I
Todos nos hemos encontrado con amigos, conocidos, que tienen muy arraigado en su corazón y en su mente un solo propósito de su vida: ser felices. Y si no es el único fin que ven a su vivir sí es el más importante: todo lo demás que se les ocurra, y que puedan llevar a cabo en este mundo, tiene esa finalidad: ser felices.
Si les preguntamos en qué consiste esa felicidad las respuestas, además de muy variadas nos pueden parecer un tanto superficiales: “pasarlo bien”; “ganar mucho dinero”; “llegar a ser un hombre, una mujer, influyente en la sociedad”; realizar lo “que me dé la gana, sin molestar a los demás”; “tener una buena casa”; “que vaya todo bien en la familia”, “buena salud”, etc.
Y un buen grupo de esas respuestas, incluirán como un corolario necesario: el no sufrir. No sufrir, no solo físicamente, corporalmente, a causa de una enfermedad, un accidente, etc., sino, y sobre todo, moral y espiritualmente: no padecer por los disgustos, o por las situaciones materiales y morales, que puedan originarnos los amigos, los cónyuges, los familiares, los compañeros de trabajo, etc.
En resumen, el “ser feliz” viene a quedarse en “hacer uno lo que le da la gana”, encerrado en un egoísmo radical, que solo piensa en sí mismo y se despreocupa de lo que pueda ocurrir a su alrededor, sencillamente porque ha descartado encontrarse con una realidad que forma parte de la historia del hombre desde su presencia en la tierra: el sufrimiento.
La explosión de los abortos y el extraordinario aumento de suicidios, son dos reacciones de personas que no quieren sufrir: matan a quienes les pueden originar algún sufrimiento, los hijos; o no quieren sufrir ellos, los suicidas, como Freud, que se suicida cuando recibe la noticia de un cáncer que puede acabar con su vida en un breve espacio de tiempo.
El dolor, el sufrimiento, es una constante en la vida de todo ser humano. En ningún lugar de la tierra, ni en ninguna situación de la vida, en ningún momento de la historia el hombre, el sufrimiento ha desaparecido del horizonte de la vida del hombre. El dolor, además, afecta a los tres planos del vivir humano: físico, psíquico, espiritual, y con relativa frecuencia incide a la vez en los tres.
¿Por qué tantas personas hoy se desorientan vitalmente ante el sufrir, ante el dolor, ante la desgracia?
Cristo sufre al redimir el pecado; y llega a la muerte en medio de juicios inicuos, acompañado por la burla de jueces y escribas que, al no encontrar nada de que acusarle, manipulan a la muchedumbre para que, “democráticamente” exijan y decidan su muerte por mayoría cualificada.
En su Pasión y su Muerte en la Cruz, Cristo nos redime del pecado y nos abre un camino para dar sentido al sufrimiento que nos encontramos en nuestro vivir. Después de sufrir y de morir, Resucita. Pone ante nuestra mirada la “vida eterna”. La vida que no acaba en el sufrir, sino en el poder gozar eternamente del amor de Dios, del Amor con el que Cristo sufrió por nosotros y nos redimió. Sufrir unidos a su Cruz, nos enseña a amar a los demás; nos enseña a compartir las penas y los dolores de quienes nos rodean. Me atrevería a decir que solo aprende a amar, quien de alguna manera sufre, y al sufrir ofrece su dolor, con Cristo, por el bien de los demás. Resucita.
Perder la Verdad de la vida eterna, lleva al hombre a desesperar ante el sufrimiento; a no darle ningún sentido. Y las consecuencias para su vivir son lastimosas: achica su corazón, se envuelve en el egoísmo, y deja de Amar, de sacrificarse por los demás. Y abre las puertas de su alma a la muerte buscada en la tierra y en la vida eterna. Solo ante sí mismo, el hombre se suicida, se aniquila.
La Resurrección nos anuncia una nueva existencia en la que el dolor ya no existe más. Nos permite reconocer que, al sufrir descubramos que los hombres nos necesitamos los unos a otros –hemos sido creados para dar nuestra vida por los demás-; y la relación con Dios, dentro de la fe cristiana, lleva a referirnos más concretamente a Cristo, Hijo de Dios y Hombre. Nos situamos así en la perspectiva total de nuestra vida.
La transformación del sufrimiento en alegría comienza ya en esta vida y será definitiva en el cielo. Como lo vive la madre de un niño con cáncer, que se olvida del todo del dolor sufrido cuando ve a su hijo sano y recuperado de su enfermedad y llega a convertir en alegría el llanto por su hijo, ante el anuncio de que el tumor ha sido extirpado. Y si la criatura muere, el dolor de perderlo se convierte en serenidad y gozo de haber dejado a su hijo en las manos de Dios. Alegría es de alguna manera el anuncio de la Resurrección que hace nuevas todas las cosas.
Cuando la enfermedad sigue su curso, el sufrimiento es más difícil de comprender. Con el tiempo se puede alcanzar a comprender, que compartir el dolor ayuda a otras madres y a otros enfermos a vivir su enfermedad; y quizá lleguen a comprender que el mismo Cristo vive el sufrimiento con su hijo, y en la enfermedad lo prepara para la Resurrección.
Juan Pablo II lo dijo con estas palabras: “El misterio de la redención del mundo está arraigado en el sufrimiento de un modo ciertamente grandioso e incomprensible, y el sufrimiento a su vez encuentra en el misterio de la redención su supremo y más seguro punto de referencia”.
II
El sufrir forma parte de la vida de todos los seres humanos. Con más intensidad o con menos; física, corporal o moralmente y en el espíritu; ya sea nuestra vida un ejemplo precioso de generosidad y de entrega a los demás, o una lamentable manifestación de egoísmo suicida. El sufrir nos puede dar paz, o una intranquilidad difícil de calmar y serenar. De algo estamos seguros: el sufrimiento físico y moral no abandonará al hombre a lo largo de su caminar sobre la tierra.
Y sufrimos todos: cristianos y no cristianos; creyentes y no creyentes; ateos, agnósticos, etc., etc., ya vivamos en nuestras casas, o estemos recluidos en cárceles y campos de concentración; ya soportemos las heridas de enfermedades incurables; o vivamos la muerte de seres queridos; o el desprecio de conocidos, de amigos y hasta familiares.
¿Cómo reaccionamos los cristianos ante el sufrimiento? Cristo, que sufrió y padeció toda clase de dolores y desprecios, nos indica el camino. Cristo crucificado es la roca sobre la que se eleva toda la Fe cristiana. Crucificado y Resucitado. Él nos descubre el sentido de nuestro vivir, y nos invita a unir nuestros dolores y sufrimientos físicos y morales a su Cruz, para redimir el mal que todos los hombres nos podemos hacer viviendo en el pecado.
Los cristianos, y tantos otros hombres y mujeres, luchamos, y con muy buen corazón, para aliviar el sufrimiento físico de los que padecen enfermedades, hambres, privaciones, de cualquier tipo. Seguimos el actuar de Cristo que curó a tantos enfermos en los años de su vida pública, y les devolvió las condiciones necesarias para un vivir humano y sereno. Procuramos ahogar el mal físico en abundancia de bien, de medicamentos, de consuelos, de compañía humana y cristiana.
Somos conscientes, sin embargo, de que en esta tierra nunca conseguiremos erradicar el dolor y el sufrimiento. Los cristianos vivimos esos momentos mirando cara a cara a Cristo en la Cruz, y estamos convencidos de que Él nos acompaña en todo nuestro vivir, en nuestro padecer, en nuestro sonreír en el dolor.
La gran mayoría de los sufrimientos físicos y morales que padecemos son provocados por la actuación de otros seres humanos. Y es esta una realidad que los cristianos hemos padecido a lo largo de los siglos y, en estos momentos padecemos, de una forma muy particular: el martirio, y la blasfemia.
Sobre la cruz vivida y resucitada de los mártires que han muerto perdonando a sus asesinos y rezando por ellos, la Iglesia ha caminado a lo largo de los siglos; y seguirá caminando e iluminando al mundo. Los mártires llenan de sentido el sufrimiento por un mal que unos hombres provocan a otros en odio a la fe, en odio a Cristo, en odio a Dios.
Y los mártires nos dan esperanza, y espíritu, a todos los demás cristianos que hemos de dar testimonio de nuestra Fe en los quehaceres ordinarios de nuestro vivir, para que vivamos el dolor y el sufrimiento con serenidad, rezando por la conversión de los enemigos de la Fe: perdonándolos como hizo Cristo en la Cruz, y rezando para que se arrepientan del mal que hacen, del crimen, pecado, que cometen.
Un episodio más entre tantos otros que podríamos señalar. Un grupo de musulmanes divididos de otro con historial serio de asesinatos de cristianos, Boko Haram, ha asaltado la iglesia de san Francisco en Owo, Nigeria, disparando ráfagas a sangre fría y dejando muertos más de 50 fieles, hombres y mujeres, que estaban viviendo la Santa Misa. 50 fieles que se unen a los cerca de 6.000 cristianos asesinados el año pasado y a los más de 300 millones que sufrieron persecuciones, emboscadas, masacres y secuestros en todo el mundo.
El sufrimiento por la blasfemia es más sutil. Una pequeña muestra.
En estos días la lgtbiq de Cremona, Italia, ha aprovechado uno de esos días de su fiesta para pasear en una carroza a una Virgen María, convertida en un maniquí sadomasoquista que desfiló con los pechos descubiertos.
III
A esta blasfemia se pueden unir muchas otras más de ese mismo grupo y de otros grupos diversos de personas que se manifiestan directamente contra la doctrina de la Iglesia, y de manera particular contra las señales claras y contundentes de la presencia de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, en la tierra: el derribo de las Cruces que nuestros antepasados han ido sembrando en tantos caminos, y que nos recuerdan que Cristo sigue en la tierra y nos acompaña; y el asalto a los Sagrarios para robar las Formas, o desparramarlas por los suelos rechazando Su presencia real y sacramental entre nosotros.
El sufrimiento de los creyentes por estas graves ofensas y desprecios a Jesucristo y a su Santísima Madre, es un sufrir que quiere ser redentor, porque se eleva a Dios Padre pidiendo que los autores de esas ofensas se arrepientan de sus pecados, y vuelvan a alzar las mismas cruces que han derribado y a Comulgar la misma Forma sacramental del Cuerpo de Cristo que han pisoteado después de vivir de nuevo en la gracia de Cristo.
Los cristianos, bien conscientes de que el hombre va a encontrarse con el sufrimiento a lo largo de toda su vida, queremos dar sentido a todos los dolores que podamos vivir. Y ayudar a las personas que se relacionan con nosotros, a que también se lo den y no se hundan ante el peso de los males que puedan recibir, ya sean incomprensiones, injusticias, agravios de todo tipo, calumnias, asaltos, enfermedades, abandonos de los seres queridos, etc. etc.
¿Cómo podemos dar sentido al sufrimiento?
Acompañando en su pena y dolor a los que sufren. No dejándoles solos con sus desgracias y aflicciones. Y uniendo el sacrificio que nos pueda suponer, al sacrificio y al sufrimiento de Cristo, que vive el dolor de la madre que pierde al hijo y lo resucita, la pena del paralítico que clama “Señor, si quieres puedes curarme”, y lo cura; y que se deja clavar en la Cruz para redimir nuestros pecados y decirnos que nos va a acompañar siempre en todos los dolores que podamos padecer. Y a sus sufrimientos por el mal que nos hacemos cuando pecamos y nos apartamos de su Amor,
Y este acompañamiento será, en unos casos, notorio y patente como el de las monjas de Teresa de Calcuta; en otros, menos llamativo y tan sentido como el de las enfermeras y médicos de los hospitales en su empeño por aliviar en lo posible los sufrimientos de los pacientes; otras veces, será la cotidiana paciencia de dar un rato de compañía, con serenidad y paz, a personas que viven en profunda soledad, o abandono, y que tienen reacciones muy difíciles de controlar y que apenas se darán cuenta del amor que mueve nuestros gestos.
Acompañar en el sufrimiento, además de transmitir el amor de Cristo a los que sufren, abre de par en par el corazón de quienes les acompañan. El corazón aprende a amar sin esperar a cambio ningún tipo de recompensa ni de agradecimiento; aprende a compartir las dificultades y sufrimientos de los demás y abre así el camino para no caer en uno de los pozos más hondos en los que puede precipitar el hombre, y que por desgracia está ahora muy extendido en la sociedad actual: el pozo del egoísmo, del individualismo, de pensar sólo en él, en sus cosas, y de limitar los horizontes de la felicidad de su vida en cuestiones materiales –dinero, placer, bienestar, salud, etc.-, o en buscar la felicidad en el prestigio profesional, en los honores y reconocimientos, realidades que están presentes hoy y desaparecen mañana.
Dar sentido cristiano al sufrimiento abre el corazón de los que sufren a descubrir a Cristo en el servicio que le prestan los demás. ¡Cuántas conversiones en
los hospitales de Madre Teresa, y de tantas otras clínicas en las que se vive el espíritu cristiano! Sin duda, es uno de los mejores bienes que se pueden transmitir en nuestras sociedades, en las que tantas personas están verdaderamente alejadas de Jesucristo, en su Muerte, Resurrección y Presencia Eucarística, y de la perspectiva de la Vida Eterna.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com