amor.”.
Para que vivamos esa buena disposición de convertirnos, necesitamos preparar nuestro espíritu para escuchar con atención, y lleve después a la práctica, las luces que el Señor quiere darnos en estos días de Cuaresma.
Esa disposición la podemos resumir en tres palabras: Perdonar y Pedir perdón.
Al bendecir la ceniza el sacerdote puede decir esta oración “Oh Dios, que no quieres la muerte del pecador, sino su arrepentimiento, escucha con bondad nuestras súplicas y dígnate bendecir esta ceniza que vamos a imponer sobre nuestra cabeza; y porque sabemos que somos polvo y al polvo hemos de volver, concédenos, por medio de las prácticas cuaresmales, el perdón de los pecados, así podremos alcanzar, a imagen de tu Hijo resucitado, la vida nueva de tu Reino”.
Todo comienza por pedir al Señor, humildemente, perdón por nuestros pecados, por nuestras faltas de amor a Él y de amor al prójimo. Esa petición de perdón, y pensar en la alegría de Cristo al perdonarnos nuestros pecados, moverá nuestra alma a perdonar de todo corazón las ofensas, las injusticias, los malos tratos, las injurias, los abandonos, que hayamos podido recibir, y a no permitir que ni la menor semilla de odio, de rencor, de venganza, anide en nuestro corazón.
“Si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra tí, deja allí tu ofrenda delante del altar; vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda” (Mt. 5, 23-24).
Perdonar como nos perdona Cristo. Así tendremos la humildad de espíritu tan necesaria para vivir nuestra vida en unión con Cristo, y siguiendo sus pasos, que nos lo ha señalado con estas palabras: “Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón”.
En muchos mensajes de cuaresma, los papas nos recuerdan las tres obras clásicas recomendadas por santos y doctores espirituales para vivir bien al Cuaresma: Esas tres acciones son: “oración, ayuno, limosna”.
“La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y a limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia”. (Francisco, Mensaje de Cuaresma, 2017).
Perdonando y pidiendo perdón, nuestra oración llegará al cielo; nuestro ayuno nos llevará a no buscarnos a nosotros mismo en nuestras acciones, y querer dar gloria a Dios en todo lo que realizamos; y nuestra limosna, será acompañar a los necesitados, animad a los pecadores para que se arrepientan.
Nuestra oración es una honda manifestación de Fe que brota desde el fondo de nuestra alma. Fe que nos lleva a tener una confianza plena en Él, a unirnos con Él en su Vida, a conocerle mejor, y así, tendremos la alegría de calmar su sed. Y abre nuestro corazón para que amemos al Señor con todas nuestras fuerzas, y con lo mejor de nosotros mismos
Nuestro ayuno nos lleva a desprendernos de nosotros mismos, a buscar solamente la gloria de Dios en todas nuestras acciones, a no pensar siempre en nosotros mismos y no a darnos vueltas con preocupaciones o recuerdos inútiles. Ayunar de nosotros y de nuestros intereses, elevará nuestro corazón, nuestra alma para tener hambre de amar a Cristo, de vivir con Él, y alimentarnos de verdad de su Palabra, y decirle con san Pedro: “Tú tienen palabras de vida eterna”. Y nosotros renovaremos nuestra Esperanza en el Señor, que nos abre el horizonte de la Vida Eterna.
Nuestra limosna nos llevará a ser generosos en servir a los demás y seguir así los pasos de Cristo que nos ha dicho “No he venido a ser servido sino a servir; y a dar mi vida en redención por muchos”. Tenemos muchas personas a nuestro alrededor que además de necesitar en algunos casos una ayuda material, necesitan nuestro afecto, nuestra comprensión, nuestra compañía. Y nuestra Caridad purificará nuestro espíritu, adorando a Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar: la más honda limosna de amor que ofrecemos a Dios.
Viviendo la oración, el ayuno y la limosna, estamos acompañando a Cristo en las tentaciones en el desierto, con nuestra Fe, con nuestra Esperanza y con nuestra Caridad.
Con nuestra Fe uniéndonos a su respuesta al diablo en la primera tentación: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca del Señor”. Fe que nos ayuda a descubrir su corazón amoroso en todas las dificultades –en todas las piedras que podamos encontrar en nuestro camino- y llevar con Él, nuestra cruz de cada día. Él es, será siempre nuestro Pan.
Con el ayuno de nosotros mismos, y alimentándonos de su Pan, reviviremos nuestra Esperanza en la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, y no tentaremos a Dios pidiéndole que haga cosas extraordinarias para deslumbrarnos, y forzarnos, de alguna manera, a seguirle, como pretendió el diablo en la segunda tentación. Uniremos nuestras penas, sacrificios y sufrimientos en la vida y en el trabajo cotidiano, a los que Él vive en su afán de redimirnos del pecado. Y lo haremos sin llamar la atención, en el silencio de nuestra alma, en el secreto de nuestro corazón, como Él nos lo recordó: “Cuando ayudéis no os finjáis tristes como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan” (Mt 6, 16).
Con la limosna de amor, la Caridad, le daremos a Él todo nuestro corazón, a Él solo adoraremos, a Él solo serviremos, cuando salgamos al encuentro de las necesidades materiales y espirituales de las personas con las que convivimos, de las personas de nuestras familias, de nuestros amigos, y de los que el Señor quiera que nos encontremos en nuestra caminar. ¡Son tantos los que nos esperan al borde del camino de nuestra vida, como aquel hombre maltratado por los bandidos esperó el paso del buen samaritano!
En este acompañar a Cristo en estos días de Cuaresma. estamos viviendo con Él su triunfo sobre las tres concupiscencias que nos van a tentar hasta que terminemos nuestro caminar en la tierra: el demonio, el mundo y la carne, nos preparamos para gozar con Él el triunfo de su Resurrección, en el que quedan vencidas la muerte y el pecado.
La luz de la Resurrección de Cristo deja ciego al diablo en nuestra alma. Abrimos los ojos del cuerpo y del espíritu al horizonte de la Vida Eterna.
En el Evangelio de cuarto domingo de Cuaresma se narra el encuentro del Señor con un hombre ciego de nacimiento. Jesucristo hace el milagro de devolverle la vista, y nos recuerda así que Él es la luz del mundo: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”.
Llenos de la luz del Señor, de sus enseñanzas, de sus mandamientos, no nos dejaremos engañar de esas palabras del diablo en la tercera tentación, ”te daré todo el mundo, todo lo que estás viendo, si me adoras”; no venderemos nuestra alma al diablo, y no caeremos tampoco en la seducción de las perspectivas puramente materiales y de triunfo propio que nos puede ofrecer este mundo, y que anhelan llenar nuestro orgullo y nuestra soberbia: nuestra carne, nuestro egoísmo.
Adoraremos solo al Señor.
¿Cómo podemos vencer esas tentaciones, seguir los mandamientos y vivir con Cristo, que purifica nuestro corazón, y hacer así de nuestra vida, una verdadera vida “escondida con Cristo en Dios”?
El Señor nos dice: “No ha venido a ser servido sino a servir; y a dar mi vida en redención por muchos”. Y nos muestra el camino para podamos vivir escondidos con Él en Dios, instituyendo a Eucaristía, y alimentándonos con su Cuerpo y su Sangre.
Al recibir con fe y amor a Cristo en la Eucaristía, y viviendo con Él a santa Misa, nuestra vida de Fe, de Esperanza y de Caridad, se asienta hondamente en nuestra alma. ¿Cómo y por qué?
Porque hacemos un acto de Fe en la divinidad y humanidad de Cristo; en sus palabras y en su Resurrección; en la Vida Eterna. Quien celebra la Misa, a Quien comemos, es la Vida Eterna.
Al recibirle, después de ofrecer con Él, y movidos por el Espíritu Santo, su vida a Dios Padre, vivimos la Esperanza del Cielo: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna”; y la Iglesia nos recuerda que la Eucaristía en “prenda de vida eterna”.
Y aprendemos a amar a nuestros hermanos, a todos los hombres, como Cristo los ama. El poder vivir la Misa “con Cristo, en Cristo y por Cristo” es ya un adelanto de vivir del Amor que Dios nos tiene; y recibir a Cristo entregado a nosotros en la Eucaristía, es recibir en nuestro cuerpo y en nuestra alma, el Amor más grande que Cristo nos ofrece en la tierra: la donación total de todo su Ser, para nuestra salvación.
Siguiendo este caminar, y renovando nuestra Fe, nuestra Esperanza, y nuestra Caridad, al contemplar la Pasión y Muerte de Cristo, que vivimos el Viernes Santo, viviremos con la Santísima Virgen y con Cristo, el gozo de la Resurrección.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com