En este mes de noviembre una familiar tradición cristiana nos mueve el alma para visitar el lugar donde descansan los restos mortales de nuestros difuntos. Quizá nos acordamos poco de ellos a lo largo del año, y estas visitas al cementerio nos recuerda la realidad de la Muerte, y nos invitan a pensar que la vida no se acaba allí; que nuestros hermanos difuntos ya han rendido cuentas a Dios de su vivir, y salen de nuestro corazón unas oraciones y el deseo de ofrecer Misas por nuestros familiares y amigos, y por las almas benditas del Purgatorio.
Nos conocemos bien, y hemos de reconocer que muchas veces queremos olvidar a nuestros muertos y, si acaso, acordarnos de tantos momentos de alegría y de paz que hemos vivido con ellos; o bien, nos acordamos solamente de algunos hechos en los que pensamos que nos han querido hacer daño. Pero en tantas ocasiones no elevamos nuestras oraciones a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo pidiéndole que tenga Misericordia y conceda a nuestros difuntos el descanso eterno.
Bécquer se lamentaba: “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”. Yo me atrevo a añadir otro lamento después de ver tantas tumbas abandonadas, a las que el abandono ha borrado también los nombres de sus cadáveres: “¡Dios mío, qué solos se queden los vivos que no rezan a sus muertos!”. Y “qué solo se queda el hombre, la mujer, que quiere enterrar su vida para siempre en el cementerio”.
Dirigirnos a Dios, rezarle, nos abre horizontes.
“No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en Mi”.
Estas palabras del Señor que recoge san Juan 14, 1-6, nos preparan para situar nuestro espíritu ante la realidad de la muerte; nos recuerdan enseguida que la muerte no es el final de nuestro vivir, de nuestra verdadera vida. Nuestra vida en la tierra tiene un tiempo, y como todo tiempo, se acaba. “Nos has creado, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti”, recuerda san Agustín. Sabemos que nuestra vida no acaba en el cementerio; y a la vez, nos podemos inquietar ante la duda, y el misterio, de una vida eterna, que no podemos ni imaginar.
Queremos amar a Dios eternamente, y Él nos quiere amar y vivir con nosotros en Su eternidad. Las palabras del Señor abren la puerta a la esperanza:
“En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, no os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar”.
La voluntad de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, al darnos vida a los seres humanos es la de que “Todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. Nos ha creado por Amor, y quiere que nosotros vivamos eternamente con Él, en “ese lugar que nos va a preparar”, “para que donde Yo estoy, estéis también vosotros”.
¿Correspondemos a ese deseo de Jesucristo, de Dios, de acogernos el día de nuestra muerte, y preparamos nuestro espíritu, nuestra alma, para que nuestra muerte sea un encuentro de un hijo con su Padre Eterno?
Muerte, Juicio, Infierno y Gloria. Palabras que nos conviene recordar y muy especialmente en este mes de Difuntos. En la muerte, el Señor juzgará nuestra vida. ¿Hemos querido vivir con Él, en Él y por Él? ¿Hemos tenido Fe en Él, y le hemos pedido perdón por nuestros pecados en el Sacramento de la Penitencia? ¿Hemos vivido los Mandamientos, caminos de vida para amar a Dios y a los demás, como Cristo los ama? ¿Hemos perdonado a quienes nos han podido ofender; y hemos pedido perdón cuando hemos hecho mal a alguien? ¿Hemos rezado a la Virgen Santísima rogándole que nos enseñe a amar a su hijo Jesucristo?
Podemos tratar de vivir con el Señor; y podemos también rechazar todo trato con Él, negarle, y querer ser nosotros mismos, y como no sabemos exactamente como tenemos que ser, pretendemos hacer lo que nos da la gana, y nos convertimos en “diosecillos” para nosotros mismos, rompiendo toda relación con nuestro Creador, con nuestro Redentor, con nuestro Salvador. Eso es ya el Infierno en la tierra; y con la muerte, será el Infierno eterno: eternamente solos. En el camino por el cementerio, la Virgen nos acompaña en nuestras oraciones por los difuntos, que son una manifestación de nuestra Fe, de nuestra Esperanza, y de nuestra Caridad. Y Ella nos ayudará a acoger nuestra propia muerte con las palabras que el buen ladrón le dirigió a Jesús en la Cruz: “Acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu reino”. Y así, le daremos una alegría al Señor, haciendo realidad en nuestra vida sus palabras que cierran el evangelio del día de Difuntos: “Nadie va al Padre, sino por Mí”.
Ernesto Juliá Díaz
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