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Humanae Vitae. Una Encíclica escrita con Fe

Antes de promulgar la encíclica “Humanae Vitae”, y después de la redacción del texto definitivo, Pablo VI pidió el parecer a 12 personas, sacerdotes y laicos, sobre la oportunidad de suspender su publicación o seguir adelante.

Siete de los consultados, entre ellos varios cardenales y algún que otro teólogo, le sugirieron que no la publicara. Cinco, le dieron su opinión positiva: era oportuno y conveniente para la Iglesia y para el mundo, que se publicase,

Pablo VI se retiró unos días a Castelgandolfo; y en el silencio de la oración, y recogido su espíritu ante el Señor, decidió publicarla.  Entre los cinco que dieron su asentimiento figuraba la firma de Karol Woytila, el futuro Juan Pablo II.

¿Por qué ha sido -y es- tan importante esta Encíclica; y por qué sigue siendo tan importante para la Iglesia reafirmar su plena validez?

Me voy a concentrar, exclusivamente, en subrayar el acto de Fe que vivió Pablo VI al publicar esta Encíclica. Un acto de Fe semejante al que en su momento vivieron otros Papas para reafirmar la doctrina perenne de la Iglesia sobre cuestiones de Fe y de Moral, fueran las que fueran las condiciones y las actividades de los hombres en la sociedad que fuera. Y semejante también al que vivirán otros Papas cuando se trate de recordar y reafirmar la doctrina de Jesucristo en medio de situaciones culturales adversas.

El sentido humano divino del Matrimonio

 “ La verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando éste es considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor, «el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra» . 

“El matrimonio no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas. En los bautizados el matrimonio reviste, además, la dignidad de signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia” (n. 8). 

Desde el principio, el Papa subraya el plan de Dios con el matrimonio: “una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor”- Y esa va a ser la perspectiva con la que va a plantearse los problemas sobre los que se centra la encíclica.

A propósito de las cuestiones planteadas sobre una “regulación de la natalidad”, y el recurso a la contracepción para conseguir ese “control de la natalidad”, y la consiguiente banalización y desconcierto sexual que esas cuestiones presuponían, y Pablo VI, señaló con autoridad magisterial:

“Habían aflorado algunos criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza. Por ello, habiendo examinado atentamente la documentación que se nos presentó y después de madura reflexión y de asiduas plegarias, queremos ahora, en virtud del mandato que Cristo nos confió, dar nuestra respuesta a estas graves cuestiones” (n. 6).

Pablo VI no se plantea la cuestión desde una perspectiva sociológica, o de una pastoral que pretendiera compaginar lo que parecía como una exigencia social de muchos creyentes con la moral vivida siempre en la Iglesia.

Va al centro de la cuestión y subraya la perspectiva con la que estas cuestiones han de ser examinadas, sin preocuparse si sus palabras van a ser aceptadas o no, o si van a ser consideradas actuales, modernas o anticuadas y con valor para otros tiempos.

“El problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no solo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna” (7).

Cómo vivir la paternidad responsable

El recurso a los métodos artificiales del control de los nacimientos, a la contracepción, se ha querido justificar apelando a las exigencias del amor conyugal y de una “paternidad responsable”, que la Encíclica afirma “se pone en práctica sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido”.

“La paternidad responsable comporta, sobre todo, una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel interprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges  reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores”.

“En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia” (n. 10).

Pablo VI señala claramente la Fe en la Creación del hombre por Dios, que  se había diluido en el pensar de tantos creyentes. Eleva desde el principio la mirada a Dios Creador y Padre, y no se preocupa en absoluto del “espíritu del siglo”, y mucho menos de leer la Palabra de Dios según “ese espíritu” para hacerlo más comprensible a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo.

 La Iglesia, anunciando siempre la santidad del “amor conyugal”, ha afirmado la doctrina de la ilicitud, pecado, de la “contracepción” -métodos artificiales para impedir el embarazo-; y lo ha hecho “fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador”

“Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad” (n. 12).

De alguna manera, en estas primeras afirmaciones de la encíclica, queda manifestada la profunda unión del cuerpo con el alma que el cristiano ha de vivir, para que quede reflejada en cada una de sus acciones el misterio profundo de la Encarnación; el misterio de la vida de Cristo en, y con, cada uno de los hijos de Dios en Cristo Jesús.

En el gran deseo de santificar la sexualidad humana y verla también como cauce para la transmisión del amor de Dios en el matrimonio, de la santidad matrimonial viendo el matrimonio como un verdadero camino de santidad, visión renovada en la Iglesia de manera muy particular por Josemaría Escrivá, Pablo VI subraya:

“Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”.

“Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda” (n. 14)

Así como podemos vivir nuestras capacidades intelectuales y espirituales para alejarnos de Dios, y tratar –siempre inútilmente- de encontrar nuestro propio bien, la realización plena de nuestras ambiciones, ilusiones, deseos, etc.; en definitiva, el deseo de felicidad que palpita en lo hondo de toda criatura de Dios: de la misma manera, podemos destruir la armonía del cuerpo y del espíritu, centrando todo nuestro empeño en vivir una sexualidad sin compromiso alguno; una sexualidad que no lleve consigo una participación en los planes creadores y santificadores de Dios con el hombre.

Años después, Juan Pablo II subrayó estas afirmaciones:

“Pablo VI, calificando el hecho de la contracepción como intrínsecamente ilícito, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá, convertir un acto así en un acto ordenado de por sí.”. (Discurso, 18-XI-1988).

La necesidad, por tanto, de una actuación del Magisterio como es la Humanae Vitae, lleva consigo el deseo claro de centrar al hombre en el sentido pleno de su sexualidad y al servicio de toda su vida.

Sentido humano y divino de la sexualidad

“Al defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente humana (…) defiende con esto mismo la dignidad de los cónyuges. Fiel a las enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se demuestra amiga sincera y desinteresada de los hombres (y mujeres) a quienes quiere ayudar, ya desde su camino terreno, “a participar como hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres” (n. 18).

Toda esta clara doctrina no ha conseguido desarraigar la revolución sexual, la fornicación generalizada, que tanto daño está haciendo a las familias; ni tampoco ha parado el despliegue de la pornografía, consecuencia de esa sexualidad egoísta, desvinculada de cualquier amor humano y divino, que ha llevado a todas las desviaciones antinaturales de la sexualidad patrocinada y propagada, entre otras organizaciones, por la Lgtbi; que además pretende imponer su ideología a todo el mundo con leyes mordaza para la crítica, y “definidoras”  y “manipuladoras” del “odio”. Por desgracia, esas organizaciones reciben un cierto apoyo de algún que otro denominado “teólogo moral”, por aquello de la “pastoral moderna”.

Y no lo ha conseguido, es necesario decirlo, también porque “pastoralmente” apenas se la recuerda a los cristianos; como si los pecados contra la castidad hubieran desaparecido del panorama de la predicación, de los consejos de la ayuda espiritual.

La “Humanae Vitae” no ha impedido todas esas consecuencias, pero ha alzado un auténtico faro y ha asentado un camino, para iluminar la conciencia de cada uno, y ayudarle así a discernir el bien y el mal, y señalar con toda claridad el sentido humano-divino de la sexualidad. A veces parece difícil de recorrer esta senda; pero al recorrerla se ve que es posible si el andar está sostenido en el Amor de Dios. Un Amor, una luz que ha orientado la vida de tantos hombres y mujeres que han seguido ese camino viviendo en familia sin “contracepción” de ningún tipo- y han dado vida a familias, más o menos numerosas, sobre las que se erigirá la sociedad futura: han santificado la sexualidad y la han vivido según los planes de Dios, recordados en la “Humanae Vitae”.

Fe en el Magisterio

Después de hacer referencia a las cambiantes condiciones de la sociedad –estamos en el año 1968, pocos meses después de la explosión sexual del mayo francés, Pablo VI se da cuenta de la necesidad de que la Iglesia alce la voz y transmitir al mundo entero, y en especial a todos los católicos, la ley de Dios, Creador y Padre.

¿Con qué disposición se enfrenta el Papa a esta necesidad? Lo escribe él mismo en el n. 4 de la encíclica, que recogemos íntegro:

“Estas cuestiones exigían del Magisterio de la Iglesia una nueva y profunda reflexión acerca de los principios de la doctrina moral del matrimonio, doctrina fundada sobre la ley natural, iluminada y enriquecida por la Revelación divina.

Ningún fiel querrá negar que corresponde al Magisterio de la Iglesia el interpretar también la ley moral natural. Es, en efecto, incontrovertible –como tantas veces han declarado nuestros predecesores- que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos (cfr. Mt 28, 18-19), los constituía en custodios y en interpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse (cfr. Mt 7, 21).

En conformidad con ésta su misión, la Iglesia dio siempre, y con más amplitud en los tiempos recientes, una doctrina coherente, tanto sobre la naturaleza del matrimonio como sobre el recto uso de los derechos conyugales y sobre las obligaciones de los esposos”.

El Papa se sitúa en la necesidad de hablar claro, no sólo de recordar la ley de Dios en la moral sexual, sino también de enfrentarse con el pretendido intento de justificar la reducción de los nacimientos ante el fantasma de la superpoblación que afectaría a la salud de todo el planeta, que no estaría en condiciones de alimentar a tantos millones de personas. Fantasma y previsiones que se han manifestado claramente erróneas y ser fruto de manipulaciones de datos y de ignorancia, y presentadas como “datos verdaderamente científicos”.

Reconoce el Papa que la comisión de estudio que había establecido Juan XXIII no había llegado a un acuerdo unánime. “No podíamos considerar como definitivas las conclusiones a que había llegado la Comisión ni dispensarnos de examinar personalmente la grave cuestión; entre otros motivos, porque en el seno de la Comisión no se había alcanzado una plena concordancia de juicios acerca de las normas morales a proponer y, sobre todo, porque habían aflorado algunos criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza. Por ello, habiendo examinado atentamente la documentación que se nos presentó y después de madura reflexión y de asiduas plegarias, queremos ahora, en virtud del mandato que Cristo nos confió, dar nuestras respuestas a estas graves cuestiones” (n. 6).

Pablo VI era muy consciente de la batalla –me parece que es la palabra adecuada- lanzada por algunos teólogos, obispos, eclesiásticos en general para subvertir las enseñanzas milenarias de la Iglesia en materia de moral sexual, que podrían llevar tarde o temprano a una relajación tal que se admitiera de hecho las prácticas homosexuales, como así ha ocurrido.

.Una batalla iniciada bastantes años antes del Concilio Vaticano II, y proseguida después con premeditación y alevosía bien declarada por un liberalismo progresista que no admite regla moral alguna, salvo la fijada por cada uno.

Batalla ya prevista por el mismo card. Newman en el discurso pronunciado en ocasión de serle comunicado oficialmente su cardenalato, el día 12 de mayo de 1879.

“Me alegra decir que desde el principio me he opuesto a un gran mal. Por espacio de 30, 40, 50 años, he resistido con mis mejores energías el espíritu del Liberalismo en religión.

Nunca como ahora ha necesitado tan urgentemente la Santa Iglesia de campeones contra esta plaga que cubre la tierra entera. En esta gran ocasión, cuando es natural que alguien en mis circunstancias contemple el mundo y la Iglesia según la situación presente y las perspectivas futuras, nadie juzgará fuera de lugar que yo renueve ahora la protesta que he repetido con tanta frecuencia.

El Liberalismo en religión es la doctrina según la cual no existe una verdad positiva en el ámbito religioso, sino que cualquier credo es tan bueno como otro cualquiera. Es una opinión que gana acometividad y fuerza día tras día. Se manifiesta incompatible con el reconocimiento de una religión como verdadera, y enseña que todas han de ser toleradas como asuntos de simple opinión. La religión revelada –se afirma- no es una verdad sino un sentimiento o inclinación; no obedece a un hecho objetivo y milagroso. Todo individuo tiene el derecho, por tanto, de interpretarla a su gusto. La devoción no se basa necesariamente en la fe. Una persona puede ir a iglesias protestantes y a iglesias católicas, obtener provecho de ambas y no pertenecer a ninguna”.

Para la confirmación de estos hechos, basta hacerse cargo de la reacción contraria tan extendida que provocó la publicación de la Encíclica.

Reafirmación de la doctrina

Pablo VI no tembló ante esas reacciones preanunciadas. Fue un hombre de profunda Fe; y no cedió en absoluto a ningún “espíritu del siglo”, ni a ninguna pretendida “verdad científica”, que anhelaran cambiar la moral de la sexualidad humana establecida por el Creador para el bien de los hombres y de las mujeres hijos suyos.

“Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. (n. 12).

Se reafirma en términos que no dan pie a ninguna duda, en el número siguiente. Supone un decisivo esfuerzo de fidelidad al plan de Dios, que quiere dar un sentido a toda la historia del hombre sobre la tierra abriéndole los ojos de que está cooperando al plan de Dios, que al crearlo varón y hembra le ha pedido que coopere en la Creación, en la Redención y en la Santificación, trayendo hijos al mundo, educándoles, transmitiéndoles la Fe, y ayudándoles así a abrir las puertas del Cielo.

 “Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos. Así, quien reflexiona rectamente deberá también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la vida. Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador. En efecto, al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con más razón, sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio. «La vida humana es sagrada —recordaba Juan XXIII—; desde su comienzo, compromete directamente la acción creadora de Dios» (13).

Se ha señalado, y con verdad, que la “Humanae vitae” ha sido una encíclica profética; y basta analizar el estado de las costumbres sexuales que se viven en la sociedad actual, para darse cuenta de las palabras tan acertadas que Pablo VI escribió en el n. 17 de la encíclica, en el que previene de las graves consecuencias de la aceptación y puesta en práctica de los métodos de regulación artificial de la natalidad.

 “Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar su observancia. Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera, respetada y amada”.

“Reflexiónese también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a poner en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién podría reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar? ¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz? En tal modo los hombres, queriendo evitar las dificultades individuales, familiares o sociales que se encuentran en el cumplimiento de la ley divina, llegarían a dejar a merced de la intervención de las autoridades públicas el sector más personal y más reservado de la intimidad conyugal”.

“Por tanto, si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar. Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones, según los principios antes recordados y según la recta inteligencia del «principio de totalidad» ilustrado por nuestro predecesor Pío XII”.

Dentro del ambiente cultural que prevalece en Occidente se da a la libertad un papel que no tiene. Alguien comentó, dentro de esta “cultura” que la libertad nos hacía verdaderos. En ese proyecto, la verdad no existe en cuanto tal, se convierte sencillamente a lo que a mí, a cada uno, le da la gana de pensar y de hacer. El hombre y la mujer, nacen, no se hacen-Y toda su libertad está en querer, o no querer, desarrollar en ellos el plan que Dios ha pensado para su bien, y porque les ama, o inventarse ellos mismos, y así se preparan todas las barbaridades que acontecen en este mundo.

“La verdad os hará libres”. Esta afirmación clara del Evangelio, sirve a Pablo VI para volver a recordar que la libertad del hombre debe actuar teniendo en cuenta la realidad de su naturaleza: un tesoro que Dios ha puesto a su disposición y que, bien empleado le llenará de gozo y de paz, aunque vivir la libertad de acuerdo con la naturaleza, le pueda costar un esfuerzo y, en ocasiones, le puede parecer imposible de vivir.

Y así recuerda la sabiduría de Dios, señalando la doctrina de la Iglesia sobre la licitud del recurso a los periodos infecundos.

“A estas enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy, como observábamos antes (n. 3), que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar las energías de la naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre. Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional recurrir en muchas circunstancias al control artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la educación de los hijos ya nacidos? A esta pregunta hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios”.

“Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar.

“La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los periodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los periodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto” (n. 16).

La Iglesia, fiel a la voz de Dios

Pablo VI es muy consciente de estar reafirmando la doctrina de la Iglesia transmitida desde el principio, y a lo largo de todas las situaciones culturales y de costumbres que la Iglesia ha vivido desde los comienzos. Consciente también de que choca muy directamente contra el modo de vivir la sexualidad que se ha extendido en todo Occidente, y que está estallando delante de sus ojos. No cae en lo que alguien ha dicho sobre lo que, según él, era el deseo de los padres que participaron en el Vaticano II: “mirar al futuro con el espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna”. Muy al contrario, Pablo VI sabiendo, con Fe, que las palabras y las enseñanzas de Jesucristo serán siempre actuales porque son palabras y enseñanzas de Dios, y que son las culturas las que se tienen que abrir a ellas, reafirma con claridad:

“Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces —ampliadas por los modernos medios de propaganda— que están en contraste con la Iglesia. A decir verdad, ésta no se maravilla de ser, a semejanza de su divino Fundador, «signo de contradicción», pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica” (n. 18).

Fiel al espíritu de sus predecesores, y viviendo con pleno sentido la misión de Pedro, de confirmar en la Fe a todos los creyentes, señala:

“La Iglesia no ha sido la autora de éstas, ni puede por tanto ser su árbitro, sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre”. 

“Al defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente humana; ella compromete al hombre a no abdicar la propia responsabilidad para someterse a los medios técnicos; defiende con esto mismo la dignidad de los cónyuges. Fiel a las enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se demuestra amiga sincera y desinteresada de los hombres a quienes quiere ayudar, ya desde su camino terreno, «a participar como hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres» (íbidem).

Y al reafirmar el camino santo de vivir la sexualidad en el matrimonio Pablo VI es consciente de la unión humano-divina, divina-humana que la unión conyugal comporta, y que el vivirla de la manera que está recordando en esta encíclica, forma parte de la realización de los planes de Dios de redención del hombre:

“La Iglesia, efectivamente, no puede tener otra actitud para con los hombres que la del Redentor: conoce su debilidad, tiene compasión de las muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por el Espíritu de Dios” ( n. 19).

Dios crea la naturaleza humana sabiendo que está preparada y tiene todas las capacidades para ser receptora del Espíritu Santo. O sea, para llevar a cabo todos los planes de Dios con el hombre. La gracia no destruye la naturaleza; y la naturaleza no se realizará plenamente en las actuaciones del hombre, de la mujer, sin la Gracia de Dios.

Solo después de la Encarnación, solo en las palabras y la vida de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, el hombre adquiere toda su grandeza, y en el sentido profundo de la Encarnación, se puede entender el grave pecado del hombre cuando se queda sencilla, y egoístamente, en el simple “placer” sexual; y no percibe, o rechaza, la apertura al amor de Dios que se da en la apertura al amor al cónyuge, en la unión esponsal.

Pablo VI, consciente de la dificultad que pueden encontrar los esposos para vivir sus relaciones íntimas con estas perspectivas de conjunto de la relación de Dios con el hombre, y del hombre con Dios, subraya la riqueza humana y sobrenatural que se desprende de la puesta en práctica de esta norma.

“Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad” (n. 21).

Con estas palabras, Pablo VI se adelanta a lo que escribió Juan Pablo en la Familiaris consortio, n. 11, y que después recogió el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 2361:

“La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte íntegra del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen entre sí hasta la muerte”.

Y el Catecismo reafirma en el número anterior la consecuencia definitiva que se deriva de todo lo afirmado en la Humanae vitae.

“La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento” (n. 2360).

Testimonio de Fe

Pablo VI dio un testimonio claro de la Fe que le movió a escribir esta encíclica, pocos días después de su publicación, en la audiencia del 31 de julio de 1968. Estas fueron sus palabras:

“Hemos estudiado, leído, discutido cuanto pudimos y también hemos orado mucho. Invocando las luces del Espíritu Santo hemos puesto nuestra  conciencia en la plena y libre disponibilidad a la voz de la verdad, tratando de interpretar la norma divina que vemos brotar de la intrínseca exigencia del auténtico amor humano, de las estructuras esenciales de la institución matrimonial, de la dignidad  personal de los esposos, de su misión al servicio de la vida, como también de la santidad del matrimonio cristiano”.

Pablo VI no se dejó influenciar por la relajación sexual reinante en sus tiempos, tanto en la práctica como en el campo del pensamiento, también entre no pocos teólogos. Después de reafirmar la doctrina de la “unidad de sentido unitivo y procreador”, expresa con palabras inequívocas el pleno sentido que acaba de manifestar.

 “Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en situación de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental” (n. 12).

Y da un paso más, enfrentándose sin ambages al ambiente reinante en Occidente sobre estas cuestiones:

“Queremos en esta ocasión llamar la atención de los educadores y de todos aquellos que tienen incumbencia de responsabilidad en orden al bien común de la convivencia humana, sobre la necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad, es decir, al triunfo de la libertad sobre el libertinaje, mediante el respeto del orden moral”.

“Todo lo que en los medios modernos de comunicación social conduce a la excitación de los sentidos, al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía y de espectáculos licenciosos, debe suscitar la franca y unánime reacción de todas las personas, solícitas del progreso de la civilización y de la defensa de los supremos bienes del espíritu humano. En vano se trataría de buscar justificación a estas depravaciones con el pretexto de exigencias artísticas o científicas, o aduciendo como argumento la libertad concedida en este campo por las autoridades públicas” (n. 22).

Alza también la voz para recordar a los gobernantes su responsabilidad en este campo de la moral sexual, que de manera tan directa y profunda puede dañar hasta los mismos fundamentos del buen orden de una sociedad, porque –y ya lo estamos viendo-  Todo esto comportaría un resquebrajamiento de la familia en su sentido más profundo; resquebrajamiento que acabaría destruyendo los ligámenes humanos que desde la familia abarcan todo el entramado de la sociedad. Sin familia no se construye ninguna sociedad, ninguna civilización, ninguna nación y, me atrevería a decir, ninguna cultura.

“Nos decimos a los gobernantes que son los primeros responsables del bien común y que tanto pueden hacer para salvaguardar las costumbres morales: no permitáis que se degrade la moralidad de vuestros pueblos no aceptéis que se introduzcan legalmente en la célula fundamental, que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina. Es otro el camino por el cual los poderes públicos pueden y deben contribuir a la solución del problema demográfico: el de una cuidadosa política familiar y de una sabia educación de los pueblos, que respete la ley moral y la libertad de los ciudadanos” (n. 23).

Pablo VI termina la encíclica con una llamada a toda la Iglesia para que todos vivamos la “grande obra de educación, de progreso y de amor a la cual os llamamos, fundamentándonos en la doctrina de la Iglesia (…) Obra grande de verdad, estamos convencidos de ello, tanto para el mundo como para la Iglesia, ya que el hombre no puede hallar la verdadera felicidad, a la que aspira todo su ser, más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en su naturaleza y que debe observar con inteligencia y amor” (n. 31).

Ernesto Juliá Díaz

ernesto.julia@gmail.com